Sean et moi |
Albert Camus -Noces a Tipasa
Los sabados por la mañana, casi todos, me
pongo mi camisa naranja de la seleccion de futbol de Holanda, mis pantalones de
safari y mis botas de hiking y salgo a reunirme con mis compañeros del club de
senderismo. Nos encontramos siempre a
las diez en la fuente de agua que queda al lado del edificio
blanco de la alcaldía sobre la pintoresca calle principal de Salisbury (un
pequeño pueblo neoingles que queda en la ingle de tres estados, en la intersección de Nueva York, Connecticut y Massachusetts). Joe, Lloyd, Zenia, el otro Joe, Susan, Milo,
Cynthia, todos van llegando puntuales y sonrientes con sus mochilas llenas de
golosinas sanas. Sean, el organizador
del grupo, nos hace firmar a todos un disclaimer que dice que nadie es
responsable si nos devora un oso, nos cornea un alce, nos quema un rayo o nos
chupa la sangre una garrapata malsana.
Yo soy la mascota del grupo, los mas jóvenes tienen algo mas de sesenta
años, los menos rozan los ochenta. Cada
sábado hacemos una nueva ruta, paseos por senderos cubiertos de pinos y decenas
de otros arboles, verde muy verde en verano, festivales de naranja y ocre en
otoño. Esta parte de Nueva Inglaterra es
un laberinto de caminos maravillosos que acompañan e interceptan el larguísimo
y venerable Appalachian Trail (una ruta que va de Georgia a Maine y toma unos seis
meses recorrer). Apenas iniciamos la
marcha comienza siempre una tertulia animada. Hablamos de libros, de los candidatos
presidenciales, de las ultimas noticias del pueblo, de los hambrientos venados
que acaban con las flores de Susan, de los suegros de Milo que tienen casi 100
años, de las carreras de caballo en Saratoga Springs, de los abuelos irlandeses
de Joe, de las frutas de la estación y del oso negro que con frecuencia visita
el patio trasero de la casa de Lloyd.
Nunca faltan, eso si, historias de viajes, recomendaciones de lugares
que visitar; Escocia, Patagonia, Islandia, el valle del rio Hudson, Mesa Verde
y algún rincón de Taiwan. Fue durante
una de esas conversaciones, hace unas semanas, que le comente a Sean sobre Le Petit Train du Nord, una ruta de
bicicleta en Canada sobre la que lei en un breve articulo de internet, uno mas
en una larga lista de futuros viajes (algunos imposibles) que actualizo
secretamente cada mes desde hace muchos años.
Le Petit Train du Nord es una
vieja linea de ferrocarril que une Saint Jerome (un suburbio gris de Montreal)
con el pequeño pueblo de Mont Laurier en las Laurentides, la cadena de montañas
mas vieja del planeta. Construido entre
1891 y 1909 por iniciativa del padre Francois-Xavier-Antoine Labelle, el pequeño
tren impulso primero la colonización agrícola del norte y luego el desarrollo
turístico de la region. El padre Labelle
propuso la expansion a los Altos Laurentides para contrarrestar la emigración masiva de
canadienses franceses a los Estados Unidos. Las condiciones de los primeros colonos fueron
muy duras, entre otras razones, por las malas condiciones para la agricultura. No fue sino a mediados del siglo XX que
floreció el turismo con la llegada de los afluentes montrealeses en busca de paz en los bosques, lagos y montañas
del norte. Casi cien años después, un 15
de noviembre de 1981, abrumada por la competencia desleal de las veloces
autopistas, la pequeña locomotora hizo su ultimo viaje. Quince años mas tarde, en 1996, la antigua
ruta de tren fue reconvertida en un camino para bicicletas y esquiadores, el mas largo
de Canada. Las viejas estaciones de tren
que salpican el camino son ahora puntos de descanso donde los ciclistas se
paran a comer un buen sandwich y rellenar sus cantimploras. Son 232 kilómetros de bosques y silencio, de
campos de flores y rocas cubiertas de líquenes, de lagos profundos y azules, un
hilo sinuoso que va enhebrando pueblos y pequeños caseríos donde todos
prefieren (o solo pueden) hablar francés.
Sean, mi co-hiker, me escucho con atención y esa misma tarde me envio un
correo sugiriendo que hiciéramos el viaje.
Una hora después ya habíamos elegido la fecha.
Partimos de Lakeville en su carro el
domingo 9 de agosto al mediodia. En mi
mochila poca ropa, dos barras de
chocolate y Noces, un libro de ensayos de Albert Camus que lei por primera
vez, de la mano de Guillermo Sucre, en 1988 y luego de nuevo a los pocos años en la playa cerca de Montpellier. Lo escogi como se escogen algunos libros; sin pensarlo mucho, tal vez porque es una edición pequeña y ligera o porque es en francés, tal vez fue la intuición de
correspondencias secretas entre el mediterraneo argelino y el bosque infinito
de la gigantesca provincia de Quebec. De resto, mi equipaje consiste en algo de ropa de bicicleta, un par de
licras, guantes, un traje de baño y un pomo inmenso de Desitin (crema para la irritación)
Luego de cinco horas de manejo y de
tertulia entretenida (y de prometerle al policia de la frontera canadiense que
no llevabamos con nosotros armas, chorizos, ni pepper spray) llegamos a Saint
Jerome, un suburbio industrial de poco mas de 70.000 habitantes en las afueras
de Montreal. Nos registramos en un poco agraciado Confort
Inn y salimos a cenar. Sean habia
encontrado una cerveceria artesanal no muy lejos, a unos veinte minutos
caminando de nuestro hotel. Quebec es un lugar extrano, una provincia que
sobrevive testaruda, impractica, incomoda pero orgullosa, entre tanto mundo
anglosajon. Quebec es memoria de una
Francia de antes, especie endemica (hermana grande de St Pierre y Miquelon),
eco de otras metropolis, de conquistadores conquistados, de otros acentos. Uno se
siente, al menos yo, seducido por el cambio de idioma, por la ortografia de los
letreros, por las maneras, la buena mesa y el ubicuo bistro.
Cenamos esa noche convencidos de que nos
preparabamos para un largo maraton y que por eso mereciamos una buena dosis de
carbohidratos. Nos sentamos a conversar
al aire libre a la luz de un maravilloso e interminable dia de verano, cada uno
con una cerveza, los dos rodeados de locales que
conversaban animadamente al ritmo del ir y venir de papas fritas y
mesoneros. Volvemos a nuestro hotel, veo
un poco de television para desempolvar mi frances y ganar el sueño. Mañana nos espera un largo día.
Nos despertamos temprano, nos embadurnamos
de Desitin -al menos yo- y nos presentamos puntuales a las 7 de la manana en
nuestros atuendos de ciclistas en la antigua estacion de tren de Saint Jerome a
pocos minutos de nuestro hotel. Alli,
Aline y su esposo nos registran, me asignan una bicicleta y nos suben junto con
un contingente de ciclistas a un pequeno autobus que nos llevara al comienzo de
la ruta en Mont Laurier a dos horas y media manejando. Les entregamos tambien
nuestros bolsos, cada tarde los dejan en las posadas donde nos quedaremos para
recogerlos de nuevo a la mañana siguiente.
Mont
Laurier es un pueblo de 4.000 habitantes fundado en 1886 que pareciera acabar
de despertarse de una larga siesta. Da la impresion de que fue apenas ayer que
descubrieron que el tren no vendria mas, que de repente Montreal les quedo lejos. Aletargado y malhumorado, el
pueblo se desparrama sin mucho angel en una cuadricula de calles con tiendas
-muchas cerradas- que vieron tiempos mejores.
Queremos comprar almuerzo y provisiones para el camino y no encontramos
donde. Hay, como en todo Quebec rural,
tiendas de alquiler de videos -Sean y yo nos vemos las caras sin poder
creerlo-, y uno que otro bar oscuro con luces de neon y los resultados de la
loteria. Hay una sola agencia de banco,
de donde saco algo de dinero, y dos bombas de gasolina donde finalmente hacemos
mercado. La gente en Mont Laurier ve a los ciclistas con extrañeza y desgano,
no entienden -ni pareciera interesarles entender- que hace aquí toda esa gente
con cascos de colores y ropa apretada. El
primer día es el mas corto, son solo 55 kilómetros desde Mont Laurier al
pequeño pueblo de Nominingue donde pasaremos la noche.
La ruta comienza en la antigua estacion de
tren, la estacion terminal o inicial dependiendo de donde se comience. Entramos al baño publico a llenar nuestras
botellas de agua y descubrimos que las paredes están empapeladas de afiches
ofreciendo ayuda a potenciales suicidas, un montón de avisos con números de teléfono
donde llamar y una lista de razones para no cortarse las venas. Es evidente que
no es tan entretenida la vida en Mont Laurier.
Nos hemos demorado un poco en salir, es el mediodía y hace calor. Comenzamos
a rodar y a los pocos minutos estamos a años luz de la civilización completamente
rodeados de verde, así sera por los próximos tres días.
"Au printemps, Tipasa est habitee par les
dieux" [En la primavera, Tipasa esta habitada por los dioses] nos
advierte el ateo Camus en la primera linea de su ensayo y yo, que estoy hipnotizado
por el paisaje, bañado de viento y sol, me alegro de descubrir que es aquí
adonde se mudan los dioses en el verano.
Sean, siempre a mi izquierda porque soy casi sordo de mi oído derecho,
me conversa animadamente sobre Canada y los canadienses (vivió muchos anos en
Toronto y su esposa es de Vancouver). Yo le hago preguntas, miles, y el responde
con anécdotas y opiniones, contándome del pasado y haciendo predicciones sobre
el futuro. El camino es un sendero muy
bien cuidado no muy ancho, a veces asfaltado, a veces de tierra. Los desniveles, huecos y fisuras están todos
marcados con pintura roja de aerosol para advertir a los ciclistas
distraídos. El camino comienza bordeando
campos y granjas, praderas con caballos y vacas que pastan indiferentes disfrutando
del verano. Luego de media hora mas o
menos nos adentramos en un bosque inmenso del que saldremos y volveremos a
entrar intermitentemente durante los próximos días. A nuestra izquierda comienzan a aparecer
lagos, pequeños algunos, otros mas grandes, con casas y cobertizos en sus orillas. Cada kilometro esta marcado con un pequeño
letrero de piedra o madera al borde del camino, el numero va decreciendo a
medida que avanzamos y se van cansando nuestras piernas. 200, 198...192, en el kilometro 175 nos
detenemos a comer en un pequeño refugio de madera. Hoy no es una almuerzo muy feliz. Solo tenemos lo que pudimos comprar en una bomba de gasolina poco coqueta atendida por un cajero
huraño que, como buen Montlauriano, parecía debatirse entre regañarnos y
suicidarse. En mi pequeña mochila tengo
un sandwich de salami color rosado Hello Kitty, una bolsa de nueces y mis dos
chocolates de rigor. Sean, que es
vegetariano, se compro un sandwich de quien sabe que.
Ademas de los hitos con los kilometros, hay
paneles a lo largo del camino que relatan la historia del ferrocarril y los
pueblos que conectaba. Las laminas explican la historia de quienes fundaron cada caserio (en su mayoria inmigrantes desesperados llegados de Europa), las
primeras industrias (madera, agricultura, carbon y hasta gusanos de seda) o el
por que del nombre de la calle principal pueblo, del rio que acabamos de vadear o de la
colina que queda a la distancia. Son todas
historias menores con fotos borrosas y descoloridas, historias de la vida
cotidiana, de auge y caida, de civilizacion contra la barbarie, testimonios
todos de como el teson, la constancia y las hachas afiladas (seguidas de las
motosierras) domaron la naturaleza. Al final, sin embargo, el curso se revierte. Al ver las fotos uno se da cuenta de la
manera sorprendente como, al igual que en gran parte del noreste de los Estados
Unidos, la naturaleza ha regresado. Lo
que hasta hace poco fueron kilometros y kilometros de campos desolados son de
nuevo bosques inmensos de pinos y abedules.
Hay pocas partes del planeta -Eslovenia tal vez- donde la naturaleza ha
reclamado de nuevo areas tan grandes en tan poco tiempo. El paisaje, sin embargo, no es el mismo. Muchos de los arboles centenarios que
encontraron los primeros colonos desaparecieron para siempre. Algunos por la tala indiscriminada, otros, como
el castaño
o el olmo americano, azotados por enfermedades e insectos llegados de otros
continentes. Los bosques de hoy son
jovenes, es verdad; pero aun asi, son majestuosos. En los Altos Laurentides cada vez quedan
menos vestigios de aquellas olas de inmigrantes industriosos, si acaso uno que
otro edificio viejo y los modestos paneles con fotografias al borde del camino. Decido hacer
un esfuerzo por no leer los paneles y sumergirme en el silencio, por alejarme
de la anécdota, del exceso de historia; opto, en lo posible, por una mirada algo mas
analfabeta, por ignorar el texto y el contexto para disfrutar del paisaje, del paisaje
y nada mas: "L'histoire n'explique ni l'univers naturel qui etait avant
elle, ni la beauté qui est au-dessus d'elle" [la historia no explica ni el
universo natural que la antecede ni la belleza que esta debajo de ella].
Retomamos
el sendero luego de nuestro frugal almuerzo, vamos sobre las bicicletas llenos
de energia, sonrientes. Nos faltan unos
25 kilometros hasta nuestro destino y lo mejor es que no hay ningun apuro. El sol es muy fuerte; hay algo de placer en
la incomodidad de tener que fruncir el ceño porque no tengo lentes, en la
sensación de quemadura sobre la piel (no uso protector solar), en la sed
constante que calmo cada tanto y el sudor que corre por la frente. Luego de una hora, Sean me recuerda que el
acostumbra a tomar siestas. Nos
detenemos. Dejamos las bicicletas al
borde del camino y nos acostamos bajo la sombra de unos abetos a leer y dormitar.
Nominingue
es un pueblo pequeno de 2.000 habitantes y 100 lagos al borde de la ruta del
ferrocarril. Muy cerca del sendero
encontramos nuestro hostal, el Auberge de L'ile de France, una pequeña casa de
dos pisos con banderas en la terraza y muchos comentarios en Tripadvisor. Nos reciben con amabilidad y nos dan la
llave de nuestras habitaciones: Paris dice la mia, Ciudad de Mexico la de
Sean. Resulta que en este hostal, a la
Epcot Center, la decoración de cada habitacion hace homenaje a una ciudad
distinta. Abro mi puerta y me tropiezo
con un mural inmenso de la torre Eiffel de noche; Sean, que esta del otro lado
del pasillo, dormirá sobre la pirámide del Sol en Teotihuacan. Se siente muy extraño. Con curiosidad salgo a ver los nombres de las
demás habitaciones. Shanghai (una larga
muralla me imagino), Venecia (alcanzo a ver la plaza San Marco desde la
puerta), Bali, Marrakesh y al final del corredor, para mi gran sorpresa, una
puerta que lee Abidjan!!
El escudo de Nominingue trata de transmitir,
con algo de ansiedad, todo lo que ofrece el pueblo. En un espacio pequeño, el estandarte combina
un lago, un campo de golf, una gaviota, montañas y una vela.
Como no juego golf ni hago velerismo decido
darme un chapuzón en el lago. La
empleada del hotel me dice que el balneario queda muy cerca, "máximo a 10
minutos caminando". Sean, que
prefiere tomar su segunda siesta, se retira a su aposento precolombino a soñar
con Quetzalcoatl. Yo, siempre inquieto,
me pongo el traje de baño y salgo camino al lago. Descubro muy pronto, a los 20 minutos, que la
gente de Nominingue no tiene noción de las distancias. Llegar a pie al lago toma en realidad mas de
una hora y nadie, creo que nadie en la historia del pueblo, ha ido caminando. Para llegar hay que atravesar un vecindario
de casas pequeñas -todas a la venta- y luego seguir por una carretera muy poco
transitada. No hay nadie a quien
preguntar por direcciones ni carros para pedir un aventon. Lo único que veo es una familia de pavos
salvajes inmensos, seis en total, que van picoteando la hierba poco preocupados
por mi presencia. Camino y camino, en la
mano el libro de Camus envuelto en una toalla, hasta que finalmente a lo lejos
veo el balneario. La entrada es modesta,
hay unos cuantos carros parqueados, una pequeña casa de madera y dos salvavidas
muy serios sentados en las alturas. Es
una tarde calurosa de verano. En la
franja de arena color ocre hay tres familias de nominguenses y una pareja de
amigos jugando frisbee. El agua es fría,
tranquila y muy poco profunda, se puede caminar doscientos metros o mas sin que
pase de la cintura. El lago, uno de
cien en el pueblo, es inmenso; me acuesto en el agua a mirar el cielo
despejado, casi no hay nubes, no hay turistas tampoco. En el fondo se escuchan las risas de los
niños que juegan distraídos, las conversaciones en francés de sus padres, el
murmullo de los abuelos que esperan sentados en la orilla. Cierro los ojos, me sumerjo,
floto en silencio, no tengo reloj, no se que hora es.
Esa noche comemos bien y tomamos una buena botella de vino
blanco de Quebec. Estamos cansados, no
son ni las 9 cuando nos despedimos, yo a mi Paris iluminado, Sean a su mítico Tenochtitlan.
Vista de Paris desde mi cama |
![]() |
El lago, a "diez minutos" del hostal |
El desayuno comienzan a servirlo a partir de
las 8 de la mañana, eso a pesar de que casi todos los huéspedes son ciclistas
impacientes por salir a rodar. No nos
queda sino esperar. A las 830, con omelettes en el estomago,
retomamos el camino que nos llevara a Mont Tremblant donde pasaremos la ultima
noche. A pesar de que es una ruta fácil,
hay muy pocas elevaciones, no hay tantos ciclistas recorriendo (sobre todo en
el tramo que va de Mont Laurier a Mont Tremblant). Cada media hora nos cruzamos con algún
viajero que nos saluda amablemente. La
frecuencia de los encuentros aumenta a medida que avanzamos, la ruta se
hace mucho mas turística al acercarnos a Mont Tremblant. Una de
las cosas que me agrada del paseo es que a lo largo de los 200 kilometros no
hay ningún lugar destacado que visitar, no hay ninguna catarata inmensa que
debamos ver, ningún acantilado celebre, ninguna catedral imponente, ningún
pueblo imposiblemente pintoresco, ningún campo de batalla, ningún monumento que
amerite una foto. Son 200 kilómetros de
paisajes parecidos, de ríos y lagos sin nombre, de verde y azul y mas verde, de
puentes medianos y túneles cortos, la sublimación de los términos medios. No nos asalta la angustia de llegar a ningún
lugar, de tener que ver aquella vista o aquel rincón, el destino es el camino mismo. Todos los folletos, websites y libros de la
ruta muestran fotos distintas que son muy parecidas. La monotonía, la dulce monotonía del camino,
es lo que lo hace especial. Almorzamos a
mitad de camino en la antigua estación de Labelle, en un pequeño restaurante
rodeados de ciclistas. Pedimos un par de
cervezas locales (estupendas!) y dos ensaladas, nos tomamos un buen descanso
antes de seguir. Es fácil adivinar que nos
acercamos a Mont Tremblant. Las casas
son mas grandes, hay mas vallas publicitarias, mas campos de golf, mas carros
deportivos, las montañas -mas altas que antes- están ahora rasguñadas por las
pistas de esquí. El camino sigue siendo
hermoso, vamos hipnotizados por el paisaje hasta que en una encrucijada,
llevamos unos 65 kilómetros de camino, nos tropezamos con el Auberge le Voyageur, nuestro pequeño
hotel. Esta vez decidimos salir juntos a
explorar el pueblo. Preguntamos -y
repreguntamos- la distancia al centro y nos prometieron que eran 10 minutos
caminando. Treinta y cinco minutos mas
tarde nos encontramos en la calle principal sentados en un restaurante cenando (bisonte
yo y Sean una ensalada) hablando animadamente sobre Roosevelt (Teddy y Frank),
sobre Venezuela (Hugo y Nicolas), sobre las elecciones (Donald y Hillary),
sobre nuestras maravillosas esposas (Vanessa y Katherine) y sobre nuestros
siete hijos queridos (cuatro el, tres yo).
Disfruto la compañía de Sean; escucho con atención las historias de los
viajes que ha hecho (de Washington a Lakeville en bicicleta, de Toronto a
Halifax, Buffalo a Albany por el olvidado Erie Canal, la costa de Irlanda
caminando, el Camino a Santiago......), me gusta el ritmo de sus viajes, su
sentido del humor. Decidimos acostarnos
temprano, el ultimo día es el mas largo (90 kilómetros) y nuestras esposas nos esperan en Montreal.
Siesta |
Gran parte del ultimo dia es al borde del
rio, un rio bastante ancho que fluye perezoso en nuestra misma direccion. El camino asfaltado se convierte por unas
decenas de kilometros en un camino de grava.
Al comienzo hay una leve pendiente que lo hace mas duro, una pendiente
que luego se convierte en una entretenida bajada en los kilometros
finales. Toma unos dias entrar en
sintonia con el paisaje, con el ritmo del dia y de los pedales, con la rutina,
con los caprichos del acido lactico, con el viento y la neblina temprano en la
manana. Se trata del instante, del trillado "aquí y ahora", de lo fugaz, de la relevancia de lo irrelevante, del kilometro en que estamos, no del final cuando aun no hemos partido o del
comienzo cuando ya llegamos, se trata de reencarnar en nosotros mismos. "Car s'il y a un péché contre la vie, ce
n'est peut-etre pas tant d'en désespérer que d'espérer une autre vie, et se
dérober a l'implacable grandeur de celle ci" [Si hay algún pecado contra
la vida no es tal vez el desesperarse sino el esperar por otra vida robándole a
esta su implacable grandeza].
Nos quedan apenas unas cuantas horas de camino. Mientras tanto, otro
puente, otro riachuelo, el olor a pino, sudor en la frente, otro puente, sol y viento, estamos tan
cerca de Montreal y a la vez tan lejos.