
Un día
llegó, no sé cómo, a la pequeña biblioteca de nuestro apartamento en Caracas un
libro de tapas color crema con un título curioso de un autor inolvidable. Yo tenía tal vez nueve o diez años y lo
recuerdo como si fuera hoy. Era el
primer libro de una colección de quien sabe cuántos tomos, en la portada había
una foto algo borrosa en blanco y negro de una canoa en la orilla de un río
rodeado de mucha vegetación.
Era un relato de viajes, el título del libro era Del Roraima al
Orinoco y su autor era un tal Theodor Koch-Grunberg. Vaya descubrimiento!! Hasta ese día
había vivido en un mundo pre-Galileo en el cual mi familia ocupaba el centro
del universo, eramos los únicos Grunberg de Venezuela y del mundo. Tropezarme –así de repente- con un tal
Teodoro Grunberg (quien para más colmo tenía hasta la diéresis sobre la “u”, la
marca secreta de la familia) era un suceso importante, un verdadero sacudón. Traté de leer el libro muchas
veces, pasé largas horas tratando de descifrar la prosa aburrida, la jerga
científica y los manierismos de final de siglo, revisando los mapas y viendo
las fotos, tratando de entender de qué se trataba la aventura de ese barbudo
alemán, de ese pariente lejano tan distinto a nosotros. Poco a poco comencé a sentir fascinación
por los paisajes, por el relato de indios y cataratas, quedé seducido por el
aire libre y los sonidos de la noche en la selva. Recuerdo
que le pregunté infinitas veces a mi papá sobre el primo Teodoro. Nunca recibí una buena respuesta, mi
papá jamás abrió el libro.
Theodor, lo sé hoy, fue un explorador alemán de finales del siglo XIX y
comienzos del siglo XX – un Humboldt tardío- que recorrió el sur de Venezuela y
el norte del Brasil documentando, entre otros, las costumbres de los indios
Pemón. Theodor exploró el Orinoco
y sus tributarios, las llanuras y la selva que bordean el macizo guayanés en
Venezuela. Theodor murió joven de
malaria en 1926 en Manaos. Del Roraima al Orinoco cambió dos
cosas en mi vida: hizo que
aceptara que eramos una familia más (una familia común y corriente) en un mundo
repleto de Grunbergs, Greenbergs, Grubergs y Gruenbergs; y ayudó a que naciera
en mí el deseo por salir a explorar.
El viaje del que acabo de volver, el maravilloso paseo al Manu, es otra
emulación secreta (y modesta) de los viajes del primo Teodoro.

El año
pasado nació un pequeño club de amigos viajeros determinado a escudriñar hasta
el más remoto rincón del Perú. Un
grupo de “patas” dispuesto a enfrentar las condiciones más adversas, las
privaciones más extremas, los más grandes obstáculos para conocer los parques y
reservas nacionales del Perú; una tropa de guerreros preparada para adentrarse
–cámara y binocular en mano- donde ningún “pituco” osaría aventurarse. Al llegar de nuestra caminata por la cordillera del Ausangate
el año pasado, todavía despeinados, sin aliento y mal dormidos, decidimos
agendar nuestro próximo paseo: acordamos reencontrarnos este junio para visitar
el Parque Nacional el Manu, una reserva de casi dos millones de hectáreas (del
tamaño de Eslovenia o Israel) en el sureste del Perú no muy lejos de la
frontera con Bolivia.





Hace cientos
de millones de años había un único continente llamado Pangaea que ocupaba la
mitad de la tierra. En el período
Triásico, Pangaea comenzó a separarse en dos continentes: Laurasia y
Gondwana. Durante este proceso Suramérica, que formaba parte de
Gondwana, se desplazó hacia el
oeste chocando con la placa de Nazca y dando nacimiento a la cordillera de los
Andes. La aparición de los Andes
alteró dramáticamente los patrones de lluvia y el sistema fluvial del
continente. Hasta ese momento el río Amazonas corría
en sentido contrario desembocando en el Pacífico. El Amazonas y los demás ríos, atrapados por las montañas,
inundaron el centro del continente.
Por millones de años un gigantesco mar interno ocupó todo el Amazonas. Hace apenas 1.6 millones de años que el
agua logró finalmente salir por el este hacia el Atlántico por la ruta que
conocemos hoy. Este largo proceso
creó el sistema fluvial más grande y la cuenca más fértil del planeta. Sin embargo, aunque pareciera a primera vista, no todos los
Amazonas son iguales. Dependiendo
de su ubicación, de su genealogía y del grado de impacto humano, algunas
secciones de la selva contienen mucho más biodiversidad que otras. El Manu, alimentado por los sedimentos
de la cordillera de los Andes y protegido por su inaccesibilidad, es el más
amazónico de los amazonas, el lugar más biodiverso del planeta tierra.
La cita
quedó pautada para la primera semana de junio. Nos encontramos puntualmente a las 9.30 de la mañana en el
aeropuerto Alejandro Velasco Astete de la ciudad de Cusco. Allí, en el estacionamiento bajo un sol
radiante, nos reunimos –todos sonrientes- Suso, Jana, Pepe, Roger y yo para
comenzar el paseo. Esta vez nos
acompañaría Fiorella, nuestra guía, veterana del Manu, y, por los primeros dos
días, nuestro chofer Walter. Para
llegar a la única entrada al Parque nos esperaban unas cinco horas de camino en
una camioneta, amarradas en el techo nos esperaban impacientes nuestras
refulgentes bicicletas.

El Parque
Nacional del Manu, decretado como tal en 1973 y luego declarado Patrimonio
Histórico de la Humanidad, nace en las alturas del departamento del Cusco y se
derrama sobre Madre de Dios abarcando varias zonas climáticas que van desde los
4.200 hasta los 350 metros de altura sobre el nivel del mar. El Manu es más
grande que la suma de todas las áreas protegidas de Costa Rica. De los más de 19.000 kilómetros cuadrados que ocupa el parque,
el 80% es zona intangible de acceso prohibido y el resto, dividido en una zona
cultural y otra experimental, está abierto al público. Es allí, en el margen suroriental de la
reserva a orillas de los ríos Manu y Madre de Dios, que operan un puñado
albergues (heroicos sus dueños) donde se puede pernoctar. Cada año apenas unos 2.500 turistas
reciben permiso para visitar el parque.
Los ingresos para el Estado, en su mayoría provenientes del cobro del
derecho de entrada, alcanzan tal vez a la muy módica suma de cien mil dólares
al año. El Manu es el lugar más
biodiverso del planeta con más de 20.000 especies de plantas, 222 de mamíferos,
100 de reptiles, más de 200 de peces y 1.000 aves distintas (más especies de
pájaros que en Canadá y los Estados Unidos y casi tantas especies de peces como
el Mississippi y el Missouri juntos). De todas las especies que viven en el
bosque los insectos son los más abundantes, las hormigas solas representan en
algunas partes el 10% de la biomasa total. Aislado por el difícil acceso, aún hoy existen en la reserva
tribus no contactadas por la civilización http://elcomercio.pe/actualidad/763053/noticia-presuntos-indigenas-aislamiento-voluntario-fueron-vistos-manu
Salimos de
Cusco con dirección al hermoso pueblo de Paucartambo que abraza el río Mapacho. Justo antes de llegar al pueblo, en las
laderas del valle, nos detenemos para visitar las enigmáticas Chullpas,
antiquísimas construcciones funerarias, unos pequeños cobertizos circulares,
hongos de piedra, mausoleos pre-colombinos que salpican el paisaje.
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Paucartambo valle abajo |
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Chullpas |
Unos pocos
minutos carretera abajo y se llega al pueblo. Paucartambo es conocido por las fiestas de la Virgen del
Carmen durante las cuales, cada julio, el pueblo se disfraza y baila en una
celebración de sincretismo religioso.
Los atuendos de los locales, retratados con muy buen gusto por el
fotográfo Mario Testino en su serie “Alta Costura”, están representados en las
estatuas doradas que adornan una de las plazas centrales del pueblo. Luego del almuerzo estiramos las
piernas caminando por las calles pintorescas, cruzando el antiguo puente que
ordenó construir Carlos III en 1775, tomándole fotos a los niños y sus perros, escuchando
historias entretenidas del magnífico Roger, simpático, multilingüe, erudito,
memorioso. Es así como
aprendemos, entre otras cosas, que en la iglesia del pueblo guardan todavía
cual reliquia la lengua de un célebre sacerdote admirado por sus dotes de
orador.



Salimos de
Paucartambo con rumbo a las Tres Cruces, un paraje alejado desde donde cuentan se
ve en el solsticio de invierno el amanecer más vistoso del planeta (Osaka, creo
haber escuchado, le hace competencia).
En ese mismo lugar, allí donde se bifurca el camino, anunciado por un modesto
letrero y un pequeño mapa envuelto en neblina, queda la única entrada al Manu. Hacía pocos días que Roger había
regresado de organizar la primera edición del ultramaratón del Manu, casi
cuarenta concursantes de distintos países en un recorrido agotador de 230
kilómetros. Nuestra camioneta se
detiene muy cerca de donde comenzó la carrera, nos bajamos y comenzamos una
maravillosa caminata de unas cuantas horas por el bosque húmedo nublado. Laberintos de árboles cubiertos de
musgos y líquenes, helechos inmensos del tamaño de palmeras, hilos de agua y
una la orquesta de pájaros escondida en el bosque. Nosotros felices sendero abajo hasta que llegamos a una
encrucijada en la que Roger apuntando hacia arriba nos dijo: “sólo falta una media
hora de subida”. Comenzaba, sin nosotros saberlo,
nuestro mini-maratón. La subida se
hizo cada vez más empinada, no tardamos mucho en comenzar a preguntarle a Roger
cuánto faltaba, la animada conversación tomó una pausa, nos hacía falta el
aire, había que concentrarnos y seguir trepando. Varias “medias horas” después, ya oscureciendo, Roger
decidió separarse para acelerar el paso y traernos linternas. Al rato, llegó con luz y nos guió a un
pequeño campamento donde debía esperarnos Walter con la camioneta. Para sorpresa de todos Walter no
estaba. Le tocó de nuevo a Roger
caminar (correr) camino abajo en la oscuridad hasta que aparecieron Walter y la
camioneta. Dos horas más de camino
por una carretera algo precaria y poco transitada –la vieja via marginal de la
selva, la que quiso construir Belaúnde Terry inspirado en el faraónico
Juscelino Kubistchek-, pasamos túneles de tierra, puentes endebles y montones
de charcos antes de llegar a nuestro destino final: El Lodge del Gallito de las
Rocas. Dejamos nuestros bultos en las habitaciones, cenamos y nos
dimos las buenas noches, a las 5 de la mañana del día siguiente debíamos
reportarnos para ir a ver Gallitos, el estupendo pájaro rojo, el ave nacional
del Perú. Traté de tomar una
ducha a la luz de la vela pero no logré descubrir, al menos esa noche, que aquí
en la selva las letras “C” y “H” de los controles del agua están al revés, que las
letras no corresponden a “Hot” y “Cold” sino a “Helada” y “Caliente”.



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Helechos del tamano de palmeras |
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Albergue Gallito de las Rocas |
A la mañana siguiente nos
levantamos muy temprano y salimos a la vereda del camino a buscar gallitos y
monos. No muy lejos de nuestro
lodge había una puerta que da a un sendero –literalmente “había” porque Pepe la
desencajó al abrirla-. Al final de
la trocha llegamos a un pequeño claro bajo los árboles con un banco de madera
artesanal donde nos sentamos a ver cómo los galantes gallitos cortejan a sus gallitas. Al poco rato justo sobre nosotros, rojo y encrestado, aparece un macho
madrugador y a su alrededor una tropa de monos capuchinos, un cirque de soleil
amazónico, balanceándose de rama en rama.
Nosotros emocionado tratando de tomarles fotos, luchando con los lentes, el autofocus y
el contraluz. Finalizado el
espectáculo volvemos al lodge a tomar nuestro desayuno – una poción mágica de
avena, linaza y nueces preparada
por Pepe- y nos sentamos a
charlar. De repente un
bullicio, golpes en el techo y conmoción; la misma tropa de monos –o tal vez
otra- asomada al comedor buscando su desayuno. No tienen miedo, o muy poco; si nos distraemos se roban la
fruta o el pan, son capaces hasta de llevarse la concocción de Pepe. Estamos fascinados con los capuchinos,
nos quedamos un largo rato tomándoles fotos, viendo sus muecas y sus miradas, maravillados con sus colas
prensiles, escuchando el silbido y los mensajes en morse del macho más
curioso.
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Gallito de las Rocas |
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Capuchino |


El próximo
tramo es en bicicleta. Recogemos
nuestras maletas, las colocamos en la camioneta y nos lanzamos – encascados y
enguantados- carretera abajo escoltados por Walter. Poco a poco comienzan a salir los niños que llevamos por
dentro, nos tele-transportamos a nuestra infancia, rodamos felices entre el
barro y las piedras. Comienza la
lluvia y con ella desaparecen las últimas inhibiciones, ahora sí que somos una
pandilla de muchachitos haciendo carrera con Pepe a la cabeza. Estamos todos empapados y llenos
de lodo, embalados disfrutando del paisaje, no queremos que se acabe. Termina la bajada y llegamos a un
pequeño caserío donde compramos agua y hojas de coca. Allí Roger nos ofrece volver a la camioneta pero su moción
es derrotada por unanimidad, todos queremos seguir montando bici hasta el fin
del mundo, hasta que la carretera se dé de bruces contra el río. Unas horas más tarde llegamos
embarradísimos al pueblo donde almorzaríamos, ya hace rato que estamos en el
Departamento de Madre de Dios. Nos
bajamos de nuestras bicicletas y nos duchamos en un pequeño y desvencijado
hostal al borde del camino. Le
entregamos nuestra ropa sucia a la dueña de la más moderna lavadora Samsung del
Amazonas, toda la modernidad en un cubo, para que nos la lave mientras comemos. Almorzamos arrullados por la lluvia y
el ciclo de spinning del prodigio coreano. Esa misma tarde, luego de un breve paseo por el río,
llegamos a nuestro próximo albergue, el venerable Amazonia Lodge.







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Alli las duchas al final del paseo |
El Amazonia
Lodge es hijo de la pasión y el cariño de un cusqueño y una cajamarquina que
compraron hace más de treinta y cinco años una antigua hacienda de té para
convertirla en un refugio de flora y fauna. En el lodge se han avistado más de 644 especies de aves, un
festín para los dedicados birdwatchers que vienen de Europa y Norteamérica. Nosotros, novatos y contentos, nos
sentamos en la baranda del hotel preparados para iniciarnos en las artes del
avistamiento de aves. Al frente un
hermoso jardín con árboles inmensos, uno de fruto de pan, y una plataforma con
algo de comida para atraer las aves. “Ese es un jacobin” nos dice Fiorella. “Tómale fotos”
me dice Pepe. “Ese es un red
tanager” nos dice Fiorella.
“Tómale una foto” me dice Pepe.
“Ese es un blue tanager” nos dice Fiorella. “Tómale una foto” me dice Pepe. Así va transcurriendo la tarde al ritmo de los trinos y el
whisky apostados todos, aprendices de ornitólogos, en la larga terraza. Para las seis de la tarde ya nos faltan
sólo 635 aves que avistar. Jana,
con su rigurosidad anglo-sajona, marca en su libro cada uno de los pájaros que
hemos visto. “Pepe, ese es otro
Jacobin, ya tengo ocho fotos del mismo” le digo yo avanzada la tarde.
Ese día descubro que mis binoculares son los menos poderosos del
grupo. Suso, haciendo alarde de la
potencia de los suyos, hace
comentarios sobre las pestañas de los colibríes y las arrugas en los ojos del
pequeño abejaruco que está parado en ese árbol bien atrás. Tengo que confesarlo, no he logrado
sobreponerme aún a mi falta de virilidad óptica, a la humillación de tener los
binoculares más miopes de todo el grupo.
Nos acostamos temprano –faltan 633 especies por ver- para despertarnos a
las 4.30 de la mañana para una caminata.
A las 5 abro los ojos y escucho un torrencial aguacero. Nuestra excursión matutina ha sido
cancelada. Dormiremos apacibles
hasta las seis.


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Amazonia Lodge, antigua hacienda de te |
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Daniel, le tomaste foto a ese Jacobin? |


Nos
despedimos del Amazonia Lodge. Hoy
nos tocan siete horas de paseo por el río Madre de Dios hasta el siguiente
albergue. Nos sentamos en el bote
a disfrutar del paisaje, pendientes de las garzas y las capibaras al borde del
río, de las tortugas que se asolean sobre los viejos troncos, buscando monos en las copas de los
árboles. Suso nos asiste con la biblia de la selva, el Neotropical Companion
de Kricher, fuente de todo el saber: “Saben que en un árbol del Amazonas se
han encontrado más especies de hormigas que las que hay en todas la Gran
Bretaña?” nos dice Suso y nosotros boquiabiertos. Roger nos cuenta de Clotilde, una caimana malcriada que
acostumbrada a alimentarse de los restos de comida de uno de los lodges terminó
comiéndose a un incauto fotógrafo.
Horas y horas de verde y de nubes, de una tertulia entretenida, un
larguísimo río parecido a los que recorrió el primo Teodoro. Al comienzo de la tarde llegamos al
albergue donde pasaríamos nuestras últimas tres noches.








El último
lodge es el más grande de los tres, unas diez o quince cabañas muy cerca del
río rodeando el comedor. Las
habitaciones no tienen número sino nombre, a partir de ahora yo soy Carachupa
(zarigueya) y Pepe Tapir. Esa tarde
hacemos un paseo corto para visitar la copa de un árbol muy alto. Una gran parte de la vida de la selva
se concentra en las ramas y las hojas de los árboles lejos de nuestra mirada, a
cientos de metros del suelo húmedo y oscuro. Infinidad de animales; mamíferos, aves, reptiles y anfibios
pasan sus vidas enteras en las alturas de los bosques. Para subir a nuestro árbol han
construido una escalera de caracol metálica con cientos de escalones. “No se preocupen, caben hasta 10 personas”
nos dice Fiorella y nosotros, exploradores obedientes, subimos haciendo caso
omiso al vértigo y al bamboleo de la estructura. Desde la plataforma de madera arriba en la copa se ve un mar
verde infinito. Decenas de
especies de pájaros: woodpeckers y woodcreepers, tanegers de nuevos colores,
guacamayos y loritos. Suso, Jana y
Pepe muy aplicados con sus binoculares. Yo me
concentro en tomar fotos; trato de capturar la magia de la luz enredada en las
ramas de nuestro árbol a esa hora de la tarde.
De vuelta
en el lodge es hora de enseñarle a Juan, el encargado del bar, cómo se prepara
un buen Gin Tonic. Es
cuestión de salud. Después de todo
fueron los británicos quienes inventaron la bebida como una manera de tomar la
amarga quinina que los protegía de la malaria. Nos sentamos a tomar un par de tragos mientras recordamos
nuestro ascenso al árbol y hablamos del plan del día siguiente. Esa misma noche me llega una
advertencia del Consulado americano en Lima sobre la selva del Manu y sus
alrededores: “Message for U.S. Citizens: Mosquito-Borne Illnesses
and Mercury Contamination in Peru”.
No le tenemos miedo al dengue, a la malaria o a la leshmaniasis, estamos
protegidos por el Gin Tonic y por la olorosa citronella orgánica que tan
maternalmente nos rocia Suso cada mañana antes de nuestros paseos. Somos valientes.
A la mañana siguiente salimos muy
temprano a ver guacamayos en un “clay lick”, una pared de arcilla adonde vienen
algunos pájaros para nutrirse de minerales. La caminata es entretenida, nos detenemos para ver hormigas, arañas, hongos y
enredaderas. Gran parte de la ruta
es bosque inundable, terreno que durante los meses de lluvia está casi
totalmente cubierto de agua.
Frente al clay lick hay una plataforma de madera donde nos sentamos a
esperar los guacamayos. Al poco
rato vemos acercarse algunos tímidamente.
Baja uno con cuidado y se posa sobre la pared de arcilla. A los pocos minutos nos sorprende una
explosión de color, decenas de guacamayos, un revoloteo de amarillo, verde,
azul y rojo. Muchos vienen atraídos por el maíz que
le colocan en la pared de arcilla, algunos aprovechan para tomar su dosis de
minerales. De vuelta tenemos la suerte de ver un
grupo de monos tamarindo y un tímido agouti.
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Clay lick |
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La hormiga mas grande, duele como si fuera una bala |
Ese día, tarde en la tarde, salimos
con nuestras linternas a otro clay lick un poco más grande donde vienen los
tapires y los monos araña a hacerse de su suplemento mineral. Luego de una hora y media de camino (vimos
“makisakas” o monos araña, el más grande de todas las 13 especies de monos que
habitan el Manu y un grupo de venados)
llegamos a una plataforma escondida en la selva, un balcón de madera con
una hilera de colchones cubiertos con mosquiteros (parece un hospital de
campaña de la primera guerra mundial).
La idea es acostarnos a esperar en silencio a que lleguen los
animales. Cada uno se ubica en su
puesto de observación, cae la noche, hay que tener paciencia. De repente, no sé si atraídos por la
arcilla, por el olor a citronella o por los ronquidos de uno de nosotros,
aparece un primer tapir. Es
emocionante. Lo iluminamos y le
tomamos fotos. No tarda en llegar
un segundo tapir más grande que se pasea con calma por el barro. Primos lejanos del elefante, tienen una
pequeña trompa y mala vista, son el animal más grande de Suramérica. Los tapires, tímidos y solitarios, son
muy difíciles de ver. Nosotros
estamos extasiados. En el camino
de regreso nos detenemos a aprender de arañas. Nos tropezamos con varias especies noctámbulas de distintos
tamaños: arañas saltarinas, arañas peludas, arañas aéreas y subterráneas. Pepe no le tiene miedo a ninguna.
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Nuestro puesto de observacion de tapires |
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Que esparrago! |
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Tapir en el barro |
La penúltima mañana salimos de
paseo a un lago. Vamos en un bote
sin motor deslizándonos sobre las aguas calmadas atentos a los matorrales y los
árboles. En la orilla vemos grupos
de Hoatzins, un ave torpe con el copete despeinado, un raro pájaro rumiante;
murciélagos, una familia de monos aulladores flojos y peludos, buscamos sin
éxito una pareja de nutrias que cuentan vive allí. A nuestro regreso Jana, la de la vista biónica, descubre un
lindo perezoso colgado de una rama.
Esa tarde Tapir y Carachupa deciden tomar una siesta mientras que Suso y
Jana vuelven a visitar el clay lick de las guacamayas.
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Roger pensativo |
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Hoatzin |



Ya nos toca volver a Lima. El primer tramo de la ruta a Puerto
Maldonado es río abajo por varias horas. A medida que nos alejamos del parque vamos viendo más y más
campamentos de mineros ilegales lavando arena en busca de oro. Les tomamos fotos al pasar y ellos nos
miran sin sobresalto, no sienten necesidad de cubrirse, no tienen sentimiento
de culpa, no hay nada de qué avergonzarse, destruyen la selva con total
impunidad. El agua del río a estas
alturas está altamente contaminada con mercurio, no se puede (no se debe) comer
pescado, al borde del camino hay kilómetros y kilómetros de “pampa”
desforestada, selva desfigurada, irreconocible. Desde el aire se ven las inmensas cicatrices, tomará siglos
-literalmente- para que el ecosistema se regenere, para que la selva vuelva a
parecerse a lo que un día fue. Los
pueblos mineros son una versión tropical del viejo oeste americano, un puñado
de casas poco glamorosas, construidas a la carrera, rodeadas de tiendas de
repuestos de motos y motobombas, de basura, de ropa barata y mucho
plástico. Una cerveza en este “wild
west” cuesta 10 soles, un pollo 60, una puta 100 (en Lima la cerveza cuesta 3,
el pollo 20 y la puta quien sabe).
Esta es una economía de pueblo de frontera, de hedonismo y despilfarro,
lo que ganan los mineros en largas jornadas de trabajo lo gastan en una sola
noche.
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"Sargento de turno. Autoridad de playa" |
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Mineria ilegal |
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Chicha y Direct TV |
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Reparando la maquinaria para la mineria |
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Desierto ahora, antes selva |


Puerto Maldonado, de unas 50.000
personas, nació con el boom del caucho en 1902 y hoy crece gracias al oro y la
madera malhabida. Por aquí pasó Fitzcarrald, el mismo de la película de Herzog,
con su inmenso bote y toda su locura.
Su vida, la del Fitzcarrald, se repite y vuelve a repetirse en la selva
como una maldición, es el ciclo infinito
de destrucción, de rápidas fortunas y quiebras estrepitosas. En una de las encrucijadas principales de la ciudad hay una
torre que conmemora la fundación de Puerto Maldonado, una torre alta desde la
cual se puede ver la ciudad entera y la selva maltratada. El mismo día que se inauguró –hace unos
años- dejó de funcionar el ascensor y aún hoy no lo reparan. La torre es un monumento a la improvisación y la desidia. El chófer que nos llevó al
aeropuerto nos cuenta que muchos de los extranjeros –chinos, coreanos y rusos-
se han ido de Maldonado (tal vez por la caída del precio del oro), que el
diputado que representa la región está en el negocio de venta de oro ilegal y
que por eso trataron de asesinarlo, que no importa en verdad comer pescado con
mercurio, que a él y a su familia también les encanta comer tapir, mono araña y
venado y que es muy fácil conseguirlos en el mercado. Yo, algo preocupado por el tapir de la otra noche, le pido
que por favor coma pollo.
Ya tenemos un viaje planeado para
el año que viene. El club de
viajeros irá en mayo a la selva en el norte, a la reserva Pacaya Samiria allí
donde no llega el internet. Iremos a pasar unos días navegando por el Amazonas,
persiguiendo toninas y manatíes, tomando gin tonic al atardecer, explorando la
selva, hablando boberías, brindando –algunos sin saberlo-
por el primo Teodoro.