En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

sábado, 31 de marzo de 2012

Cuarentones por fuera quinceaneros por dentro, cuatro amigos de paseo por Nazca


 Las ratas del desierto

Hace más de setenta años, por allá por los años cuarenta, llegó al desierto de Nazca una joven curiosa y muy blanca de nombre sencillo (María) y apellido complicado (Reiche).  Vino de Dresden en 1932 como institutriz de los niños del cónsul de Alemania en el Cuzco y de allí fué a dar al sur de Ica, al desierto que se extiende testarudo por el espinazo de Perú y Chile hasta casi Santiago.  Allí, en Nazca, los primeros pilotos del Perú acababan de descubrir asomados desde sus aviones una red inmensa de líneas y figuras geométricas que como antiguas cicatrices recorrían el desierto, mensajes enigmáticos de una civilización muy anterior a la Inca que dos mil años atrás tatuó la tierra.  Llegó María como asistente del profesor Paul Kosok, el primero en investigar las líneas de Nazca, y se quedó 50 años, 50 años recorriendo sola con paciencia las líneas de Nazca, tratando de descifrar el acertijo, barriendo los surcos (que son muy poco profundos), recogiendo pequeños huesos y restos de vajillas, haciendo mapas de las constelaciones de figuras geométricas que atraviesan la superficie en un ordenado desorden, domesticando los colibríes, ballenas, monos, arañas, perros, cóndores y loros que habitan esa tierra, la fauna de piedra y polvo que trazaron los Nazcas, el inmenso y enigmático arca de Noé que dejaron. No se sabe aún la razón de ser de los diseños, la función de los dibujos que sólo pueden apreciarse desde el aire.  Algunos dicen que se trata de un calendario, de un mapa de fuentes de agua,  de canales de irrigación, carta celestial, pista de aterrizaje para extra-terrestres (no faltan las ideas ridículas), tal vez se trata simplemente de una expresión de creatividad de un pueblo ocioso y  obediente; no se sabe y probablemente nunca llegue a saberse, poco importa.  Las líneas y figuras están allí dibujadas sobre la tierra, sedientas, bronceándose al sol, regocijándose en el misterio. 

Figura humana sobre la ladera
Maria Reiche

Colibri

      El proyecto de vida de María resulta tan enigmático como las líneas mismas.    En las fotos se le ve apasionada deambulando por el desierto, desentendida del paso del tiempo, pendiente sólo del ritmo de los dibujos, tratando de comprender la coreografia del cielo y el desierto, describiendo la sintonía entre los surcos y las estrellas, los caprichos de los solsticios.   La gesta y el gesto de María tenían mucho de infantiles, en el buen sentido de la palabra; jamás dejó de ver el desierto con la frescura de quien lo descubre por primera vez, cada día de los miles que pasó en Nazca fueron igual al primero, experimentó la misma sorpresa, la misma fascinación, mantuvo intacta la mirada del niño que presencia por primera vez un acto de magia.   María Reiche vivió los últimos veinte años de su vida, hasta el año 1998 cuando murió a los 95 años, en una pequeña habitación en un hotel justo al frente de la poco pintoresca Plaza de Armas de Nazca.  Allí recibía a los científicos, peregrinos y curiosos que venían a entrevistarla todavía lúcida, pero arrugada y ciega.  Envejecida por fuera, por dentro seguía siendo una pequeña niña maravillada con las figuras.
       A ese mismo hotel, el Nazca Lines, llegamos nosotros hace una semana contentos y sonrientes, cuatro viejos amigos, cuatro cuarentones adolescentes (igual que María, viejos por fuera niños por dentro), cuatro panas de paseo de fin de semana por el seco sur del Perú. 

Almorzando en Pescados Capitales

      Llevaba meses planeando el viaje, la logística era sencilla: Ariel y Dan viven en Perú (en estos días todos los caminos parecen llevar a Lima); yo voy con mucha frecuencia y Alberto –siempre amable, siempre afable, querido y bienhumorado- prometió venir de Caracas a vernos con la única condición de que le diéramos por lo menos 15 minutos de aviso.  La cita se hizo para la tercera semana de marzo.  
       Los primeros dos días en Lima hicimos las visitas de rigor a Pescados Capitales y El Mercado en un festín de pescado crudo y buena cocina que por momentos amenazó con saciar nuestro apetito infinito.  El desfile de siempre de ceviches de fantasía, tiraditos perfectos, almejas simpáticas, arroces heroicos, pulpo en todas sus manifestaciones y postres entrañables.  El viernes tarde salimos camino al sur por la autopista de la costa con Nicanor al volante, nuestro buen amigo y sherpa andino.  

Hacía muchos años que Alberto, Ariel y Dan no se veían.  Crecimos todos en la Venezuela de antes, una Venezuela más amable, más serena.  Ariel fué por muchos años mi vecino de puerta en un pequeño edificio de tres pisos en lo Alto de la Alta Florida al pie del Avila; a Dan, tal vez mi primer amigo, lo conocí en una práctica de beisbol cuando tenía cinco años y apenas inauguraba mis memorias; al bueno de Alberto lo conocí en 1987 trabajando en la firma de abogados de mi papá justo antes de comenzar mis estudios de Derecho.    Compartíamos Alberto y yo una pequeña oficina que no tardó en desbordarse de carcajadas.   Hemos sido buenos amigos desde entonces.  Juntos fuimos a Cuba, paseamos por la Habana calurosa cuando todavía existía la Unión Soviética, comimos tobos enteros de ostras (muchos) en Margarita y Playa Colorada, acariciamos guacharos en la cueva que exploró Humboldt en Caripe, nos mecimos por horas en las hamacas de su finca en Guárico. 
      Hacía 5 años que yo no veía a Alberto, hacía 6 años que Ariel no veía a Alberto, hacía 20 años que Dan no veía a Alberto.  Cuando nos encontramos fué como si la última vez hubiera sido ayer.


    La primera noche dormimos en Huacachina, un pequeño oasis en medio del desierto al costado de Ica.   Es un charco de buen tamaño con supuestas propiedades medicinales rodeado de palmeras, huarangos y los ubicuos eucaliptos.  La laguna fue uno de los balnearios predilectos de las familias adineradas en los años 40 (del presidente Augusto Leguía y Salcedo entre otros).  Quedan aún los edificios de la época y un malecón modesto donde paseaban parejas de enamorados y un rastafari  extraviado.  Uno de los edificios es nuestro hotel, el Mossone, una casona construida en 1920 que todavía sigue en pie.   El tiempo en Huacachina pasa lento, lento como las dos tortugas que pasean desde hace décadas por el patio de nuestro hotel. 

Huacachina (el aguacochina tambien)
Hotel Mossone (unicos huespedes)
Corre que el rubio ese de lentes nos esta persiguiendo de nuevo!!
     

    Luego del desayuno salimos a recorrer el desierto en un “tubular”, que así llaman los locales a los buggies.  El nuestro estaba comandado por el diestro Abelardo, moreno y canoso, quien luego de asegurar nuestros cinturones de seguridad se enfiló veloz duna arriba.  La experiencia es de pura ARENAlina, una montaña rusa entretenidísima.  El tubular sube las dunas casi vertical para luego bajar en caída libre con el paisaje azul y naranja de fondo.  Todos agarrados a nuestros asientos divirtiéndonos como niños. Son los médanos de Coro en esteroides.  Luego de varios subibajas nos detuvimos para que Abelardo nos explicara como lanzarnos duna abajo sandboarding.  Ariel fué el primero, se acostó sobre su tabla y valiente se enfiló a lo profundo de la duna.  Todos lo seguimos, uno a uno ibamos flotando sobre la tabla con la boca cerrada para no tragar arena.  “Otra más alta” le decíamos a Abelardo y el nos llevaba a una colina más empinada para que volviéramos a lanzarnos emocionados.  No importaban los viejos esguinces, las rodillas operadas, las protesis en las caderas, era hora de jugar.  Siempre me ha fascinado la diferencia de percepción entre la edad interna y la real, la diferencia entre cómo nos sentimos y a edad que nos calculan cuando le preguntamos a alguien “que edad crees que tengo?”.  Siempre he sentido, secretamente, que sigo teniendo entre 15 y 25 años.   Es fácil y difícil de explicar.  Es como si el tiempo interno se hubiera detenido para siempre, que a pesar de las patas de gallo en los ojos, de las canas, de el exceso de peso que va y viene y de los pelos que comienzan a crecerme en las orejas, sigo siendo un adolescente.  En el desierto de Huacachina, lleno de arena rodeado de mis amigos, se alborota la niñez y me siento feliz, me doy cuenta de que no importa cuánto tiempo pase, cuántos hijos tengamos o cuántas obligaciones,  una parte de nosotros sigue viviendo distraída y contenta como si siguiéramos en Caracas en la Venezuela de antes, conversando y riéndonos despreocupados..  Seguimos sentados -para siempre- en la pollera de los Hermanos Rivera en la Avenida Andrés Bello por allá por las postrimerías de los años ochenta, rodeados de yuca, hallaquitas y pollo, comiendo juntos, convencidos de que el almuerzo no tiene por qué terminar.
     
Pura ARENAlina!
Ariel sandboarding
Yo, el mas veloz duna abajo
   
     Al día siguiente, limpios de arena, salimos camino a Nazca.  En el camino la mayor sorpresa del viaje.  Luego de una lenta subida de curvas sobre una montaña seca llegamos a un valle muy verde.  Allí, en el inolvidable pueblo de Palpa, encontramos los mejores mangos,  mangos dulces de Palpa, carnosos, de ensueño.  El mango, importado de la India hace cientos de años, encontró, igual que María Reiche, un hogar en el Perú.  Nos paramos, de ida y de vuelta a apertrecharnos de fruta.  Los siguientes tres días los pasamos embadurnados con los labios amarillos.  
     Una hora más tarde llegamos a Nazca.  Nos dieron la suite presidencial (poco majestuosa pero cómoda), dejamos las maletas y nos lanzamos a la piscina (donde por sugerencia de Alberto jugamos a la ere).  De allí fuimos a una charla/documental en un pequeño planetarium sobre las líneas de Nazca y la vida de María Reiche.  Interesante pero más largo de lo que debería ser, somnífero por momentos, salimos de la película y fuimos a cenar.  Teníamos que acostarnos temprano porque al día siguiente salíamos antes de las siete al aeropuerto a volar en avioneta sobre las líneas.   Haciendo caso omiso a las advertencias exageradas de los limeños “esas avionetas se caen todos los dias” nos armamos de valor y nos fuimos al aeropuerto a volar con una línea aérea cuyo nombre inspira confianza: Pascuayo Airlines.  El piloto, que pensábamos era el encargado del equipaje, nos llevó a su Cessna, una suerte de Toyota corolla con hélice.    Son 35 minutos sobre el desierto, un vuelo fascinante sobre los dibujos a tan sólo 150 metros de altura.  El piloto señala con el dedo la primera figura “allí a la derecha la ballena” y al principio, por unos segundos, no reconocemos nada.  De repente, como por arte de magia, se hace nítida la figura, la ballena clarisima sobre la arena nadando distraída, inmensa e inmortal.  Le sigue el perro, el pequeño astronauta sobre la ladera de la montaña, el alcatraz de cuello largo, el colibrí despelucado, la araña con las patas crispadas, el mono de nueve dedos con la cola enrollada y alrededor infinitas figuras geométricas impecables, regadas por el desierto. abandonadas hace miles de años.   Las avionetas parecen  pequeños zancudos volando sobre los animales, todos los días grupos de turistas –pocos limeños- asomados a las ventanas, boquiabiertos sobre el desierto. 
Pajaro de nueve dedos
Perro

    Llegó la hora de volver.  Antes de salir del hotel jugamos un torneo de ping pong (Dan descontento con su derrota), unas cuantas partidas de futbolín, nos sentamos un rato al borde de la piscina mientras Dan utilizaba el “cabezal” de computadora (que así le dicen en Venezuela a los accesos a internet).  

     Varias horas de carretera, mangos de Palpa, otra parada para comer lomo saltado y ceviche, y una breve despedida al llegar a Lima.  Al día siguiente, con dolor de barriga de tanto reírnos, nos tocaba volver a todos a la vida de gente grande.    


2 comentarios:

CAROLINA MORA dijo...

Que bello ver que aun existen amistades como la de ustedes, a pesar de los anos transcurridos y las distancias que los separan…

Anónimo dijo...

Que divertidos, primera vez que veo a Ariel reir. maria b