La casa de Pandora; cuatro viñetas de una semana en las
Bahamas
Sobre la cima de Hibiscus Hill,
una pequeña colina de nombre elegante que se asoma al mar Caribe, allí donde Clarence Street se convierte en un estrecho
camino de tierra, casi al final de la trocha a mano izquierda, sobre un patio
de grama china –de esa grama bonita que pica-, escondida en la vegetación, rodeada de palmeras inmensas; hay una
casa blanca de madera plantation style, una casa muy blanca, una casa
encantada y encantadora donde cualquier cosa puede ocurrir. La casa tiene dos pisos, cada uno
con su terraza; unas escaleras anchas en la entrada principal que encandilan en
la mañana y que terminan muy cerca de una hamaca que cuelga ociosa y amable
entre dos cocoteros, un comedor
con mapas y cartas náuticas en las paredes, cuatro habitaciones con camas de
esas que están encerradas entre cortinas; suelo de madera oscura, listones
arrugados; en el segundo piso una sala con varios sofás (blancos también) y una
mesa repleta de libros; las paredes empapeladas de fotos, algunas en blanco y
negro, otras descoloridas, fotos de perros sonrientes, de niños en la playa, escenas
de polo, estampas de Lord Mountbatten joven posando con sus amigos en la India
(Churchill en cuclillas abajo a la izquierda) viviendo el último cuarto de hora
del agotado Imperio Británico.
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Vamos a celebrar el cumple de Mami!! |
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Al
llegar a la casa nos recibe, atareada, barriendo juiciosa la arena y haciendo
las camas, descalza, ajetreada y sonriente, la amable Pandora, la empleada de
los dueños de la casa que alquilamos.
“Pandora los acompañará todas los días excepto el domingo”, nos dice Claire,
la voluminosa ama de llaves “pueden pedirle lo que necesiten” nos dice con
acento inglés. Hemos llegado, estamos de nuevo en
Harbour Island en las Bahamas, esta vez para celebrar con risas, botuto,
champaña y sol, el cumpleaños de Vanessa. Estamos aquí en la casa de Pandora.
Benjamín y yo llevamos meses planeando el
cumpleaños de mami. No nos tomó
mucho tiempo decidir que nada mejor que una semana de playa – de buena playa-,
siete días de jugar en la arena y bañarnos en el mar, de perfeccionarnos en las
artes del hamaqueo, de brisa tropical, de celebrar, con las cholas puestas y
una copa de vino en la mano, que Vanessa es Vanessa. Desempolvé un viejo artículo de revista que alguna vez
recorté con la foto de una casa blanca que alquilaban en Harbour Island. Le escribí un correo al dueño y a los
dos días ya teníamos reservada toda la semana del 3 de diciembre. Benjamín y yo corrimos emocionados a
contarle a Vanessa (Benny gateando), sólo faltaba convocar a los invitados.
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La casa de Pandora |
1.
A esta isla no llegará jamás la plaga
Resulta que en el Caribe no se han borrado aún
algunos de los traumas de la llegada de los europeos hace quinientos años. En la psique profunda de las islas sigue
marcado el desembarco de aquellos barbudos con armas de fuego, caballos y perros, sigue en la memoria la
llegada inesperada de aquellos visitantes y con ellos la varicela, la viruela,
la sífilis y la gonorrea, las epidemias que acabaron –a fuerza de estornudos y
fornicación- con cuánto taíno se tropezaron. Esa es la única explicación que se me ocurre para la
regulación de las Bahamas que exige la vacuna de la fiebre amarilla para todos
aquellos turistas que vengan de zonas afectadas (léase cualquier país al sur
del Ecuador). Nosotros, que
vivimos en la asepsia del norte, jamás habíamos escuchado de tal
requisito. No habíamos escuchado
del requisito hasta que el viernes en la noche recibimos una llamada de Natacha
(algo alterada) desde Buenos Aires: “Tengo un temita. Estoy en el aeropuerto
lista para salir a Miami y me dicen que sin la vacuna de la fiebre amarilla no
voy a poder hacer la conexión a las Bahamas”. “Quéeeeee?” le pregunta Vanessa perpleja, “sí, a los
argentinos nos exigen la vacuna para ir a las Bahamas”. Nosotros, convencidos de que se trataba
de una confusión, le decimos que no se preocupe: “seguro en Miami te dicen que
no importa. Si te la vuelven a
pedir le dices que estás embarazada y ya”. A dormir.
El Sábado temprano nos despierta
un whatssup de Natacha que nos dice
aterrada “no me quieren dejar montar en el avión sin la vacuna de la fiebre
amarilla”. “Quéeeeee?” le
responde Vanessa. “Así es, voy a
tener que quedarme en Miami”.
Nuestros cerebros recién despiertos se ponen en sobremarcha buscando una
manera de hacer que Natacha, la buena amiga de Vanessa que vino desde Argentina
sólo para el cumpleaños, pueda acompañarnos. “No te preocupes” le decimos cuando todo parecía perdido,
“nosotros tenemos un certificado para tí”. Resulta, que en la bolsa mágica del gato Félix que es mi
cartera de viaje tenía yo un viejo certificado de fiebre amarilla (ya
amarillento) que tuve que sacarme hace años para uno de mis viajes a Africa. El certificado no tenía nombre pero sí
todos los sellos de rigor. Así, de
repente, Natacha pasó de ser un peligroso vector de contaminación a tener no
sólo la vacuna contra la mortal fiebre amarilla sino también las vacunas contra
el cólera, la difteria, el tétano y el resto del elenco de enfermedades del
sub-sahara africano.
Llegamos al aeropuerto, le
entregamos el certificado a Natacha y cruzamos los dedos, un montón de dedos
porque con Vanessa, Benjamín y yo estaban Nancy – la nana de Benny-, Luis y
Samuel, dos de los amigos que habíamos reclutado para las fiestas. La espera fue tensa. Luego de unos minutos
interminables nos llega un whatssup
de Natacha, de la innoculada Natacha, diciéndonos que ya tiene el pase de
abordar. Estamos felices, todos a
la puerta de embarque, prepárense en la isla que en apenas 40 minutos –es muy
corto el vuelo de Miami a North Eleuthera – llegará una nueva epidemia a las
Bahamas.
2. “On the dominions of the British Empire the
sun never sets”
Haciendo un poco de investigación descubrí que
la casa que alquilamos era de una tal India Hicks, una de las nietas de Lord
Mountbatten, el último Virrey de la India, el señor bien vestido cubierto de
condecoraciones que tantas veces ví fotografiado en las revistas Hola que me
prestaba mi niñera cuando era pequeño. Lord Mountbatten, el mismísimo Louis Francis Albert Victor Nicholas, primer Conde de Burma, el primo
segundo de Elizabeth II, bisnieto
de la reina Victoria, el flamante almirante de la armada inglesa, el que el
Ejército Republicano Irlandés asesinó una mañana en 1979 cuando paseaba plácidamente
con su nieto en su bote de pesca.
Su nieta, que se llama India por la India, se saturó en algún momento de
las necedades de la corte y se escapó hace ya casi veinte años a las Bahamas. Ahijada del Príncipe Carlos y dama de
honor del cortejo de Lady Diana, prefirió el sol del trópico a la llovizna
fastidiosa de Londres y decidió vivir (en pecado, sin casarse - para horror de
la casa real-) con un tal David Flint, una suerte de James Bond caribeño que
había decidido exilarse en Harbour Island unos años antes que ella. Se mudaron a la isla, tuvieron cuatro
hijos y adoptaron otro, y no volvieron a ponerse zapatos. Tienen cuatro casas, tres perros y una
pequeña tienda, Sugar Spice, que
queda muy cerca del puerto de Harbour Island. India y David decoran casas de
playa, restaurantes de playa, tienen una línea de cosméticos, modelan, están
inmersos en Island Living que es
difícil de definir pero que comienza y termina todos los días con una larga
caminata por la playa de arena rosada (3 millas de arena fina) que queda frente
a nuestra casa.
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Lord Mountbatten |
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Su nieta a la izquierda |
La Casa de Pandora queda a cincuenta metros de la de India. Sabemos todos del abolengo de
nuestra vecina, hemos escudriñado todas las fotos que empapelan la sala de la
casa, hemos leído todos los artículos que encontramos en internet, la hemos
visto a ella de 13 años en el balcón con Diana y Carlos saludando distraída,
sentimos el aura de la nobleza, somos paparazzis
en potencia, reporteros de Interviú.
La vemos pasar un par de veces con sus perros, nos saluda “Hi, how are
you guys” y se pierde en la playa.
“La viste?” le pregunto a Luis, “Cómo se ve?”, “es simpática?”, muchas
preguntas y pocas respuestas hasta que de repente el martes, poco después del mediodía,
una sirviente le entrega a Vanessa una tarjeta blanca emblasonada con el nombre
de India que lee: “You are invited
to have Birthday drinks at 6.45 pm”. La noticia corre como pólvora. Yo, que estoy abajo en la playa
asoleándome, me entero inmediatamente: “Estamos invitados esta noche a casa de
India” me dice Luis, “tengo que contarle a mi mamá”. Vamos a vivir Island Living, vamos a ser parte del cortejo
de Lady Di, ahora sí que tengo tema para escribir en el blog.
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Island Living (India hoy) |
Esa tarde la pasamos en la playa
descansando. Yo voy al pueblo en
nuestro carrito de golf a buscar ensalada de botuto (un caracol grande y
rosado) en un pequeño chiringuito que se llama Conch Queen. Conch Queen es de Richard, un nieto de
cubanos que con sus hijas y esposas (“I have four or five children” nos dice)
prepara ensaladas y conch fritters celestiales. Vamos todos los días a
visitarlo.
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Queen Conch - Reina del Botuto |
La tarde transcurre apacible entre hamacas y
juegos de raquetas de playa, cae el sol, es hora de subir a la casa. Nos preparamos todos, anteayer llegó
Roxana y hoy Patricio, nos acicalamos, nos vestimos con nuestras mejores
prendas, “Vanessa apúrate, debemos llegar puntuales porque ellos son ingleses”
le digo yo algo estresado. A las
6.53 estamos todos parados en la puerta de la casa de India, la puerta de
atrás, la de servicio. Nos recibe
David, su esposo que acaba de llegar de Europa, con una camisa de manga larga y
descalzo (David tiene un hongo rebelde en el dedo gordo de su pie
derecho). Entramos todos en
fila india a casa de India a través de la cocina hacia la sala principal. David nos ofrece un trago. Por un momento amaga con abrir una
botella de buen vino de Bordeaux pero termina abriendo una botella cualquiera. Luis y yo, atentos a la maniobra de
nuestro anfitrión, optamos mejor por un Gin Tonic que es además una bebida más a propos, más en sintonía con la colonia
inglesa
Pasamos a la sala donde nos esperan unos
amigos de ellos sentados. Nos
acomodamos todos a duras penas en unas pocas sillas (somos 7) y comenzamos a
hablar tonterías. De cerca la
nobleza es menos glamorosa de lo que uno se imagina. No es sólo el hongo de la uña de David, sino también la
exceso de plasticidad y cirugías plásticas de India, la arrogancia soterrada,
los comentarios banales, el perro salchicha que se hace pupú en la sala mientras
conversamos, es esa botella de vino de Bordeaux que está sin abrir en la
cocina. Nosotros tenemos una reservación para cenar en Aquapazza para
las 8 y tenemos que irnos. Hacemos
un brindis apurado por Vanessa, en mi vaso sólo queda hielo, y nos
despedimos. Nuestra vida de
aristócratas duró apenas unos 30 minutos, creo que todos nos sentimos
aliviados. “God Save the Queen”,
the Queen Conch, para que quede claro, adonde sin falta volveremos mañana al
mediodía.
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Sendero a la playa |
3.
Cuidado con el Coco
En Harbour Island sólo viven unas 1600 personas
y hay muy pocos carros, las calles no tienen tráfico, no hay edificios, hay
treinta licorerías, un sólo banco y un montón de iglesias. La gente va y viene con calma; igual
que Benny, aquí todo el mundo toma dos siestas. Al llegar a la isla uno cambia de ritmo, apenas aterriza el
avión uno desacelera como si nos hubiéramos tropezado con un policía
acostado. Es parte de Island Living, supongo, esa sensación de
calma y tranquilidad tropical.
Para uno, que vivió en Venezuela, es especialmente agradable la sentir
que no hay peligro, que podemos olvidarnos del Coco de la inseguridad. “Que
agradable sentirse así”, repetía yo con insistencia como para asegurarme de que
todos sintiéramos la misma paz interior, “qué diferencia con Naiguatá” haciendo
una comparación bastante boba. Aquí
en Harbour Island uno puede dejar las cosas en la playa, las sillas, el libro,
los lentes; tanto de día como de de noche basta con quitarle la llave al
carrito de golf, no hay que ponerle trancapedal, trabegas, alarma o amarrarlo
con una cadena a una palmera; poco a poco van desáctivandose los mecanismos de
defensa instintivos que tiene todo caraqueño, a las pocas horas ya uno no se
voltea para ver si te están siguiendo, el estado de alerta va desapareciendo, atrás
quedaron Carmen de Uria y Playa el Agua.
Así transcurrieron las primeras 36 horas de nuestras vacaciones. La segunda noche decidimos cocinar unos
meros frescos que compramos en el muelle, mero con hinojo que encontramos en la
nevera del pequeño supermercado de Captain Bob que queda en la parte alta del
pueblo (y que dice tener hasta 22 variedades de quesos). Luis tomó control de la cocina y Samuel
de la decoración. Al rato, a eso
de las 8.30, estábamos todos sentados en porche de la casa con una par de
botellas de buen vino felicitando a Luis por sus dones culinarios (y a Samuel
por lo acertado de los centros de mesa).
En la casa, a pocos metros de nosotros en el mismo piso, dormían Nancy y
Benny. La sobremesa
animada, nosotros entretenidos escuchando las historias de cuando Natacha y
Roxanna trabajaron en Playboy channel: las andanzas de Nino Dolce, el chef que
cocinaba desnudo; el paseo por Xochimilco el Día de Muuuuuuuueeeeeeertos, las
cuitas y apetitos de las concursantes, pero sobre todo la paciencia y
malabarismos de sus dos chaperonas.
De repente, en medio de la tertulia, se escucha un ruido fuerte y
cerca. Los venezolanos, que eramos
los más, nos miramos extrañados tratando de domesticar nuestro hipotálamo,
queriendo proteger el paraíso, recórdandonos que no estábamos en Higuerote ni
en Carenero, que un ruido a veces es sólo un ruido. “Eso fue un coco” dijo Luis con autoridad y todos asentimos
aliviados: “típico ruido de coco al caer” dijimos al unísono como si nos
hubiéramos criado todos en Choroní.
La sobremesa siguió, Natacha –que hizo el salto profesional de Playboy a
Nickelodeon- nos contó de sus experiencias con Dora la Exploradora y Bob
Esponja. Se hizo tarde, todos a
dormir.
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Los meros de esa noche antes del hinojo |
A la manaña siguiente nos dice Natacha algo
apenada: “tengo un temita”. Yo me
asusto pensando que se despertó con los primeros síntomas de fiebre amarilla
pero no, es otra cosa: “no consigo mi dinero”, nos dice preocupada. Al rato Roxanna y Samuel, igual que los
osos del cuento de ricitos de oro, dicen: “alguien también reviso mi cartera”. Nos miramos todos sorprendidos mientras
buscamos el dinero. En eso,
Natacha se da cuenta de que la ventana, la malla que la cubre, está rota; “entraron
a robar!” nos dice.
Resulta que el coco, ese coco inofensivo que interrumpió nuestra cena, luego de caer de la palmera se encaramó por
la pared y entró por la ventana del cuarto que está a 30 centímetros de donde
estábamos cenando. El coco revisó
las tres carteras, robó dinero y salió rodando por la puerta de la cocina. Todo muy rápido y con precisión
quirúrgica; sólo se llevó efectivo y sólo dólares (los pesos argentinos, como
para burlarse de la Kirchner, los dejó en la cartera de Natacha). Descubierto el crimen me fuí
veloz en mi carrito de golf a hacer la denuncia en la comisaría del
pueblo. Al poco rato estaba yo de
vuelta en la Casa de Pandora con la fuerza pública (que también se desplaza en
carritos de golf), un policía elegante que hacía apenas 15 días que había
llegado a la isla. Tres
horas de declaraciones, Natacha y Samuel contando todos los detalles mientras
el policía –sudando- los copiaba a mano con caligrafía palmer tropical. The
Mistery of Hibiscus Hill, se
hubiera llamado la novela si en vez de a Natacha o Roxana hubieramos invitado a Agatha Christie. Poco después llegó la otra unidad de
investigación, tres señores a levantar huellas en la escena del crimen, uno
trabajaba mientras los otros dos lo miraban listos para tomar la primera de las
dos siestas del día.
“Do not hold your breath” me dijo
sabiamente David el esposo de India cuando le conté del incidente, “mejor
hubiera sido capturarlos in fraganti y caerles a golpes” me dice molesto
mientras yo me imagino lo que hubiera sido la pelea entre ese Tyson isleño y
yo. Menos mal que no vimos al Coco, pienso yo sin decirle nada; si supiera que en mi familia –mi hermano y yo
y cinco generaciones para atrás por el lado de mi mamá, desde que se fueron todos de
Polonia- nadie se ha caído jamás a golpes. Mejor así,
nosotros no tenemos problema de ahora en adelante en escuchar al pequeño
venezolanito que tenemos por dentro y esconder la cartera cuando bajamos a la
playa. Nosotros conocemos bien a ese Coco.
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Abuelito y Benny |
4.
Cuanto mejor hubiera sido para Patricio, que también es argentino, si
la señora de American Airlines le hubiera pedido la vacuna contra la fiebre
amarilla
Es difícil descifrar eso que llaman la
“química” de pareja. Es difícil
saber, sobre todo al principio, si una relación amorosa tiene potencial o
no. Es por eso que la gente,
sedienta de respuestas, consulta horóscopos y cartas astrales.
Le preguntan a los amigos y lo hablan en la terapia. En qué se fija uno? Cuáles son las cosas que nos dicen que
somos el uno para el otro? Es verdad eso de la media naranja? Cómo se reconocen las almas gemelas? Cuál es el check list que debemos
rellenar? Tantas cosas a las que
prestarle atención, tantas preguntas difíciles. Si bien en el
amor hay pocas reglas, lo que sí quedó claro en Harbour Island, es que para
casarse no basta con hacer una buena dupla jugando raquetas de playa. Créanlo o no, hay parejas que logran
golpear la pelota hasta 167 veces seguidas, con estilo, en sintonía perfecta,
una danza fantástica de forehands y backhands, que no tienen ningún futuro
juntos. Eso aprendimos todos a las
48 horas de que llegó Patricio (su nombre verdaderos ha sido cambiado), la
pareja de Roxana. El desenlace
pudo haberse anticipado desde el comienzo cuando llegamos treinta minutos tarde
a buscarlo en el puerto, eso a pesar de que él traía la pimienta y el queso
parmesano que tan impacientemente esperábamos. La primera noche la pasarían en la Casa de Pandora, la
siguiente, cuando llegaban los padres de Vanessa, en un hotel poco agraciado
que se llama Ramera Inn o algo por el estilo. La verdad es que no es fácil incorporarse a un grupo ya
compenetrado, un grupo que lleva un par de días de viaje, que vivió la
incertidumbre de la fiebre amarilla de Natacha, que ha sido atracado y que –en
equipo- ha prestado declaración jurada a la policía, que comió ensalada de
Conch tomando cerveza Kalik un largo mediodía, que compartió champaña fría
sentados en la playa. Es, en
cierta manera, como llegar a un bachillerato nuevo en medio del año escolar.
Ocurrió lo inevitable; la gota que derramó el vaso fue una de Sambuca en
un lindo restaurante frente al mar donde fuimos todos a cenar la segunda
noche. Hace tiempo que el Sambuca,
si es que alguna vez lo fue, dejó de ser un arma de seducción. Nadie, ni el bigotudo más bigotudo, se
atreve a pedir un Sambuca al final de una cena frente a su novia. Nadie, ni el más galán de los galanes
siciliano, apostaría la noche a un vasito de Sambuca. Nadie, ni Trino Mora en
su mejor momento, terminaría una velada romántica masticando tres granitos de
café mojados. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Tarzán y Jane, Elizabeth
Taylor y Richard Burton, Jose Bardina y Lupita Ferrer, ninguna pareja hubiera
sobrevivido un sambucazo. Si alguna posibilidad de éxito tenía la
relación se desvaneció cuando la mesonera trajo
el fatídico vasito de licor a la mesa.
Esa noche al volver saltamos apurados de los carritos y
corrimos todos a la casa. Los
dejamos solos bajo las estrellas sobre la grama china. A lo lejos, desde la Casa de Pandora,
se les veía (sin la ayuda de las raquetas de playa) hablando entre los
cocoteros, se escuchaba el murmullo de la despedida. Mientras tanto nosotros en nuestra habitación, algo apenados,
pensamos cuanto mejor hubiera sido para él si la señora de American Airlines le hubiera pedido el certificado
de la fiebre amarilla.