En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

sábado, 17 de enero de 2015

Verano francés en Sicilia

-->
La Masseria
A mí, personalmente, me fascinan las películas francesas en las que un grupo de amigos cuarentones (tres o cuatro parejas y a veces un trío) se reúnen en una casa de campo, de esas que están rodeadas de olivos, a pasar el calor del verano tomando vino y comiendo bien.  Se despiertan tarde, desayunan despeinados, tienen diálogos densos, almuerzan distraídos y al final del largo día se zambullen en el mar o en un río luego de una caminata de montaña durante la cual hablan de la nostalgia, de Carla Bruni, del mayo francés y de la mayonesa, de la muerte, de sexo y de las bondades del divorcio.  En los veranos de las películas francesas los personajes jamás tienen que hacer una llamada de trabajo, no tienen ansiedades materiales, no se afeitan (ni ellos ni ellas),  siempre hay un puñado de niños (hijos e hijastros) en el fondo de la escena jugando libres (jamás un tantrum, jamás una rodilla raspada).  En las películas que me gustan casi nunca llueve, las ostras son infinitas y el vino también.  Al final del verano, del largo verano, lo personajes se despiden con besos y abrazos, se van bronceados y felices, algunos se montan en un Citroen pequeño y destartalado otros en un Renault algo más agraciado, se citan para el verano que viene, se encontrarán todos sin falta en la misma casa, harán los mismos paseos, tendrán las mismas conversaciones.  Hace un verano Vanessa, Benjamín y yo hicimos un modesto intento por emular el cine francés en Italia.  Alquilamos por dos semanas una pequeña casa en Sicilia, no muy lejos de Catania en el barroquísimo Valle de Noto, y lanzamos una convocatoria. Vinieron tres parejas de amigos (ningún trío esta vez) a disfrutar con nosotros del Mediterráneo, de la pasta a la Matriciana y de los decadentes croissants de Nutella que, sin remordimiento alguno, comprábamos todas las mañanas en el pueblo. 
Bouganvillia Sunset
Bambino Benny Gateando
  
 Luego de un largo vuelo con escala en Bélgica llegamos a Catania, uno de los tres aeropuertos internacionales que tiene la isla.  Sicilia queda al sur, muy al sur, al sur del sur, lo cual se hace evidente apenas sale uno del avión.  El aeropuerto es viejo y está descuidado, las maletas duran más de una hora en salir, las calles están bastante sucias (chicles y colillas), los carabinieris apoyados de las paredes sudorosos y adormilados.  La oficina de alquiler de carro es un pequeño edificio improvisado y caluroso donde nos espera un joven empleado que dice hablar inglés y que luego de advertirnos sobre las terribles consecuencias de hacerle un rayón al carro nos hace inspeccionarlo con lupa.   Sicilia, la isla más grande del Mediterráneo (25.000 kms2), ha sido pateada por la bota desde tiempos inmemoriales.  Italiana desde hace relativamente poco, desde 1860, Sicilia ha sido por siglos tierra de nadie y tierra de todos.  Griega, Romana, Bizantina, Arabe, Normanda, Aragonesa, Española y Borbona, la lista todavía incompleta, Sicilia pasó de mano en mano hasta que finalmente se hizo italiana de veras.  Al final de la Segunda Guerra Mundial hubo todavía un último estertor, un intento fallido a través de un plebiscito de hacerla parte de los Estados Unidos.  Sicilia, oficialmente región autónoma, siempre ha sido como esos hijos adultos, barrigones y simpáticos que viven en casa de sus padres, el hijo que trabaja un rato en las mañanas  -si acaso- y que pasa el resto del día echado sin verguenza en el sofá de la sala en camiseta blanca (de esas que no tienen mangas) viendo televisión o escuchando la radio.  La isla vive del buen clima y la tierra fértil, del turismo y la agricultura, de la sed insaciable de sol de los vecinos del norte de Europa y de los bondadosos subsidios agrícolas de Bruselas. La primera mitad del siglo XX en Sicilia fue de emigraciones masivas y deforestación, de pobreza y hambre, de guerra y crimen organizado, una isla abrumada por la mafia y el sol.   En el siglo XXI Sicilia vive una vida apacible y frugal, sin sobresaltos ni rascacielos, de déficit fiscal crónico y buen clima, de alto desempleo y largas siestas.  “Es España hace veinte o treinta años” decía nuestro amigo Edu tratando de describirla mientras salíamos de una anticuadísima panadería en una de las pequeñas transversales del pueblo de Noto.   
La isla esta toda sembrada: aceitunas, limones, tomates, pistachos, almendras, berenjenas, melocotones, uvas y granadas, hasta donde la vista alcanza son colinas de árboles en hileras, cielo muy azul y sol.  Es el comienzo de septiembre, esa temporada secreta y perfecta, dos o tres semanas en las que hace todavía buen clima pero ya desaparecieron las multitudes, el agua del mar tiene la temperatura perfecta,  los días son calurosos sin llegar a torturar y las noches son frescas pero no frías.   La casa que alquilamos queda muy cerca de Avola, la región de la que viene el estupendo Nero D’avola, un vino rojo oscuro y fortachón. Llevaba algunos meses comprando vino siciliano en Nueva York, familiarizándome secretamente con los nombres de los viñedos y las etiquetas de las botellas, ilusionándome con la idea de poder impresionar a Vanessa con algún comentario sobre los efectos del suelo volcánico en el color, el cuerpo y el aroma de la primera o segunda botella que compráramos.   El día que llegamos la luna nos recibe en cuarto creciente, nos iremos con la luna llena.
   La casa queda en una colina al final de un camino de tierra que nace en una curva al borde de la carretera 115, la antigua ruta nacional que hilvana la isla.  Al final de una subida, atravesando un olivar, queda I Lestischi, que así se llama la casa.  Es una masseria pequeña renovada con buen gusto, cuatro cuartos –dos a cada costado- que dan a una sala y una cocina.  En la parte de atrás, un patio no muy grande con un techo cubierto de bouganvillas.  Al final de un pequeño sendero de piedra hay una piscina gris fría y hermosa, varias sillas de extensión y una ducha de dioses al aire libre.  Benjamín no tarda en lanzarse a explorar la casa gateando a la velocidad de la luz, acelera y se detiene de repente para agarrar una flor o una piedra y metérsela en la boca, nosotros, padres responsables, lo seguimos vigilantes para decirle con cariño que no.    El campo tiene sus encantos y sus incomodidades (que rara vez muestran en las películas francesas).  Vanessa, perfecta esposa pero muy citadina, no puede disimular su falta de afinidad con las moscas, las abejas, los mosquitos y las lagartijas.  Yo, que coleccionaba insectos cuando era chiquito, le explico el rol de cada insecto en la cadena alimenticia y le aseguro que son todos inofensivos.  La verdad que Vanessa no deja de tener algo de razón; las avispas en Sicilia (para mi sorpresa) comen prosciutto de Parma, las moscas son testarudas y las lagartijas parecen dragones.  Al elenco de alimañas se le une un gato blanco que merodea por nuestra colina.  Lo vemos por primera vez la segunda noche tratando de robarse una anchoa, la tercera noche -descubrimos en la mañana- se ha dado un festín con nuestras almendras, la cuarta noche nos toca ahuyentarlo a las tres de la madrugada  (Edu y yo, en calzoncillos, domando a la fiera que nos ruge arrinconada en uno de los baños).  “Así es el campo” le repito yo a Vanessa con cariño mientras ella espanta las abejas, prende un espiral para ahuyentar los mosquitos y se echa crema para las picadas, todo sin quitarle la vista a las cinco lagartijas que bajan del techo buscando comida. 
   El viajero que va a Sicilia, le ocurrió al mismo Goethe cuando la visitó, llega con ganas de verlo todo y no tarda en descubrir la inmensidad de la isla.  La ansiedad por recorrerla toda comienza a desaparecer cuando se reconocen las distancias, cuando traducimos la escala del mapa a horas de manejo.  El viajero (más aún el viajero marsupial como nosotros que vamos con el pequeño Benjamín) debe resignarse a una esquina, a un costado de la isla, a un puñado de pueblos, unas cuantas ruinas, dos o tres playas.  Nuestro radio de acción llega hasta donde es posible volver a la casa a tiempo para que nuestro bebé pueda tomar sus siestas.  Decidimos conformarnos con el sureste de la isla, del triángulo escaleno que forman Siracusa, Noto y Módica.  I Lentischi (nuestra casa, que podría llamarse I Lagartischi) queda a 8 kilómetros de Noto, uno de los pueblos “jóvenes” que renacieron luego del terremoto de finales del siglo XVII.   Eran las 9 de la noche un 11 de enero de 1693 cuando el terremoto más fuerte de la historia de Italia sacudió Sicilia destruyendo alrededor de 70 pueblos y causando, junto con los tsunamis que le siguieron, la muerte de más de 60.000 personas.  Cuatro minutos de devastación total, el terremoto arrasó con todo.  La Corona de Aragón, Sicilia era entonces aragonesa, ordenó a Giuseppe Lanza (el Duque de Camastra) coordinar la reconstrucción de Noto, Caltagirone, Módica, Messina, Ragusa y las demás ciudades destruidas.  Gagliardi, Labisi y Sinatra, fueron los arquitectos encargados de componer la sinfonía barroca que hoy vemos.  La súbita destrucción y la reconstrucción simultánea (a lo largo de varias décadas) dió como resultado el estilo barroco puro y bastante uniforme que hoy caracteriza los centros históricos de las ciudades más importantes del sureste siciliano.  La piedra caliza local, común a todas las construcciones, tiene un tono rojizo, un ocre dócil, que lo tiñe todo al final de la tarde con la caída del sol. 
    Son dos semanas de ritmo lento, sin apuros.  Nuestra rutina viene dictada por las comidas.  Nos despertamos temprano en las mañanas; Edu para salir a correr y yo para llegar de primero a la panadería a comprar los mejores croissants de Nutella.  Aprendemos cuáles son los buenos restaurantes y hacemos nuestro calendario de almuerzos y cenas.   En el mismo Noto, en la parte mas alta, El Crocifisso se convierte en un lugar de peregrinaje, alli vamos y volvemos para disfrutar de la berenjena y el desfile de pastas espectaculares.  La Trattoria de la Fontana de Ercole, atendida por el viejo Corrado y su hijo Corrado, en el centro muy cerca del teatro, es otro comedero de donde salimos siempre sonrientes.

Modica

Siracusa
Noto
   Hay unos cuantos pueblos y ciudades cerca que queremos conocer.  A unos 25 minutos de la casa queda Siracusa que, en su apogeo, fue junto con Atenas y Esparta, una de las tres ciudades más importantes de la antigüedad.   Con nuestros buenos amigos los Barcelo-Pinós decidimos explorarla.  Almorzamos en un pequeño restaurant donde comienza la península de Ortiggia (el barrio más viejo y pintoresco de Siracusa) y de allí salimos de buen ánimo y acalorados tomando turnos para empujar a Lucas y Benjamín cómodamente sentados en sus coches por las estrechas calles del barrio.  Siracusa es la ciudad de Arquímides y su Eureka, de Damocles y su espada, pero sobre todo de los mejores quesos y salchichones de la isla.   Todas las mañanas, muy temprano y hasta el mediodía, dos de las calles principales de Ortiggia se convierten en un maravilloso mercado. Escándalo de frutas, verduras, legumbres, especies y pescado, bullicio de colores.  Un coro de gritos en siciliano, cada vendedor explicando las virtudes de sus langostinos, de sus erizos, de su caponatta, orgullosos de sus montañas de pistachos.  Nos dan a probar pedazos generosos de ricota, tricota (que ni siquiera sabía que existía) y cuatricota (que seguro existe), te regalan bocadillos recién hechos de jamón y salami, me dan de ñapa una maravillosa barra de chocolate de Módica.  Y mucho vino por supuesto, vino y aceite de oliva.   Un poco más lejos, a una hora hacia el norte pasando el Etna, queda Taormina, la niña bonita de la isla.  Taormina, con vistas espectaculares asomada en un altísimo acantilado, es donde se reúne el jet set y lo más vulgar del turismo europeo.  Entrar a la ciudad con el carro, sobre todo con un carro alquilado, es un acto de valentía (si no que lo cuenten Ismael y Gaia).  Para llegar hay que subir por una carretera de curvas muy estrechas abarrotada de tráfico.  El centro de la ciudad es un laberinto de callejones medievales tan estrechos que hay que doblar los retrovisores del carro y rezar.   Luego de muchas peripecias, cuando casi me daba por vencido, logramos conseguir un estacionamiento.   En septiembre, a diferencia de otras partes de la isla, Taormina todavía está repleta de turistas.  Las calles sólo tienen tiendas de souvenirs (pinturas baratas, libros de postales y camisetas de Marlon Brando –todavía flaco- en Il Padrino),  hordas de turistas rusos y chinos que van de un extremo a otro del boulevard tomándose fotos y comiendo granita, mucho mal gusto y poco espacio para caminar.  Al final de la calle principal hay un maravilloso anfiteatro muy bien conservado desde el que se puede ver tierra firme al otro lado del estrecho de Messina, la punta misma de la bota italiana.   En el anfiteatro, en las largas noches de agosto, celebran el famoso festival de Taormina.  Al poco rato, saturados y agotados, partimos de vuelta a Noto, a nuestro modesto pueblo adormilado donde no hay rusas platinadas ni autobuses de turistas, donde el mediodía dura cinco horas y siempre hay puesto para parar el carro. 





Ismael y Gaia en las alturas de Modica
Salas style
Los Barcelo-Pinos au naturel
     Módica, uno de los pueblos más importantes de la constelación barroca, queda a menos de una hora de la casa hacia el sur pasando Ispica.  La ciudad tiene un barrio alto y un barrio bajo y dos iglesias espectaculares -San Girgio y San Pedro- muy parecidas pero muy distintas que hay que visitar.  Nos recomiendan la Trattoria del Colonello y allá nos enfilamos Ismael, Gaia y nosotros dos con mucha hambre y sin mapa.  Para llegar debemos subir por las calles empinadas que unen los dos vecindarios de la ciudad.  Luego de media hora de ensayo y error y algo de desesperanza llegamos finalmente al restaurant, un pequeño local al final de un callejón, en la pared un anuncio con el poblado bigote del Colonello.  Comemos delicioso, cebolla y sardinas y pasta y el mejor aceite de oliva.  Con la barriga llena vamos felices pueblo abajo tomando fotos y hablando del almuerzo.  Es algo tarde para seguir a Ragusa, volvemos a Noto a comer helado. 
La Mamma y el bambino

La magia de Monica

La magia de Guillermo


   En Sicilia hay buenos melocotones pero no muy buenas playas.  Nuestra primera experiencia es en el Lido de Noto, un balneario cerca de la casa donde la arena está repleta de colillas y las paredes tienen grafitti.  Nos metemos en el mar, que no se ve mal, y al rato Ana sale despavorida (y topless) gritando que la ha picado un animal.  Ya calmada (y vestida) recogemos los enseres de playa y nos vamos a nuestra piscina a ver el atardecer.  La mejor playa, tal vez la mejor de la isla, queda no muy lejos en la reserva natural de Vendicari, una franja verde que se salvó milagrosamente de la voracidad inmobiliaria.  Hay que parar el carro en un estacionamiento de tierra y caminar –los enseres y los niños en la espalda- por varios kilómetros hasta llegar al mar, Guillermo cargando sillas, Monica cargando a Valentina, nosotros con la Nutella al hombro.  Una de las playas es una bahía calmada de agua muy azul y poca arena al borde de una antigua fábrica de atún.  Durante siglos los locales probaron su masculinidad pescando atunes, los acorralaban con redes para luego saltar al agua a matarlos a mano, el agua roja y la gente eufórica con la matanza, los pescadores toreando en el mar, celebrando la memoria del primer encuentro entre el hombre y el animal.  Así todos los años por cientos de años hasta que un día los atunes, cada vez menos, cada vez más pequeños, dejaron de venir.   Frente a la playa están las ruinas de la fábrica, algunas paredes blancas y un par de chimeneas tristes mirando al mar.    Pareciera que hoy el Mediterráneo, tan antiguo y profundo, es sólo agua y algo de resplandor.  
 
Los Salas en Vendicari


Valen post-Nutella




El nuestro, como todos los veranos, también llega a su fin.  Hay una mañana en la que nos despertamos y nos toca empacar, comemos el último croissant de Nutella, nos damos el último chapuzón en la piscina, perseguimos a Benny en su último paseo descalzo por la terraza, nos despedimos de nuestros queridos amigos y de las inofensivas lagartijas.   Se acabaron los paseos por los mercados y las tardes de Nero D’Avola, las caminatas entre los olivos del patio y las exploraciones vespertinas de Noto.  Vamos los tres bronceados en nuestro glamoroso Hyundai por la autostrada bordeando la isla camino a Catania, felices de vuelta de nuestro verano francés en Sicilia.