Vanessa y
las Bahamas se parecen un montón: las dos cumplen cuarenta años en el 2013, las Bahamas son un poquito más adultas
porque cumplen en julio y Vanessa en diciembre; las dos son caribeñas y
calientes –quise decir cálidas- y hermosas; las dos son desenfadadas, amigables,
en las Bahamas no le piden visa a nadie y Vanessa siempre está feliz de recibir
amistades (las suyas, las mías y
las de nosotros); Vanessa y las Bahamas están convencidas de que todo siempre
saldrá bien, en las dos las lluvias son siempre cortas y pasajeras, ven el ojo
y no las cejas despeinadas del huracán; Vanessa y las Bahamas viven en el lado
brillante de la vida, les basta a las dos con una playa calmada y transparente
de agua templada, teñida de azules y verdes; Vanessa y las Bahamas se
despiertan tarde, siempre con una
sonrisa y con ganas de abrazar; las dos, mi esposa y las islas, son un refugio
donde se le hace difícil entrar al mal humor, donde se rinden las más viejas y tercas ansiedades; en
las Bahamas y con Vanessa, la vida es sencilla, el presente es simpático, dicharachero y bonachón. Bahamas y Vanessa, las dos, tienen el
escurridizo don de la felicidad.
Llegamos a North Eleuthera un lunes al mediodía en un pequeño avión
luego de un corto vuelo. Viajamos los dos solos, tres noches apenas, el
apuesto Benjamín se quedó en Miami
muy contento con Nancy, su tía abuela, sus abuelos y la fiel Cleo. El aeropuerto de North Eleuthera es una
casita muy modesta al final de una
pista. No hay una torre de control
alta ni grandes antenas, un sólo camión de bomberos algo viejo y oxidado, una
sala de inmigración muy pequeña con dos oficiales que parecen acabar de
despertarse de una larga siesta. Bahamas
es un archipiélago de unas 700 islas y trescientos cincuenta mil habitantes en
su mayoría descendientes de esclavos. Eleuthera, una isla larga y estrecha con
forma de croissant, es la tercera más grande del país y, afortunadamente, una
de las menos desarrolladas. No hay
grandes hoteles como el Atlantis, no recibe cruceros, no tiene casinos, a pesar
de su cercanía a los Estados Unidos ha pasado más o menos desapercibida. En Eleuthera viven sólo 8.000 personas.
Cumplidos los
trámites migratorios estamos listos para ir a nuestro hotel, Coral Sands en
Harbour Island, otra isla muy pequeña a cinco minutos en taxi y otros cinco en bote. El mar es azul y verde y
tornasol, el clima perfecto y los
bahameños son inmunes al stress. En
el muelle donde llegamos alquilamos un carro de Golf y nos aventuramos –Vanessa
al volante- isla adentro.
Harbour island es pequeña,
3 millas y media de ancho por una y media de largo; uno de los lados da
a la bahía y la marina y el otro, el más bonito, a una playa paradisíaca de
tres millas de arena rosada muy fina donde esta nuestro hotel. Entre el muelle y la playa hay un
pequeño pueblo con unas cuantas tiendas poco surtidas, infinitas iglesias y
otras tantas licorerías. Las
calles están mal asfaltadas y se maneja como en Inglaterra a pesar de que el
volante está a la izquierda. Hay
poco tráfico, en su mayoría carros de golf y muchos gallos y gallinas que
cruzan la calle despreocupados.
Nuestro hotel queda frente al mar.
Dejamos las maletas y salimos a la playa. Vanessa, que conoce bien la isla, me lleva de la mano a
recorrerla descalzos, me cuenta
que a veces pasan caballos al borde del mar. La arena, yo sé que lo dije antes, es finísima (parece
harina pan), el agua es de una temperatura perfecta, hay poco oleaje y sólo
unos cuantos turistas, un puñado de europeos y unos cuantos americanos aprovechando
(como nosotros) el fin de semana del 4 de julio. Al borde de la playa, medio escondidas tras la vegetación
(la isla es muy verde) hay una hilera de casas espectaculares de extranjeros de
buen gusto aficionados al horizonte y el sonido del mar. No hay mucho que hacer en la isla
y de eso se trata. Hay algunos buenos
restaurantes; Vanessa me lleva a tres: Landings, Rock House y Aquapazza. La comida es deliciosa - la compañía
aún mejor- , cenamos sin apuro, hablamos de cosas serias pero sobre todo de
tonterías, hablamos de Benjamín, de sus ojos, de lo que será cuando sea grande y de cómo se babea, tomamos vino y comemos cangrejo. Dormimos largo, leemos, paseamos y
volvemos a pasear por la playa rosada, salimos a tomar fotos, exploramos la
isla buscando casas para alquilar.
Para almorzar descubrimos un tarantín pintoresco al borde de la bahía, Conch Queen se
llama, y está atendido por Richard y sus dos hijas. Como todo en las Bahamas, uno debe ir con mucha
paciencia. Se trata de sentarse en
la barra con un par de cervezas Kalik a cultivar el hambre mientras vemos como
preparan –con mucha calma- la deliciosa ensalada de Conch (Botuto en
Venezuela), un caracol inmenso de concha rosada que forma parte de todos los
platos de la isla. Grandes
montañas de conchas vacías son testimonio del apetito voraz de turistas y
locales. El abuelo de Richard, nos
cuenta, vino de Cuba hace muchos años y se quedó. Sus dos hijas, botuto en mano, sonríen concentradas en la
ensalada que nos preparan. Insisten
en que les dejemos echarle algo de picante, nosotros –nuestro juicio nublado
por las Kalilk- aceptamos sin mucha resistencia. Nos encanta pasar horas en la barra de la Reina del
Botuto.
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La reina del botuto |
Toca regresar (extrañamos a Benny). Empacamos en la mañana, nos zambullimos una última vez en el
mar, nos limpiamos la arena, montamos nuestra pequeña maleta en la parte de
atrás del carrito de golf y partimos –a toda velocidad- al muelle a tomar el bote para el
aeropuerto. Al poco rato me volteo
y descubro que nuestra maleta no está, se nos ha caído en alguna curva, en
alguna de las calles del pueblo.
Volvemos al hotel a ver si esta allí, Vanessa le explica a la empleada
del front desk lo que nos acontece (una isleña morena y adiposa) y ella
responde –sin mucho sobresalto- “Oh Lord”. Decidimos recorrer calle por calle buscando la maleta,
vamos haciendo el recorrido hasta
que en una esquina sobre un mueble
alto en el porche de la casa de una señora –justo donde hice una osada maniobra
con el carrito- está la maleta tostandose al sol. La amable señora esperando a ver quienes eran los padres de
aquella criatura. Ahora sí podemos
ir al muelle.
Estamos felices porque hemos decidido volver para el cumpleaños de Vanessa. Ya escogimos la casa que alquilaremos,
una casa blanca maravillosa justo frente al mar, donde celebraremos durante
toda una semana el cuarenta aniversario de las Bahamas y de Vanessa. Qué fácil es enamorarse de ellas dos.