
Hace poco que el Congreso del Perú,
en un derroche de consenso patriótico con tan sólo nueve abstenciones, bautizó
el vasto cielo peruano; asi es, sancionó una ley (de esas de verdad verdad,
debatida en el hemiciclo, con sellos y gaceta, firmada y refrendada por el mismísimo Presidente Humala dándole el nombre de Quiñones a todo el espacio aéreo del país (
http://www.larepublica.pe/22-05-2014/ollanta-humala-promulgo-ley-que-declara-el-espacio-aereo-como-cielo-de-quinones). El cielo y las nubes (y
todos los pajaritos) son ahora una estatua en honor al valiente piloto que
murió en una de las guerras recurrentes, que como la fiebre de la malaria, cada
tanto tiene Perú con Ecuador. Así las cosas, desde la ventana del
terminal del aeropuerto admirábamos nosotros seis el Quiñones azul y despejado de viernes al mediodía mientras
esperábamos para salir a Arequipa por el fin de semana. Los Quiroga-Rabines y los
Grunberg-Perez, padres, madres y sendos vástagos (Bernardo y Benjamín),
contando los minutos para que comience nuestro viaje. El plan era pasar la noche en Arequipa y luego visitar por
dos noches el Cañon del Colca, el segundo más profundo del planeta luego del de
Cotahuasi (también en Peru}. Absortos con el azul
del Quiñones no nos imaginábamos en ese momento la aventura que nos esperaba en
el remoto Cañon.
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Arequipa by night |
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Santa Catalina |
Arequipa, la “Ciudad Blanca", la “Roma
de America”, fue fundada en 1540 y hoy es la segunda ciudad más grande del
Perú. Con un casco histórico
conservado, a pesar de los terremotos, Arequipa mantiene el semblante colonial
que otras ciudades perdieron.
Calles empedradas, anticuarios, monasterios –el de Santa Catalina,
maravilloso, protagonista de uno de los capítulos más pimentosos de Peregrinaciones
de una Paria de Flora Tristán-, casas coloniales de nobles y conquistadores
(hoy restaurantes y tiendas) y una plaza elegante con su Catedral y todo. Una trama de callejones y bocacalles entretejidas con hileras de balcones, todo limpio e
iluminado. Todos los arequipeños
paseando como nosotros por la ciudad vieja el viernes en la noche; Bernardo feliz lanzando coheticos
caseros con una liga, Benjamín en su coche dándonos un discurso en su adorable
idioma, una mezcla de yiddish y quechua, elocuente pero incomprensible. Esa noche cenamos en Chicha, fabuloso
restaurante de nuestro amigo el bueno de Patricio, un festín de camarón de río
en todas sus formas: colitas y tenazas, en chupe, a la parrilla, ceviche,
risotto… No muy tarde volvimos a
nuestro hotel, el Libertador, una vieja casona de mediados del siglo pasado
bien cuidada y amablemente atendida.
La mañana siguiente, los días de Benjamín comienzan puntuales a las seis
a.m., salimos emocionados a explorar los jardines del hotel donde vive una
legendaria tortuga con una papada inmensa y toda la flojera del mundo. “Todos los arequipeños” me dice Pablo mi amigo,
“tienen una foto encima de la tortuga”, “todos conocen a Juana”. La de la tortuga
es una historia algo conmovedora debo admitir; bajo el caparazón de normalidad hay una historia personal
que muy pocos de los arequipeños conocen; nadie sabe su edad “120 o 135” me dice
el jardinero, nadie sabe quién ni cuando llego ni cómo o por qué se
quedó. A estas alturas Juana es
parte del hotel (de seguro es parte del fideicomiso en garantía a favor del
BBVA y el Banco del Crédito del Peru que aparece precavidamente anunciado en
una placa en la puerta del hotel).
Me dice el jardinero, aquí me revelan el drama de la vida de la tortuga,
que hace poco un veterinario descubrió que Juana, la inmemorial Juana, es en
realidad Juan, que la doña es en realidad un don, que el pobre ha vivido al
menos 100 años de confusión de genero. Todos
los arequipeños desde el siglo pasado se han tomado daguerrotipos, polaroids y ahora selfies con el Iphone sobre
el noble animal, todos esos niños sentados sobre el quelonio diciéndole “arre
Juanita, arre” y el pobre Juan catatónico mirando el pedazo de lechuga que
tiene enfrente. Me acerco con Benjamín y lo saludamos,
Benny lo toca y le dice “tai, tai”, Juan mueve el cuello a paso glacial y nos
mira sin apuro ni aspaviento, nos mira con cara de macho, seguro de sí mismo, Juan sabe que le quedan al menos otros cien años para aclarar la confusión.

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Juan, no Juana |
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Talia y Bernardo |
Vanessa
sale de nuestra habitación y se tropieza con Humala y Nadine que están en la
habitación de al lado, puerta con puerta.
Vanessa lo ve y le parece conocido, “algún amigo de Daniel” piensa y
sigue caminando en su enternecedora distracción. Al rato se da cuenta de que es el Presidente de Perú (el
mismísimo que firmo la ley de Quiñones) y nos cuenta emocionada, salimos Pablo
y yo –incrédulos pero con alma de paparazzis- a buscarlo, a ver si Vanessa
tiene razón. Y así es, la pareja
presidencial comparte el hotel con nosotros, sin guardaespaldas ni caravanas,
sin el séquito incómodo del poder, los Humala, que copiones son, salen para el
Colca también esa misma mañana.
Después del desayuno nos recoge Hector
en una camioneta grande para manejarnos a las Casitas del Colca cerca del
pueblo de Chivay, un hotel de 20 habitaciones con tres llamas y un estanque
lleno de truchas que hasta hace poco perteneció a Orient Express. El viaje toma tres horas por una
carretera de curvas que cruza la cordillera. Yo había ido hace unos años con mi sobrino pero le había
prestado poca atención a la altura, sólo me quedaba el recuerdo del páramo infinito
y las vicuñas comiendo apacibles al borde de la carretera. Salimos de la ciudad de Arequipa y
comenzamos a ascender, pasamos Yura con su cementera empolvada y seguimos
subiendo, más alto, más alto, cada vez más alto, y el aire enrareciéndose. Nos detenemos por unos minutos para ir
al baño y vuelve Vanessa (que esta embarazada) con el semblante distinto, pareciera como si hubiera estado en el campamento base
del Annapurna: “es alto” comenta con la respiración acelerada. Seguimos subiendo y yo haciendo memoria, tratando de recordarme qué tan
alto se llega. Benjamín duerme en mis brazos desde que salimos
de Arequipa, duerme tranquilo hasta que casi llegando a los 5 mil metros se
despierta, se pone pálido y comienza a vomitar. El pobre Benjamín, Benjamín de la costa, ciudadano de Lima y
Nueva York al borde del mar, no está acostumbrado a la altura. Tiene los labios morados y la mirada
apagada, comienza a sollozar. Le pedimos a Hector que acelere para
comenzar a bajar, al poco rato llegamos al punto más alto desde donde comienza
una bajada empinada a Chivay a 3,600 metros. Los labios de Benny vuelven a su color original, sonríe,
nosotros respiramos aliviados. El hotel queda al borde del cañon por el
que corre el río Colca a unos 15 minutos de Chivay pasando un caserío que se
llama Yanque. Llegamos al
hotel, bajamos nuestras maletas y nos instalamos cada familia en una
casita. Cada cabaña tiene
una piscina de agua caliente en la terraza, un baño inmenso con una ducha al
aire libre, una chimenea y una cama tamaño king bajo un candelabro
señorial. Es un lugar de lujo
campestre, de jardinería impecable –incluyendo un huerto de vegetales y
hortalizas (cebollas, remolacha, huacatay, apio y cilantro) que se consumen en
el hotel-, hay eucaliptus perfumados, hay un spa donde nos hacemos un masaje
con piedras de río, hay tres llamas simpáticas que toman leche de biberón, hay
un perro peludo que se llama Manchas y un estanque con truchas mansas que no se
dejan pescar. Ese día
almorzamos con calma, nos movemos lento, paseamos por el hotel sin sobresaltos,
subimos y bajamos las escaleras sin cambios bruscos de velocidad. Benny está contento, quiere recoger
palitos y correr por la grama, quiere abrazar a Bernardo. Dormimos relativamente bien, con
algo de insomnio por la altura, pendientes de Benny que da vueltas en la
cama. Se despierta temprano y lo
saco a jugar. Es un día hermoso,
el Quiñones con apenas una que otra nube, hace un poquito de frío y se escuchan
cientos de pájaros cantar.
Llevo la cámara conmigo para aprovechar la luz maravillosa de esa hora
en la que la mayoría de los huespedes todavía duermen. Benny corre feliz haciendo declamaciones en su lengua
privada, se distrae con una pareja de patos, explora el jardín mientras yo lo
persigo con la cámara, el sol se le enreda en los bucles y yo empeñado en
atrapar el momento; corre el
principito y su papá tras él.





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Casi pescan |



Luego del desayuno Benny
toma una siesta temprana y Pablo y yo aprovechamos para hacer una excursión al
río. Bajamos entre la maleza por
una vieja trocha que nos lleva al lecho del Colca. Es una caminata fácil y entretenida, vamos hablando de todo
un poco, temas trascendentales y boberías, hay que adivinar el camino, vamos
pisando las piedras con cuidado, saltando riachuelos, esquivando huecos. Cuando llegamos al río comienza a
llover y decidimos regresar.
Entramos al cuarto y, para nuestra sorpresa, encontramos a Benny
vomitando y temblando, pálido de nuevo, con fiebre y aletargado. Preocupado subo a la recepción
del hotel y pido que llamen a un médico.
“Señor”, me dicen, “sólo tenemos el teléfono del doctor Gonzalo y no
atiende, debe estar en algún pueblo o en la iglesia”. Es domingo de Semana Santa y nadie sabe dónde conseguir
ayuda. No quiero pasar la noche en
el hotel con Benny enfermo y me preocupa tener que manejar tres horas a
Arequipa y pasar de nuevo por el abra a casi 5.000 metros de altura sin
oxígeno. Pregunto si tienen el
número de una ambulancia y me miran desconcertados como si les hubiera pedido
por un transbordador espacial.
Llamo a tres clínicas en Arequipa y me responden que no me pueden
ayudar, sólo una tiene una ambulancia pero está en el partido de fútbol y no la
pueden enviar: “Si no hay ningún jugador lesionado tal vez se la podemos mandar
a las 9 de la noche” me responde la señorita. Se me ocurre que llegó el momento de llamar a la
embajada de los Estados Unidos a pedir ayuda. Benny, Vanessa y yo somos orgullosos ciudadanos americanos y
en este tipo de emergencias es cuando la patria responde. Acabamos de ver todos la película
Captain Phillips y esto es mucho más sencillo. Además, es abril y yo acabo de pagar puntualmente mis
impuestos, pueden usar el mismo dinero que acabo de darles para enviarnos ayuda,
estoy seguro que no tardará en llegar un contingente por aire, por mar o por
tierra con la canción de God Bless America de fondo, me ofrecerán enviar el portaviones
Nimitz por el río Colca y yo les diré con mi inglés impecable que no hace
falta, que basta con una modesta ambulancia. Busco en internet el teléfono de emergencias del consulado y
llamo. Me atiende una contestadora
pidiéndome que confirme que se trata de una verdadera emergencia. Marco 1 y me atiende una señora peruana
que me pide el nombre. Al rato me
transfiere y me atiende el teléfono un señor amable, Christopher me dice que se
llama, a quien le explico la situación.
Angustiado le pido que por favor me ayude a conseguir un médico o una
ambulancia. Christopher me escucha
y me responde así: “yo soy el oficial americano de guardia durante Semana Santa
pero trabajo en USAID en temas ambientales. Tuvo usted mucha suerte que cayó la llamada porque estoy en
un lugar con mala recepción y el teléfono que tengo ni siquiera es un smartphone.” “Señor Grunberg” me dice sin rodeos
“quiero manejar sus expectativas.
Lamentablemente no hay nada que pueda hacer por usted, aún si fuera de
vida o muerte (que así se lo describí) no hay nada que la embajada pueda hacer.
No estamos preparados para casos como este. Lo más que puedo hacer es enviar un email a otro
departamento que tomaría dos días hábiles en responderse lo cual, en su
situación, seria de muy poca ayuda.
Abajo en mi carro tengo una carpeta donde tal vez hay el número de
teléfono de una clínica en Arequipa.
Quiere que baje a buscarlo?” Le dí las gracias educadamente a Christopher y colgué. Pedí un carro para ir al pueblo a buscar un médico. En el camino a Chivay, por no dejar,
llamé a Global Assist de American Express. Me vino a la memoria la propaganda que alguna vez ví en la
televisión donde un
tarjetahabiente tiene un accidente
y una atenta operadora resuelve todos sus problemas como si fuera Hechizada, la
maravillosa mama de Tabata.
En la propaganda la operadora (una rubia de ojos azules con acento
bostoniano) le consigue al angustiado tarjetahabiente en cuestión de segundos
un médico, un abogado, un fisioterapeuta, y le hace llegar un ramo de flores. Marco el número de teléfono y me
atiende una señora en Pakistán a quien le explico lo que pasa. Me pregunta donde estoy, que por favor
le deletree Chivay. Casi
automáticamente comienzo: “C as in Charlie, H as in Honolulu, I as in India, V
as in Victor…..” cuando me
pide que deletree Cañon del Colca caigo en cuenta de lo inútil de la llamada y
me despido, la operadora preocupada me pide que anote el case number. Me doy cuenta que estamos sólos
en el páramo y que tengo que apelar a las habilidades aprendidas en Venezuela. Llegó a
la Posta de Chivay (que así le dicen al dispensario médico) y entro a la sala
de emergencias donde hay un doctor suturando el dedo de un campesino. Sin esperar que le de de alta al
campesino, le explico sobre Benny y le pido ayuda. Walter, que así se llama el amable doctor, ofrece
acompañarme al hotel. Me cuenta
que hay una ambulancia en el pueblo y le pido que la llame. A los pocos minutos llega una camioneta
blanca con una antena inmensa y Panchito al volante, un señor de un metro cuarenta y cinco de altura con los dos
dientes de adelante bañados en oro.
A nuestro contingente se suman dos enfermeras adiposas y simpáticas,
llevamos una bombona de oxígeno –la única de la Posta- y una mascarilla que me
cuesta 30 soles. Panchito va raudo
carretera abajo con la sirena a toda voz.
En el camino nos cruzamos con el carro del Presidente Humala que vuelve
a Arequipa. Panchito, Walter y las
enfermeras se lamentan de ir apurados, hubieran querido hablarle para pedirle
insumos para el hospital. Ya
en el hotel, el Dr. Walter ausculta a Benny y nos da su opinión: “no es mal de
altura, es una infección viral o bacteriana porque tiene fiebre”. Igual le pedimos que nos acompañe con
la ambulancia a Arequipa, no queremos tomar el riesgo de pasar otra noche en
Chivay y no queremos hacer el cruce sin oxígeno. Les pregunto cuánto cuesta hacer el viaje y les pago en el
instante. Vanessa, que aún no ha
visto la ambulancia, se la imagina parecida al Air Force One. Cuando le abren la puerta trasera para que entre con Benny se
da cuenta que no es de última generación; la ambulancia está vacía, en la parte
de atrás hay sólo una camilla y la bombona de oxígeno. Montamos a Benny en su coche y lo
subimos, Vanessa se sienta a su lado en una silla incómoda al lado del doctor,
tiene que agarrar ella el coche de Benny por las próximas tres horas para que
no se mueva. Panchito, el de la
sonrisa refulgente, se sienta al volante y me promete que manejará con
cuidado. Talia irá de
copiloto. Pablo, Bernardo y yo en
otro carro detrás de ellos. Salimos
apurados, pasamos Chivay (“C
as in Charlie, H as in Honolulu…..”) y comenzamos
a subir. A medida que nos
aproximamos al pase empieza a nevar, el Quiñones está encapotado. Nosotros siguiendo la ambulancia en
medio de la nieve y ellos delante bamboleándose en las curvas mientras Talia va limpiando el parabrisas empañado. Panchito, el Fitipaldi de los Andes, va sorteando el
camino animado por los rezos de Talia y Vanessa. Benny duerme.
No hay señal de celular en el camino así que Pablo y yo sólo podemos
imaginarnos lo que acontece en la ambulancia. Oswaldo, nuestro chofer, se queja de que Panchito va
lento. De vez en cuando
escuchamos la sirena y lo vemos a lo lejos sobrepasando otros carros entre la
neblina y el granizo. Bernardito
duerme, esta vez no vemos ni una sola vicuña.
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La ambulancia de Panchito |
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Panchito listo para la travesia |
Finalmente llegamos a
Arequipa donde nos espera Patricio para llevarnos a la clínica donde confirman
el diagnóstico de Walter: un virus sin nombre. Todos de vuelta al hotel donde, como era de esperarse, nos
encontramos de nuevo a Humala.
A la mañana siguiente Benjamín se despierta temprano, como se siente mejor salimos a visitar al tortugo Juan que nos espera sentado donde siempre hipnotizado con su
lechuga. Benny sonríe en el parque y yo feliz viéndolo mejor de ánimo. Desayunamos y partimos al aeropuerto
para tomar nuestro vuelo a la Lima litoral donde se respira mejor. “No me parece que era un viaje como
para Benny y yo embarazada. No hay que inventar”
me dice Vanessa con calma cuando aterrizamos; yo, aliviado ya, sonrío como Panchito -el chofer de la ambulancia-y le doy la
razón.