En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

sábado, 6 de julio de 2013

Entre tapires y guacamayas, una semana en el Manu

 



Un día llegó, no sé cómo, a la pequeña biblioteca de nuestro apartamento en Caracas un libro de tapas color crema con un título curioso de un autor inolvidable.  Yo tenía tal vez nueve o diez años y lo recuerdo como si fuera hoy.  Era el primer libro de una colección de quien sabe cuántos tomos, en la portada había una foto algo borrosa en blanco y negro de una canoa en la orilla de un río rodeado de mucha vegetación.   Era un relato de viajes, el título del libro era Del Roraima al Orinoco y su autor era un tal Theodor Koch-Grunberg.  Vaya descubrimiento!! Hasta ese día había vivido en un mundo pre-Galileo en el cual mi familia ocupaba el centro del universo, eramos los únicos Grunberg de Venezuela y del mundo.  Tropezarme –así de repente- con un tal Teodoro Grunberg (quien para más colmo tenía hasta la diéresis sobre la “u”, la marca secreta de la familia) era un suceso importante, un verdadero sacudón.   Traté de leer el libro muchas veces, pasé largas horas tratando de descifrar la prosa aburrida, la jerga científica y los manierismos de final de siglo, revisando los mapas y viendo las fotos, tratando de entender de qué se trataba la aventura de ese barbudo alemán, de ese pariente lejano tan distinto a nosotros.  Poco a poco comencé a sentir fascinación por los paisajes, por el relato de indios y cataratas, quedé seducido por el aire libre y los sonidos de la noche en la selva.    Recuerdo que le pregunté infinitas veces a mi papá sobre el primo Teodoro.  Nunca recibí una buena respuesta, mi papá jamás abrió el libro.   Theodor, lo sé hoy, fue un explorador alemán de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX – un Humboldt tardío- que recorrió el sur de Venezuela y el norte del Brasil documentando, entre otros, las costumbres de los indios Pemón.  Theodor exploró el Orinoco y sus tributarios, las llanuras y la selva que bordean el macizo guayanés en Venezuela.  Theodor murió joven de malaria en 1926 en Manaos.   Del Roraima al Orinoco cambió dos cosas en mi vida:   hizo que aceptara que eramos una familia más (una familia común y corriente) en un mundo repleto de Grunbergs, Greenbergs, Grubergs y Gruenbergs; y ayudó a que naciera en mí el deseo por salir a explorar.  El viaje del que acabo de volver, el maravilloso paseo al Manu, es otra emulación secreta (y modesta) de los viajes del primo Teodoro.


El año pasado nació un pequeño club de amigos viajeros determinado a escudriñar hasta el más remoto rincón del Perú.  Un grupo de “patas” dispuesto a enfrentar las condiciones más adversas, las privaciones más extremas, los más grandes obstáculos para conocer los parques y reservas nacionales del Perú; una tropa de guerreros preparada para adentrarse –cámara y binocular en mano- donde ningún “pituco” osaría aventurarse.   Al llegar de nuestra caminata por la cordillera del Ausangate el año pasado, todavía despeinados, sin aliento y mal dormidos, decidimos agendar nuestro próximo paseo: acordamos reencontrarnos este junio para visitar el Parque Nacional el Manu, una reserva de casi dos millones de hectáreas (del tamaño de Eslovenia o Israel) en el sureste del Perú no muy lejos de la frontera con Bolivia.  





Hace cientos de millones de años había un único continente llamado Pangaea que ocupaba la mitad de la tierra.  En el período Triásico, Pangaea comenzó a separarse en dos continentes: Laurasia y Gondwana.    Durante este proceso Suramérica, que formaba parte de Gondwana,  se desplazó hacia el oeste chocando con la placa de Nazca y dando nacimiento a la cordillera de los Andes.  La aparición de los Andes alteró dramáticamente los patrones de lluvia y el sistema fluvial del continente.   Hasta ese momento el río Amazonas corría en sentido contrario desembocando en el Pacífico.  El Amazonas y los demás ríos, atrapados por las montañas, inundaron el centro del continente.  Por millones de años un gigantesco mar interno ocupó todo el Amazonas.  Hace apenas 1.6 millones de años que el agua logró finalmente salir por el este hacia el Atlántico por la ruta que conocemos hoy.  Este largo proceso creó el sistema fluvial más grande y la cuenca más fértil del planeta.   Sin embargo, aunque pareciera a primera vista, no todos los Amazonas son iguales.  Dependiendo de su ubicación, de su genealogía y del grado de impacto humano, algunas secciones de la selva contienen mucho más biodiversidad que otras.  El Manu, alimentado por los sedimentos de la cordillera de los Andes y protegido por su inaccesibilidad, es el más amazónico de los amazonas, el lugar más biodiverso del planeta tierra.   
La cita quedó pautada para la primera semana de junio.  Nos encontramos puntualmente a las 9.30 de la mañana en el aeropuerto Alejandro Velasco Astete de la ciudad de Cusco.  Allí, en el estacionamiento bajo un sol radiante, nos reunimos –todos sonrientes- Suso, Jana, Pepe, Roger y yo para comenzar el paseo.  Esta vez nos acompañaría Fiorella, nuestra guía, veterana del Manu, y, por los primeros dos días, nuestro chofer Walter.  Para llegar a la única entrada al Parque nos esperaban unas cinco horas de camino en una camioneta, amarradas en el techo nos esperaban impacientes nuestras refulgentes bicicletas.  


El Parque Nacional del Manu, decretado como tal en 1973 y luego declarado Patrimonio Histórico de la Humanidad, nace en las alturas del departamento del Cusco y se derrama sobre Madre de Dios abarcando varias zonas climáticas que van desde los 4.200 hasta los 350 metros de altura sobre el nivel del mar. El Manu es más grande que la suma de todas las áreas protegidas de Costa Rica.   De los más de 19.000 kilómetros cuadrados que ocupa el parque, el 80% es zona intangible de acceso prohibido y el resto, dividido en una zona cultural y otra experimental, está abierto al público.  Es allí, en el margen suroriental de la reserva a orillas de los ríos Manu y Madre de Dios, que operan un puñado albergues (heroicos sus dueños) donde se puede pernoctar.  Cada año apenas unos 2.500 turistas reciben permiso para visitar el parque.  Los ingresos para el Estado, en su mayoría provenientes del cobro del derecho de entrada, alcanzan tal vez a la muy módica suma de cien mil dólares al año.  El Manu es el lugar más biodiverso del planeta con más de 20.000 especies de plantas, 222 de mamíferos, 100 de reptiles, más de 200 de peces y 1.000 aves distintas (más especies de pájaros que en Canadá y los Estados Unidos y casi tantas especies de peces como el Mississippi y el Missouri juntos). De todas las especies que viven en el bosque los insectos son los más abundantes, las hormigas solas representan en algunas partes el 10% de la biomasa total.  Aislado por el difícil acceso, aún hoy existen en la reserva tribus no contactadas por la civilización http://elcomercio.pe/actualidad/763053/noticia-presuntos-indigenas-aislamiento-voluntario-fueron-vistos-manu
Salimos de Cusco con dirección al hermoso pueblo de Paucartambo que abraza el río Mapacho.  Justo antes de llegar al pueblo, en las laderas del valle, nos detenemos para visitar las enigmáticas Chullpas, antiquísimas construcciones funerarias, unos pequeños cobertizos circulares, hongos de piedra, mausoleos pre-colombinos que salpican el paisaje. 
Paucartambo valle abajo


Chullpas

Unos pocos minutos carretera abajo y se llega al pueblo.  Paucartambo es conocido por las fiestas de la Virgen del Carmen durante las cuales, cada julio, el pueblo se disfraza y baila en una celebración de sincretismo religioso.  Los atuendos de los locales, retratados con muy buen gusto por el fotográfo Mario Testino en su serie “Alta Costura”, están representados en las estatuas doradas que adornan una de las plazas centrales del pueblo.  Luego del almuerzo estiramos las piernas caminando por las calles pintorescas, cruzando el antiguo puente que ordenó construir Carlos III en 1775,  tomándole fotos a los niños y sus perros, escuchando historias entretenidas del magnífico Roger, simpático, multilingüe, erudito, memorioso.   Es así como aprendemos, entre otras cosas, que en la iglesia del pueblo guardan todavía cual reliquia la lengua de un célebre sacerdote admirado por sus dotes de orador. 




Salimos de Paucartambo con rumbo a las Tres Cruces, un paraje alejado desde donde cuentan se ve en el solsticio de invierno el amanecer más vistoso del planeta (Osaka, creo haber escuchado, le hace competencia).  En ese mismo lugar, allí donde se bifurca el camino, anunciado por un modesto letrero y un pequeño mapa envuelto en neblina, queda la única entrada al Manu.  Hacía pocos días que Roger había regresado de organizar la primera edición del ultramaratón del Manu, casi cuarenta concursantes de distintos países en un recorrido agotador de 230 kilómetros.  Nuestra camioneta se detiene muy cerca de donde comenzó la carrera, nos bajamos y comenzamos una maravillosa caminata de unas cuantas horas por el bosque húmedo nublado.  Laberintos de árboles cubiertos de musgos y líquenes, helechos inmensos del tamaño de palmeras, hilos de agua y una la orquesta de pájaros escondida en el bosque.  Nosotros felices sendero abajo hasta que llegamos a una encrucijada en la que Roger apuntando hacia arriba nos dijo: “sólo falta una media hora  de subida”.  Comenzaba, sin nosotros saberlo, nuestro mini-maratón.  La subida se hizo cada vez más empinada, no tardamos mucho en comenzar a preguntarle a Roger cuánto faltaba, la animada conversación tomó una pausa, nos hacía falta el aire, había que concentrarnos y seguir trepando.  Varias “medias horas” después, ya oscureciendo, Roger decidió separarse para acelerar el paso y traernos linternas.  Al rato, llegó con luz y nos guió a un pequeño campamento donde debía esperarnos Walter con la camioneta.  Para sorpresa de todos Walter no estaba.  Le tocó de nuevo a Roger caminar (correr) camino abajo en la oscuridad hasta que aparecieron Walter y la camioneta.  Dos horas más de camino por una carretera algo precaria y poco transitada –la vieja via marginal de la selva, la que quiso construir Belaúnde Terry inspirado en el faraónico Juscelino Kubistchek-, pasamos túneles de tierra, puentes endebles y montones de charcos antes de llegar a nuestro destino final: El Lodge del Gallito de las Rocas.   Dejamos nuestros bultos en las habitaciones, cenamos y nos dimos las buenas noches, a las 5 de la mañana del día siguiente debíamos reportarnos para ir a ver Gallitos, el estupendo pájaro rojo, el ave nacional del Perú.   Traté de tomar una ducha a la luz de la vela pero no logré descubrir, al menos esa noche, que aquí en la selva las letras “C” y “H” de los controles del agua están al revés, que las letras no corresponden a “Hot” y “Cold” sino a  “Helada” y “Caliente”.  



Helechos del tamano de palmeras

Albergue Gallito de las Rocas

   A la mañana siguiente nos levantamos muy temprano y salimos a la vereda del camino a buscar gallitos y monos.  No muy lejos de nuestro lodge había una puerta que da a un sendero –literalmente “había” porque Pepe la desencajó al abrirla-.  Al final de la trocha llegamos a un pequeño claro bajo los árboles con un banco de madera artesanal donde nos sentamos a ver cómo los galantes gallitos cortejan a sus gallitas.  Al poco rato justo sobre nosotros,  rojo y encrestado, aparece un macho madrugador y a su alrededor una tropa de monos capuchinos, un cirque de soleil amazónico, balanceándose de rama en rama.  Nosotros emocionado tratando de tomarles fotos,  luchando con los lentes, el autofocus y el contraluz.  Finalizado el espectáculo volvemos al lodge a tomar nuestro desayuno – una poción mágica de avena, linaza y  nueces preparada por Pepe-  y nos sentamos a charlar.   De repente un bullicio, golpes en el techo y conmoción; la misma tropa de monos –o tal vez otra- asomada al comedor buscando su desayuno.  No tienen miedo, o muy poco; si nos distraemos se roban la fruta o el pan, son capaces hasta de llevarse la concocción de Pepe.  Estamos fascinados con los capuchinos, nos quedamos un largo rato tomándoles fotos,  viendo sus muecas y sus miradas, maravillados con sus colas prensiles, escuchando el silbido y los mensajes en morse del macho más curioso.  
Gallito de las Rocas

Capuchino



El próximo tramo es en bicicleta.  Recogemos nuestras maletas, las colocamos en la camioneta y nos lanzamos – encascados y enguantados- carretera abajo escoltados por Walter.  Poco a poco comienzan a salir los niños que llevamos por dentro, nos tele-transportamos a nuestra infancia, rodamos felices entre el barro y las piedras.  Comienza la lluvia y con ella desaparecen las últimas inhibiciones, ahora sí que somos una pandilla de muchachitos haciendo carrera con Pepe a la cabeza.   Estamos todos empapados y llenos de lodo, embalados disfrutando del paisaje, no queremos que se acabe.  Termina la bajada y llegamos a un pequeño caserío donde compramos agua y hojas de coca.  Allí Roger nos ofrece volver a la camioneta pero su moción es derrotada por unanimidad, todos queremos seguir montando bici hasta el fin del mundo, hasta que la carretera se dé de bruces contra el río.   Unas horas más tarde llegamos embarradísimos al pueblo donde almorzaríamos, ya hace rato que estamos en el Departamento de Madre de Dios.  Nos bajamos de nuestras bicicletas y nos duchamos en un pequeño y desvencijado hostal al borde del camino.  Le entregamos nuestra ropa sucia a la dueña de la más moderna lavadora Samsung del Amazonas, toda la modernidad en un cubo, para que nos la lave mientras comemos.  Almorzamos arrullados por la lluvia y el ciclo de spinning del prodigio coreano.  Esa misma tarde, luego de un breve paseo por el río, llegamos a nuestro próximo albergue, el venerable Amazonia Lodge.






Alli las duchas al final del paseo

El Amazonia Lodge es hijo de la pasión y el cariño de un cusqueño y una cajamarquina que compraron hace más de treinta y cinco años una antigua hacienda de té para convertirla en un refugio de flora y fauna.  En el lodge se han avistado más de 644 especies de aves, un festín para los dedicados birdwatchers que vienen de Europa y Norteamérica.  Nosotros, novatos y contentos, nos sentamos en la baranda del hotel preparados para iniciarnos en las artes del avistamiento de aves.  Al frente un hermoso jardín con árboles inmensos, uno de fruto de pan, y una plataforma con algo de comida para atraer las aves.   “Ese es un jacobin” nos dice Fiorella. “Tómale fotos” me dice Pepe.  “Ese es un red tanager” nos dice Fiorella.  “Tómale una foto” me dice Pepe.  “Ese es un blue tanager” nos dice Fiorella.  “Tómale una foto” me dice Pepe.  Así va transcurriendo la tarde al ritmo de los trinos y el whisky apostados todos, aprendices de ornitólogos, en la larga terraza.  Para las seis de la tarde ya nos faltan sólo 635 aves que avistar.  Jana, con su rigurosidad anglo-sajona, marca en su libro cada uno de los pájaros que hemos visto.  “Pepe, ese es otro Jacobin, ya tengo ocho fotos del mismo” le digo yo  avanzada la tarde.  Ese día descubro que mis binoculares son los menos poderosos del grupo.  Suso, haciendo alarde de la potencia de los suyos,  hace comentarios sobre las pestañas de los colibríes y las arrugas en los ojos del pequeño abejaruco que está parado en ese árbol bien atrás.  Tengo que confesarlo, no he logrado sobreponerme aún a mi falta de virilidad óptica, a la humillación de tener los binoculares más miopes de todo el grupo.  Nos acostamos temprano –faltan 633 especies por ver- para despertarnos a las 4.30 de la mañana para una caminata.  A las 5 abro los ojos y escucho un torrencial aguacero.  Nuestra excursión matutina ha sido cancelada.  Dormiremos apacibles hasta las seis.

Amazonia Lodge, antigua hacienda de te

Daniel, le tomaste foto a ese Jacobin?



Nos despedimos del Amazonia Lodge.  Hoy nos tocan siete horas de paseo por el río Madre de Dios hasta el siguiente albergue.  Nos sentamos en el bote a disfrutar del paisaje, pendientes de las garzas y las capibaras al borde del río, de las tortugas que se asolean sobre los viejos troncos,  buscando monos en las copas de los árboles. Suso nos asiste con la biblia de la selva, el Neotropical Companion de Kricher, fuente de todo el saber: “Saben que en un árbol del Amazonas se han encontrado más especies de hormigas que las que hay en todas la Gran Bretaña?” nos dice Suso y nosotros boquiabiertos.   Roger nos cuenta de Clotilde, una caimana malcriada que acostumbrada a alimentarse de los restos de comida de uno de los lodges terminó comiéndose a un incauto fotógrafo.  Horas y horas de verde y de nubes, de una tertulia entretenida, un larguísimo río parecido a los que recorrió el primo Teodoro.  Al comienzo de la tarde llegamos al albergue donde pasaríamos nuestras últimas tres noches.   








El último lodge es el más grande de los tres, unas diez o quince cabañas muy cerca del río rodeando el comedor.   Las habitaciones no tienen número sino nombre, a partir de ahora yo soy Carachupa (zarigueya) y Pepe Tapir.  Esa tarde hacemos un paseo corto para visitar la copa de un árbol muy alto.  Una gran parte de la vida de la selva se concentra en las ramas y las hojas de los árboles lejos de nuestra mirada, a cientos de metros del suelo húmedo y oscuro.  Infinidad de animales; mamíferos, aves, reptiles y anfibios pasan sus vidas enteras en las alturas de los bosques.  Para subir a nuestro árbol han construido una escalera de caracol metálica con cientos de escalones.  “No se preocupen, caben hasta 10 personas” nos dice Fiorella y nosotros, exploradores obedientes, subimos haciendo caso omiso al vértigo y al bamboleo de la estructura.  Desde la plataforma de madera arriba en la copa se ve un mar verde infinito.  Decenas de especies de pájaros: woodpeckers y woodcreepers, tanegers de nuevos colores, guacamayos y loritos.  Suso, Jana y Pepe muy aplicados con sus binoculares.   Yo  me concentro en tomar fotos; trato de capturar la magia de la luz enredada en las ramas de nuestro árbol a esa hora de la tarde. 
De vuelta en el lodge es hora de enseñarle a Juan, el encargado del bar, cómo se prepara un buen Gin Tonic.   Es cuestión de salud.  Después de todo fueron los británicos quienes inventaron la bebida como una manera de tomar la amarga quinina que los protegía de la malaria.  Nos sentamos a tomar un par de tragos mientras recordamos nuestro ascenso al árbol y hablamos del plan del día siguiente.  Esa misma noche me llega una advertencia del Consulado americano en Lima sobre la selva del Manu y sus alrededores: “Message for U.S. Citizens: Mosquito-Borne Illnesses and Mercury Contamination in Peru”.  No le tenemos miedo al dengue, a la malaria o a la leshmaniasis, estamos protegidos por el Gin Tonic y por la olorosa citronella orgánica que tan maternalmente nos rocia Suso cada mañana antes de nuestros paseos.  Somos valientes.
A la mañana siguiente salimos muy temprano a ver guacamayos en un “clay lick”, una pared de arcilla adonde vienen algunos pájaros para nutrirse de minerales.  La caminata es entretenida, nos detenemos  para ver hormigas, arañas, hongos y enredaderas.  Gran parte de la ruta es bosque inundable, terreno que durante los meses de lluvia está casi totalmente cubierto de agua.  Frente al clay lick hay una plataforma de madera donde nos sentamos a esperar los guacamayos.  Al poco rato vemos acercarse algunos tímidamente.  Baja uno con cuidado y se posa sobre la pared de arcilla.  A los pocos minutos nos sorprende una explosión de color, decenas de guacamayos, un revoloteo de amarillo, verde, azul  y rojo.  Muchos vienen atraídos por el maíz que le colocan en la pared de arcilla, algunos aprovechan para tomar su dosis de minerales.    De vuelta tenemos la suerte de ver un grupo de monos tamarindo y un tímido agouti. 
Clay lick



La hormiga mas grande, duele como si fuera una bala

Ese día, tarde en la tarde, salimos con nuestras linternas a otro clay lick un poco más grande donde vienen los tapires y los monos araña a hacerse de su suplemento mineral.  Luego de una hora y media de camino (vimos “makisakas” o monos araña, el más grande de todas las 13 especies de monos que habitan el Manu y un grupo de venados)  llegamos a una plataforma escondida en la selva, un balcón de madera con una hilera de colchones cubiertos con mosquiteros (parece un hospital de campaña de la primera guerra mundial).  La idea es acostarnos a esperar en silencio a que lleguen los animales.  Cada uno se ubica en su puesto de observación, cae la noche, hay que tener paciencia.  De repente, no sé si atraídos por la arcilla, por el olor a citronella o por los ronquidos de uno de nosotros, aparece un primer tapir.  Es emocionante.  Lo iluminamos y le tomamos fotos.  No tarda en llegar un segundo tapir más grande que se pasea con calma por el barro.  Primos lejanos del elefante, tienen una pequeña trompa y mala vista, son el animal más grande de Suramérica.  Los tapires, tímidos y solitarios, son muy difíciles de ver.  Nosotros estamos extasiados.  En el camino de regreso nos detenemos a aprender de arañas.  Nos tropezamos con varias especies noctámbulas de distintos tamaños: arañas saltarinas, arañas peludas, arañas aéreas y subterráneas.  Pepe no le tiene miedo a ninguna. 
Nuestro puesto de observacion de tapires

Que esparrago!
Tapir en el barro


La penúltima mañana salimos de paseo a un lago.  Vamos en un bote sin motor deslizándonos sobre las aguas calmadas atentos a los matorrales y los árboles.  En la orilla vemos grupos de Hoatzins, un ave torpe con el copete despeinado, un raro pájaro rumiante; murciélagos, una familia de monos aulladores flojos y peludos, buscamos sin éxito una pareja de nutrias que cuentan vive allí.  A nuestro regreso Jana, la de la vista biónica, descubre un lindo perezoso colgado de una rama.  Esa tarde Tapir y Carachupa deciden tomar una siesta mientras que Suso y Jana vuelven a visitar el clay lick de las guacamayas.   

Roger pensativo

Hoatzin



Ya nos toca volver a Lima.  El primer tramo de la ruta a Puerto Maldonado es río abajo por varias horas.  A medida que nos alejamos del parque vamos viendo más y más campamentos de mineros ilegales lavando arena en busca de oro.  Les tomamos fotos al pasar y ellos nos miran sin sobresalto, no sienten necesidad de cubrirse, no tienen sentimiento de culpa, no hay nada de qué avergonzarse, destruyen la selva con total impunidad.  El agua del río a estas alturas está altamente contaminada con mercurio, no se puede (no se debe) comer pescado, al borde del camino hay kilómetros y kilómetros de “pampa” desforestada, selva desfigurada, irreconocible.  Desde el aire se ven las inmensas cicatrices, tomará siglos -literalmente- para que el ecosistema se regenere, para que la selva vuelva a parecerse a lo que un día fue.  Los pueblos mineros son una versión tropical del viejo oeste americano, un puñado de casas poco glamorosas, construidas a la carrera, rodeadas de tiendas de repuestos de motos y motobombas, de basura, de ropa barata y mucho plástico.  Una cerveza en este “wild west” cuesta 10 soles, un pollo 60, una puta 100 (en Lima la cerveza cuesta 3, el pollo 20 y la puta quien sabe).  Esta es una economía de pueblo de frontera, de hedonismo y despilfarro, lo que ganan los mineros en largas jornadas de trabajo lo gastan en una sola noche.  
"Sargento de turno.  Autoridad de playa"

Mineria ilegal


Chicha y Direct TV

Reparando la maquinaria para la mineria

Desierto ahora, antes selva


    
      Puerto Maldonado, de unas 50.000 personas, nació con el boom del caucho en 1902 y hoy crece gracias al oro y la madera malhabida. Por aquí pasó Fitzcarrald, el mismo de la película de Herzog, con su inmenso bote y toda su locura.  Su vida, la del Fitzcarrald, se repite y vuelve a repetirse en la selva como una maldición,  es el ciclo infinito de destrucción, de rápidas fortunas y quiebras estrepitosas.   En una de las encrucijadas principales de la ciudad hay una torre que conmemora la fundación de Puerto Maldonado, una torre alta desde la cual se puede ver la ciudad entera y la selva maltratada.  El mismo día que se inauguró –hace unos años- dejó de funcionar el ascensor y aún hoy no lo reparan.  La torre es  un monumento a la improvisación y la desidia.   El chófer que nos llevó al aeropuerto nos cuenta que muchos de los extranjeros –chinos, coreanos y rusos- se han ido de Maldonado (tal vez por la caída del precio del oro), que el diputado que representa la región está en el negocio de venta de oro ilegal y que por eso trataron de asesinarlo, que no importa en verdad comer pescado con mercurio, que a él y a su familia también les encanta comer tapir, mono araña y venado y que es muy fácil conseguirlos en el mercado.  Yo, algo preocupado por el tapir de la otra noche, le pido que por favor coma pollo. 
Ya tenemos un viaje planeado para el año que viene.  El club de viajeros irá en mayo a la selva en el norte, a la reserva Pacaya Samiria allí donde no llega el internet. Iremos a pasar unos días navegando por el Amazonas, persiguiendo toninas y manatíes, tomando gin tonic al atardecer, explorando la selva, hablando boberías, brindando –algunos sin saberlo- por el primo Teodoro.