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Ying Yang en Brasil |
Ser nacional de un país,
escuchamos siempre, conlleva derechos y deberes. Consciente de mis obligaciones, y
fresca aún la tinta de mi primer pasaporte holandés, decidí asumir el deber patriótico de
vestirme de naranja e ir a gritar por mi equipo en el primer juego del mundial
contra España en Salvador, Brasil.
No fue una decisión fácil; pasé largas noches en vilo recitando en mi
mente (en holandés) el texto del juramento en la embajada y la lealtad que prometí bajo la mirada aprobadora de la pareja real en la fotografía
que colgaba detrás del cónsul (angustiado yo por lo que habrán sido las noches en blanco de la reina
Máxima rezando para que a Holanda no le toque jugar contra Argentina). Una responsabilidad ciudadana ineludible, un acto de
solidaridad con mis compatriotas, con la sangre flamenca que corre por nuestras
venas desde hace infinitas generaciones, con los molinos y el arenque, con mis
antepasados que con ahínco y determinación le ganaron terreno al mar, con las
memorias indelebles de los 8 o 9 días que he pasado en Holanda desde que nací (no incluyo los días que he pasado en
Aruba porque creo que no cuentan). Convencido
de mi obligación, llamé a mi primo José –todo un Walg como yo- y compramos nuestros pasajes para ir a
Brasil. Yo me encargaría de las entradas, José se comprometió a
comprar las dos camisas naranja en Macaracuay.
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Dutch Power |
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Que me estaran diciendo? |
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Dice Sneijder pero creían que era Robben |
Nos encontramos en Colombia un
jueves, el mismo día de la inauguración del Mundial, al final de un largo día de trabajo. Nuestra ruta era Bogotá- Rio de Janeiro-Salvador. El Mundial, igual pasó en
Suráfrica, comienza en el avión en el vuelo de ida. Son hileras de gente con la camiseta de los distintos países arropados en las banderas impacientes por llegar. Todo el mundo, incluyendo los pilotos y las aeromozas, de
fiesta, contentos, pendientes de los resultados y de las quinielas que acabaron
de llenar. A mi lado se sentó un
Washingtoniano obsesionado con Team USA (y con Hope Solo, la portera de la
selección femenina), me explica en detalle los defectos y las virtudes de cada
jugador, me hace leer un artículo de ESPN sobre el equipo americano, se queja
de la ausencia de Donovan. Me
coloco los audífonos y finalmente me deja dormir. Llegamos a Río temprano en la mañana. Tenemos cuatro horas en el aeropuerto así que decidimos cambiar dinero y
comer nuestros primeros “Pan de
Queijo”, gloriosos buñuelos brasileros que animarán nuestros desayunos por los
próximos cinco días. En la
sala de espera de nuestro vuelo a Salvador comienzan a concentrarse las hordas
de holandeses y holandesas
vestidos de naranja chillón, nosotros seguimos de incógnito porque nuestras
camisetas están todavía en la
maleta. A nuestros compatriotas se le suman huestes de
españoles trasnochados, confiados en el poder de la marea roja. Aterrizamos en Salvador cuatro
horas antes del juego. Nos cuesta llegar al hotel, no
hay taxis y nuestro portugues es precario, dejamos nuestras maletas, nos
ennaranjamos (las camisas de Macaracuay son tan buenas que parecen hechas en
Maastricht) y salimos al
estadio. Compartimos taxi con un
canario y su amiga, una pintoresca carioca profesora de español. Muchas calles están cerradas así que el
taxista tiene que dejarnos cerca del estadio, nos toca caminar siguiendo a las
manadas de turistas que suponemos nos llevarán al Fonte Nova. A José comienzan a confundirlo con
Robben, la gente le pide tomarse fotos con él. El ambiente es espectacular. Miles de fanáticos emocionados, disfraces, pelucas,
banderas, pancartas, el estadio inmenso a la distancia y los dos primos camino
al primer juego, la revancha de la final del Mundial de Suráfrica. Nuestro puestos son muy buenos, frente a nosotros hay una familia de Chavistas vestidos de españoles, a
la izquierda de José dos ingleses amables, a mi derecha un brasilero con su
hijo y un señor de Piura, atrás y adelante muchos compatriotas con los que ni
siquiera podemos conversar porque entre José y yo sabemos una o dos palabras
de holandés. Más de uno nos saluda
y nosotros respondemos sonriendo. Salen los equipos, cantan
los himnos y suena el pitazo. El
penal de España nos cae como un balde de agua, los de rojo en las tribunas
celebran el que creen será el primero de muchos, los chavistas gritan emocionados. Pasan los minutos hasta que llega –muy
cerca de nosotros- el maravilloso primer gol de Holanda, un cabezazo impecable,
una elíptica en cámara lenta por encima del imbatible Iker. A partir de allí será difícil para
España y para nuestras gargantas, al ver el cabezazo el señor de Piura me dice
proféticamente: “esto puede ser una goleada”. Cada nuevo gol gritos y abrazos entre nosotros y con
nuestros co-tribunos (con todos excepto con los chavistas decepcionados), cada
gambeta de Robben un olé, cada destello de Van Persie un high five con los
ingleses, cada corner cruzamos los dedos, los brazos arriba cada vez que nos
alcanza la ola. Cinco goles más tarde
estamos en la primera fila del estadio aplaudiendo al equipo, un juego
memorable.

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Fonte Nova |
Al día siguiente salimos muy temprano a
Belo Horizonte para ver el juego entre Colombia y Grecia. En el aeropuerto nos esperan John y
Flavinho quienes serán nuestros anfitriones por los próximos dos días. Belo Horizonte, la capital de Minas
Gerais, es la tercera ciudad de Brasil y de las tres la más joven. Belo
Horizonte es una metrópoli de cerca de 5 millones de habitantes que a pesar de
quedar cerca de las hermosas ciudades coloniales de Ouro Preto y Tiradentes normalmente queda fuera del circuito de los turistas extranjeros. Nos quedamos en una casa
campestre cerca del aeropuerto –“cerca de donde se está quedando la familia de
Messi” nos dice Flavinho-.
Dejamos nuestras maletas y nos vestimos de colombianos con camisetas
amarillas made in Macaracuay.
Salimos temprano para poder probar la comida local cerca del estadio. John, Flavinho y toda su familia, que
son miles, son fanáticos furibundos del Cruzeiro (el equipo local) así que
conocen a la perfección la cartografía culinaria alrededor del Estadio. Nos instalamos con ellos en un
restaurante frente a la entrada principal a degustar cachaza con cerveza y
chicharrón. En Brasil, por alguna
extraña razón, los restaurantes venden la comida por peso. Me toca ir varias veces al abundante
buffet para proveer a nuestra mesa de chicharrón celestial y picanha. Conversamos al ritmo de la cachaza
haciendo pausas para tomarnos fotos con los más de treinta mil colombianos y
cinco griegos que han venido a ver el juego. Hay grupos disfrazados de Valderrama, de Falcao, de Higuita
y hasta del expresidente Uribe, barras numerosísimas de colombianos entusiasmados con la selección. Tenemos buenos puestos de nuevo en medio
de un mar amarillo. El griterío y
la energía son impresionantes, no
debe haber diferencia con un juego en Barranquilla o Bogotá. La tragedia griega comienza muy
rápido, a los pocos minutos marca Colombia el primer gol y casi se cae el
estadio. A partir de ese
momento es salsa y vallenato, por
momentos algo de resistencia peloponesa pero nada de temer, en ningún momento logran apagar la
fiesta de los fanáticos. En el
segundo tiempo dos goles más y pura alegría hasta el pitazo final. Colombia 3, Grecia 0. Nos toca caminar varios kilómetros
hasta que llegamos al carro, vamos a encontrarnos con Anna Paula, la
encantadora esposa de John, en un restaurante maravilloso de comida mineira que
se llama Xapuri.
Xapuri, una institución local, queda en medio de un barrio residencial
en una casa inmensa, son hileras de mesas y una cocina ajetreada con un
magnífico horno de leña en el centro. Somos rehenes de nuestros anfitriones quienes ordenan
por nosotros. A la mesa llega un
desfile de platos a la parrilla –pollo, carne, más chicharrón, salchichas-,
frijoles, mandioca, arroz, ocra; todo al son de buena cachaza y una mejor
tertulia. José le pide a Anna que le anote el
nombre de todo lo que pedimos y le escribe reportes de lo que comemos en
tiempo real a su novia brasilera que vive en Cali. Xapuri es
un asunto de horas, de entregarse al colesterol, de pasar la tarde con calma,
sin apuros. En la televisión pasan
el juego entre Costa Rica y Uruguay, cada nuevo gol de los ticos la gente
celebra sorprendida, “será verdad o será la cachaza?” se preguntan algunos. La barra de postres es fenomenal, dulce
de leche y coco en todas las variedades, dulce de guayaba y todos los
frutos del jardín del edén en almíbar.
Salimos de noche, llegamos a tiempo a la casa para quedarnos cómodamente
dormidos mientras vemos el juego entre Italia e Inglaterra.
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Preambulo al juego- John y Flavinho nuestros sherpas |
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Restaurante Xapuri |
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Nuestro cuartel general en Belo |
A la mañana
siguiente salimos a conocer la ciudad.
En los años 40 el alcalde de Belo fue Juscelino Kubitschek quien junto
al gobernador de entonces, Benedito Valadares, decidieron desarrollar el
suburbio de Pampulha. Para ello
contrataron a Oscar Niemayer quien entonces tenía apenas 33 años. Belo está salpicada de obras del longevo arquitecto. A los pocos minutos de salir de la casa
pasamos por el edificio del gobierno regional, la Ciudad Administrativa
Tancredo Neves (2010), un rectángulo negro que flota al borde de la autopista
desafiando la gravedad; en el centro de la ciudad vemos uno de sus primeros
proyectos residenciales, una elegante torre curvilínea de comienzos de los años
50 sobre la Plaza de la Libertad; en la orilla de la laguna de Ampulhas la
Iglesia de San Francisco de Asis,
un pequeño recinto de escala humana, uno de sus primeros proyectos
(1943) y el primero en la lista oficial de monumentos modernistas de
Brasil. Por su estilo innovador el
arzobispo de Belo Horizonte se negó a consagrar la iglesia, hubo que esperar 16 años para que el arzobispo suplente diera su bendición. 104 años de carrera como arquitecto (Premio Pritzker y
Príncipe de Asturias entre muchos otros),
más de un siglo de simpatía con la izquierda (fue militante y presidente
del partido comunista y buen amigo de Castro); cuentan que Hugo Chávez en uno
de sus primeros viajes a Brasil llegó varias horas tarde a una cita que tenía
con Niemayer – maleducada la demora, por supuesto, pero sobre todo arriesgada cuando se trata de reunirse con alguien que tiene más de 100
años-.
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Niemayer |
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Palmito en el Mercado Central |
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El reino de la Cachaca |
Belo, al menos los domingos, es una
ciudad agradable. La topografía es
montañosa - a la San Francisco- y la arquitectura reciente. Subimos a una loma desde la que se ve
toda la ciudad, el punto más alto es un parque desde donde el Papa Juan Pablo
II dió una multitudinaria misa, allí nos tomamos varios cocos frios. La próxima parada fue el estupendo
Mercado Central. El mercado es un laberinto de tarantines, un despliegue de
frutas, carnes, dulces, artesanía, colores, olores y sabores, en uno de los
pasillos esta el palacio de la cachaza, más de mil marcas distintas muchas de las
cuales sólo se consiguen en Minas Gerais.
Compre dos botellas: una de Joao Andante (la versión local de Johnny
Walker) y una que destila la familia de John. Nuestra próxima parada: Inhotim.
Inhotim es
una excentricidad maravillosa, un híbrido entre jardín botánico y museo al aire
libre en medio de la nada a una hora y media de Belo Horizonte. Inhotim es un proyecto privado de
Bernardo Paz, un exitoso hombre de negocios, al que le ha dedicado los últimos
treinta años de su vida y casi toda su fortuna. Paz nunca fue a la universidad ni nació en cuna rica, en los
años 80 invirtió dinero que recibió de una de sus esposas –se ha casado seis
veces- en una compañía siderúrgica que estaba quebrada. Con un estilo de gerencia muy personal
logró rehabilitar la empresa para luego vendérsela a muy buen precio a
compradores chinos, de los primeros que incursionaron en Brasil. Paz comenzó a coleccionar arte
ávidamente en una casa que compró cerca del pueblo de Brumadinho. Alli, asesorado por Burle Marx y Tunga,
su proyecto fue cobrando forma hasta convertirse en el referente de arte
contemporáneo que es hoy. Poco a poco fue comprando las
propiedades adyacentes hasta llegar a las más de mil hectáreas que tiene
hoy. Inhotim son decenas de
galerías y pabellones de arte rodeados de verde, islas en un parque inmenso; lagos,
árboles imponentes, palmeras, bosques tropicales, kilómetros de caminerías que
como nervaduras hilvanan su colección. La experiencia es un asalto a los sentidos desde extremos
opuestos; por un lado la aparente naturalidad de la naturaleza –lo esencial- y por el
otro la aparente artificialidad del arte –el constructo-, cada uno como escenario de
fondo del otro. El inmenso jardín es, sin embargo, naturaleza domesticada y las instalaciones de arte, cuando estamos inmersos en ellas, otra suerte de normalidad. Oiticica, Meireles, Olafur
Eliasson, Anish Kapoor, De Branco, Cardiff, Adriana
Varejao y cientos más escondidos entre la vegetación, al borde de un lago, a la
sombra de una hilera de palmeras. Hace falta por lo menos dos días para disfrutar
de Inhotim, nosotros estuvimos apenas tres horas y media. Prometimos volver.









Volvimos de nuevo a Salvador esa noche para nuestro último partido: Alemania- Portugal. Salimos del hotel temprano vestidos
esta vez con la camiseta del equipo de Venezuela, que nunca ha clasificado (anhelo
de más de cincuenta años y probablemente por muchos más). Llegamos al estadio de Fonte Nova
temprano para disfrutar del ambiente.
Portugueses y alemanes impacientes por comenzar. El equipo alemán no tardó en
deslumbrar, gol tras gol en una masacre futbolística. Los fanáticos portugueses perplejos, Cristiano Ronaldo abucheado cada vez
que lo nombraban, cada vez que tocaba la pelota, cada vez que fingía cojear. La barra alemana en frenesí, un
Oktoberfest bahiano, el público haciendo la ola humana con una precisión jamás
vista. José y yo disfrutando del
espectáculo, haciéndole “buuuuuu” a Ronaldo, el de las cejas depiladas, con el
resto de la fanaticada. De
allí salimos hambrientos a comer una monumental moqueca de camarón en la playa, a esperar para ver el juego
entre Ghana y los Estados Unidos con doscientos mil turistas más en una
pantalla gigante al borde del mar.
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Favelando |
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Buuuuuu Ronaldo! |
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Moqueca |

El último
día no teníamos ningún juego así que decidimos visitar la parte antigua de
Salvador, la primera capital del Brasil y el lugar con el mejor carnaval del
mundo. Pelourinho, que así se llama el casco viejo, es un barrio muy
pintoresco de arquitectura colonial y calles empedradas. Todo esta vestido de colores.
Paseamos sin itinerario por varias horas tomándonos fotos con locales y
turistas: una foto con Tony Souza –“Guru oficial de Gandhi”- que nos pidió 10
reales para pagar una bandera de Brasil que compró fiada; otra con un payaso de espanto
con una lengua larguísima vendiendo algodón de azúcar; fotos con mujeres bahaianas pechugonas con faldas anchas y sombreros; una foto con dos fanáticos de Argelia que celebran (sin alcohol) el
primer gol contra Belgica, fotos con amas de casa asomadas por las ventanas, con barberos
simpáticos, con policías, con vendedores de coco frío y heladeros. Toca irse, tenemos que
volver. José vuela unas horas
antes que yo y habrá mucho tráfico camino al aeropuerto.
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Pelourinho |












Fueron cinco días mágicos. No puedo dejar de pensar que me hubiera
gustado haber conocido a mi abuelo, a mi abuelo Hartog, el de la foto en la
mesa de noche de mi mamá; a mi abuelo holandés de quien sólo conozco unas
cuantas anécdotas (mi mama que quedó huérfana a los 12 años). Estoy seguro de que
hubiéramos podido haber convencido a mi abuelo para que nos acompanara, con la salvedad de que hoy tendría 113 años. Jose, Hartog y yo contentos de naranja en el
estadio, no hubiera sido problema comprar una camiseta mas en Macaracuay. Hubiéramos paseado los tres por el malecón de
Salvador tomando coco juntos, le hubiera contado que casi
toda la familia vive en USA adonde él siempre quiso emigrar, que mi hermano se
llama Henry por él, que tengo dos hijas hermosas y un hijo espectacular ademas de la mejor esposa del mundo, que he leído y releído las pocas cartas
de él que sobreviven, que cuando
tenía 4 años le pregunté a Beppie y Michel Pels –sus amigos holandeses- si podían ser mis abuelos y que me
dijeron que sí y que lo cumplieron a cabalidad, que sobrevivió una película de esas
viejas de super 8 en la que aparece con la abuela en el parque de las palomas
en Macuto, que
hace años que quiero escribir un cuento donde él es el protegonista. Me hubiera encantado poder
contarle cuánto quiero a mi primo José y sus hermanas (los hijos de mi tía
Leni, su hija pequeña), que la familia creció, que mis hermanos tienen hijos
y mis sobrinos también. Le hubiera dicho a mi
abuelo Hartog, me doy cuenta ahora, que cuando nos pusimos las camisas naranjas
y gritamos hasta quedarnos afónicos el otro viernes en Salvador, lo hicimos no por el equipo – que ni siquiera conocemos los nombres de los jugadores - que
gritamos fué por él.
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