En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Tres tiburones en Kansas




No se bien como nació nuestra afición por los Tiburones de la Guaira, nuestro equipo de beisbol del ahora Estado Vargas en Venezuela en el pegajoso litoral central, el equipo del puerto de la Guaira a una hora -sin trafico- de Caracas.  La verdad es que, como buenos fanáticos, nunca nos preocupamos por conocer los orígenes de nuestra afición; la sentíamos natural, congénita,  incuestionable, indispensable, familiar como la diéresis en nuestro apellido, necesario como nuestro ritual de subir al Avila y comer pollo en brasa todos los domingos.  Nuestras aletas las habíamos heredado directamente de mi papa, éramos tiburones por ius sanguinis; en línea directa mi hermano, mi sobrino y yo, en línea oblicua mi querido primo José.  Alguna vez escuche que el primer fanático de la familia fue mi tío Selmon (nacido en Polonia) y que fue el quien contagio a mi papa (nacido en Rumania), que los Tiburones era el equipo preferido de los "musius", de los inmigrantes que llegaban pobres, curiosos y encandilados al modesto puerto de La Guaira.  No se cuando fue mi papa a su primer juego de pelota, no se cuando ni como aprendió las reglas de este juego americano tanto mas complicado que el futbol que jugaba en Europa, tanto mas aletargado.  Desde que tengo memoria recuerdo a mi papa contento con el comienzo de la temporada,  escuchando atento a comienzos de octubre la transmisión de los partidos con su "egoísta" blanco al oído (un pequeño y rudimentario audífono que conectaba a su radio, el inmenso radio rectangular, el poderoso radio de las dos antenas que -como las del tío Martin- se hacían largas de repente.)  Recuerdo a mi papa con su gorra azul y roja avisándonos que iríamos al estadio.  Para nuestra fortuna, por alguna secuencia inexplicable de eventos que nunca entendí, los Tiburones de la Guaira no tenían su sede en La Guaira sino en Caracas donde nosotros vivíamos.  En la Guaira, en Catia la Mar, había un pequeño estadio bautizado Cesar Nieves al que siempre amenazaban irse los Tiburones cuando faltando tres horas para el comienzo de la temporada aun no habían llegado a un acuerdo comercial con la Universidad Central, los dueños del Estadio Universitario, la sede que nuestro equipo compartía y sigue compartiendo con los antipáticos Leones del Caracas.  La emoción era indescriptible; leía quinientas veces las reseñas del periódico del juego del día antes (tenia en un cuaderno que aun guardo los recortes de todos los juegos de la temporada), ojeaba y volvía a ojear mi album de barajitas (que aun conservo), me memorizaba todo lo memorizable sobre la vida de cada jugador.    Salíamos mi hermano, mi papa y yo felices, pasábamos buscando a mi primo José en la Avenida las Acacias y parábamos el carro muy cerca de su casa a espaldas de la inmensa Torre de la Previsora.  De allí caminábamos al Estadio haciendo las paradas de rigor para comprar naranjas, tequeños, parrillita, maní, pistachos, y algunos sobres del Pool de Pulido (un artesanal juego de azar que consistía en acertar quien anotaría la primera carrera del juego).  En el estadio todo era fiesta, carnaval, algarabía; saltábamos felices con cada strike, con cada hit, con cada batazo profundo.  Mi papa era pura pasión, pasión bipolar;  aplaudía y gritaba emocionado cuando anotaban una carrera, amaba incondicionalmente al equipo hasta el instante que cometían un error o le bateaban un jonrón al relevista (Luis Mercedes Sánchez las mas de las veces), de repente las alabanzas se convertían en maldiciones, maldiciones en Yiddish,  los silbidos se convertían en abucheos, la alegría en pesar.  Yo era absolutamente feliz (sin importar en realidad, me doy cuenta ahora, quien terminaba ganando el partido). La vida se suspendía por tres horas y media (o cuatro), durante nueve innings el mundo era perfecto.  

Desde el 93, cuando llegue a Estados Unidos, hasta el 97, tuve breves romances -ninguno serio- con varios equipos: los Medias Rojas mientras estudiaba en Boston, los Orioles durante mi breve estancia en Washington, los Medias Blancas de Guillen, Ventura y Thomas durante mi inolvidable año en Chicago.  Ninguno fue duradero, tórridos affairs que siempre terminaban en decepción, en otra desilusión marcada por la inevitable comparación con mis añorados Tiburones.   Sé bien como comenzó mi afición por los Mets.  El año que llegue a Nueva York, comienzos de 1997, el contingente de venezolanos del equipo de Flushing era mayor que el de los Yankees y además los tickets eran muchos mas baratos.  Decidí entonces,  fue un acto consciente y cerebral, volcar mi pasión guarista en los Mets, aplaudir y gritar emocionado cuando Edgardo Alfonzo y Roger Cedeño salian al campo, saltar emocionado cada turno de Endy Chavez y Melvin Mora, celebrar cada ponche de Johan Santana.    No tarde mucho en vivir con pasión cada batazo de Piazza, cada relevo de Franco, la velocidad de las piernas de Cedeño, cada atajada de Beltrán, la malicia de Leiter y el aplomo de Ventura, me descubrí también maldiciendo (casi en Yiddish) la adquisición de Mo Vaugh, el mal brazo de Piazza, los ponches de Beltrán, las lesiones de Santana, y la lentitud de mente de Cedeño.  Comencé a descubrirme feliz en las mañanas cuando ganaban los Mets, algo irritable cuando perdían,  emocionado y luego triste en el 2000 y el 2006, pero sobre todo me descubrí -síntoma inconfundible de una total y sincera conversión- odiando de verdad a los Yankees. 

    Así que que este año, año raro e improbable en el que -después de 15 temporadas- los Mets ganaron su liga,  llamé a mi hermano a decirle que empacara su bolso porque estos dos viejos tiburones -calvos, canosos y rechonchos-  se iban juntos a Kansas City a ver el primer juego de la Serie Mundial. 
      Nos encontramos ese martes temprano en el aeropuerto, en el pequeño aeropuerto Internacional de Kansas City en el Midwest del Midwest, allí donde Missouri y Kansas se frotan las espaldas.  Estábamos felices, yo llevaba puesta mi gorra de la Guaira, el la de los Marlins, una emoción parecida a la de la antesala de los juegos a los que íbamos con Papi.  Como teníamos unas cuantas horas libres fuimos a visitar el Museo de la Primera Guerra Mundial, el mas importante de su tipo en los Estados Unidos y de los mas completos en el mundo, cerca del centro de la ciudad.  El museo forma parte de un imponente monumento inaugurado por el mismo Pershing, el Mariscal Foch y el Presidente Coolidge en 1926 frente a una gran multitud cuando la guerra todavía no era memoria.  Se inauguro en Kansas City por la sencilla razón de que fue la primera ciudad en reunir la cantidad de dinero necesaria para construirlo.  Desde ese entonces y hasta ahora han reunido y conservado una colección impresionante de armas, uniformes, equipos y documentos sobre la Primera Gran Guerra.    Hace poco mas de un siglo que comenzó, fue un junio caluroso hace 101 anos cuando el serbio Princip asesinó al bigotudo Archiduque y estalló la guerra, hace un siglo apenas que ocurrió y ya es poco lo que sabemos de ella.   El Imperio Austro-Hungaro y el Imperio Otomano, la Rusia de los Zares, son historia vetusta, de otro milenio -literalmente- , lejana, con olor a cloroformo.  Recuerdo claramente haberle preguntado a mis padres durante un viaje a Escocia en 1977, cuando tenia 8 anos, en las calles de Edimburgo, quienes eran aquellos señores mayores que caminaban al frente del desfile vestidos de gala luciendo sus medallas, las flores de amapola en su solapa, sus sombreros y bastones.  Recuerdo a mi mama diciéndome que eran veteranos de la Primera Guerra Mundial, de la Guerra antes de la Segunda, la que los había hecho escapar de Europa.  Me quede mirándolos fijamente, maravillado, sorprendido por su vejez y su juventud, convencido de que seguirían marchando cada año todos los años.   Ya no queda ninguno en Edimburgo, ya no queda ninguno en ninguna ciudad.  El ultimo combatiente de la Primera Gran Guerra murió en 2011 a los 110 anos y con el se paso finalmente una pesada pagina (vale la pena leer The Last Fighting Tommy: The Life of Harry Patch, the Oldest Surviving Veteran of the Trenches, la biografía del ultimo sobreviviente de los que pelearon en las trincheras).   



   Llegamos temprano a Kauffman Stadium.  Tenemos buenos puestos sobre el dugout de los Reales.  Se siente la emoción, la energía de las olas de fanáticos que van vestidos de azul.  Paseamos por el estadio, lo recorremos como niñitos chiquitos, vamos por detrás de las fuentes de agua que decoran el outfield, nos tomamos fotos con la estatua del legendario George Brett, vemos la caseta de trasmisión de la television con los comentaristas comentando (Pete Rose, gordo y simpático, Frank Thomas, gordo y simpático), compramos perros calientes (un footlong yo y uno vegetariano Henry), ha dejado de llover    Estamos en nuestros puestos a las 7 en punto.  Cantan el himno nacional, abren una bandera inmensa sobre el campo, presentan a los jugadores, comienza el juego,  el publico esta en éxtasis, es el primer juego de la Serie Mundial!!  

     En los innings tempranos los Mets batean un jonrón y empatan el juego, nos volteamos emocionados y empezamos a gritar, saltamos contentos.   De repente, en medio de la algarabía, por un breve momento, se detiene el tiempo y estamos de nuevo los tres: Henry, Papi y yo, tres feroces tiburones, felices -una noche de tantas- abrazados saltando en algún lugar de la tribuna derecha del viejo Estadio Universitario.

domingo, 4 de octubre de 2015

200 kilometros de bicicleta con Sean y Camus en Quebec



Sean et moi

"C'est le grand libertinage de la nature et de la mer qui m'accapare tout entier"
                                                                                                                                            Albert Camus -Noces a Tipasa

  Los sabados por la mañana, casi todos, me pongo mi camisa naranja de la seleccion de futbol de Holanda, mis pantalones de safari y mis botas de hiking y salgo a reunirme con mis compañeros del club de senderismo.  Nos encontramos siempre a las diez en la fuente de agua que queda al lado del edificio blanco de la alcaldía sobre la pintoresca calle principal de Salisbury (un pequeño pueblo neoingles que queda en la ingle de tres estados, en la intersección de Nueva York, Connecticut y Massachusetts).   Joe, Lloyd, Zenia, el otro Joe, Susan, Milo, Cynthia, todos van llegando puntuales y sonrientes con sus mochilas llenas de golosinas sanas.  Sean, el organizador del grupo, nos hace firmar a todos un disclaimer que dice que nadie es responsable si nos devora un oso, nos cornea un alce, nos quema un rayo o nos chupa la sangre una garrapata malsana.  Yo soy la mascota del grupo, los mas jóvenes tienen algo mas de sesenta años, los menos rozan los ochenta.  Cada sábado hacemos una nueva ruta, paseos por senderos cubiertos de pinos y decenas de otros arboles, verde muy verde en verano, festivales de naranja y ocre en otoño.  Esta parte de Nueva Inglaterra es un laberinto de caminos maravillosos que acompañan e interceptan el larguísimo y venerable Appalachian Trail (una ruta que va de Georgia a Maine y toma unos seis meses recorrer).  Apenas iniciamos la marcha comienza siempre una tertulia animada.  Hablamos de libros, de los candidatos presidenciales, de las ultimas noticias del pueblo, de los hambrientos venados que acaban con las flores de Susan, de los suegros de Milo que tienen casi 100 años, de las carreras de caballo en Saratoga Springs, de los abuelos irlandeses de Joe, de las frutas de la estación y del oso negro que con frecuencia visita el patio trasero de la casa de Lloyd.  Nunca faltan, eso si, historias de viajes, recomendaciones de lugares que visitar; Escocia, Patagonia, Islandia, el valle del rio Hudson, Mesa Verde y algún rincón de Taiwan.  Fue durante una de esas conversaciones, hace unas semanas, que le comente a Sean sobre Le Petit Train du Nord, una ruta de bicicleta en Canada sobre la que lei en un breve articulo de internet, uno mas en una larga lista de futuros viajes (algunos imposibles) que actualizo secretamente cada mes desde hace muchos años.  
      Le Petit Train du Nord es una vieja linea de ferrocarril que une Saint Jerome (un suburbio gris de Montreal) con el pequeño pueblo de Mont Laurier en las Laurentides, la cadena de montañas mas vieja del planeta.  Construido entre 1891 y 1909 por iniciativa del padre Francois-Xavier-Antoine Labelle, el pequeño tren impulso primero la colonización agrícola del norte y luego el desarrollo turístico de la region.  El padre Labelle propuso la expansion a los Altos Laurentides  para contrarrestar la emigración masiva de canadienses franceses a los Estados Unidos.  Las condiciones de los primeros colonos fueron muy duras, entre otras razones, por las malas condiciones para la agricultura.  No fue sino a mediados del siglo XX que floreció el turismo con la llegada de los afluentes montrealeses  en busca de paz en los bosques, lagos y montañas del norte.  Casi cien años después, un 15 de noviembre de 1981, abrumada por la competencia desleal de las veloces autopistas, la pequeña locomotora hizo su ultimo viaje.   Quince años mas tarde, en 1996, la antigua ruta de tren fue reconvertida en un camino para bicicletas y esquiadores, el mas largo de Canada.  Las viejas estaciones de tren que salpican el camino son ahora puntos de descanso donde los ciclistas se paran a comer un buen sandwich y rellenar sus cantimploras.  Son 232 kilómetros de bosques y silencio, de campos de flores y rocas cubiertas de líquenes, de lagos profundos y azules, un hilo sinuoso que va enhebrando pueblos y pequeños caseríos donde todos prefieren (o solo pueden) hablar francés.   Sean, mi co-hiker, me escucho con atención y esa misma tarde me envio un correo sugiriendo que hiciéramos el viaje.  Una hora después ya habíamos elegido la fecha.
 
Le Petit Train du Nord


     Partimos de Lakeville en su carro el domingo 9 de agosto al mediodia.  En mi mochila poca ropa,  dos barras de chocolate y Noces, un libro de ensayos de Albert Camus que lei por primera vez, de la mano de Guillermo Sucre, en 1988 y luego de nuevo a los pocos años en la playa cerca de Montpellier.  Lo escogi como se escogen algunos libros; sin pensarlo mucho, tal vez porque es una edición pequeña y ligera o porque es en francés, tal vez fue la intuición de correspondencias secretas entre el mediterraneo argelino y el bosque infinito de la gigantesca provincia de Quebec.   De resto,  mi equipaje consiste en algo de ropa de bicicleta, un par de licras, guantes, un traje de baño y un pomo inmenso de Desitin (crema para la irritación)
     Luego de cinco horas de manejo y de tertulia entretenida (y de prometerle al policia de la frontera canadiense que no llevabamos con nosotros armas, chorizos, ni pepper spray) llegamos a Saint Jerome, un suburbio industrial de poco mas de 70.000 habitantes en las afueras de Montreal.   Nos registramos en un poco agraciado Confort Inn y salimos a cenar.  Sean habia encontrado una cerveceria artesanal no muy lejos, a unos veinte minutos caminando de nuestro hotel.   Quebec es un lugar extrano, una provincia que sobrevive testaruda, impractica, incomoda pero orgullosa, entre tanto mundo anglosajon.  Quebec es memoria de una Francia de antes, especie endemica (hermana grande de St Pierre y Miquelon), eco de otras metropolis, de conquistadores conquistados, de otros acentos.  Uno se siente, al menos yo, seducido por el cambio de idioma, por la ortografia de los letreros, por las maneras, la buena mesa y el ubicuo bistro.
    Cenamos esa noche convencidos de que nos preparabamos para un largo maraton y que por eso mereciamos una buena dosis de carbohidratos.  Nos sentamos a conversar al aire libre a la luz de un maravilloso e interminable dia de verano, cada uno con una cerveza, los dos rodeados de locales que conversaban animadamente al ritmo del ir y venir de papas fritas y mesoneros.  Volvemos a nuestro hotel, veo un poco de television para desempolvar mi frances y ganar el sueño.  Mañana nos espera un largo día.
 
Punto de partida en Saint Jerome
    Nos despertamos temprano, nos embadurnamos de Desitin -al menos yo- y nos presentamos puntuales a las 7 de la manana en nuestros atuendos de ciclistas en la antigua estacion de tren de Saint Jerome a pocos minutos de nuestro hotel.  Alli, Aline y su esposo nos registran, me asignan una bicicleta y nos suben junto con un contingente de ciclistas a un pequeno autobus que nos llevara al comienzo de la ruta en Mont Laurier a dos horas y media manejando. Les entregamos tambien nuestros bolsos, cada tarde los dejan en las posadas donde nos quedaremos para recogerlos de nuevo a la mañana siguiente.
      Mont Laurier es un pueblo de 4.000 habitantes fundado en 1886 que pareciera acabar de despertarse de una larga siesta.  Da la impresion de que fue apenas ayer que descubrieron que el tren no vendria mas, que de repente Montreal les quedo lejos.  Aletargado y malhumorado, el pueblo se desparrama sin mucho angel en una cuadricula de calles con tiendas -muchas cerradas- que vieron tiempos mejores.  Queremos comprar almuerzo y provisiones para el camino y no encontramos donde.  Hay, como en todo Quebec rural, tiendas de alquiler de videos -Sean y yo nos vemos las caras sin poder creerlo-, y uno que otro bar oscuro con luces de neon y los resultados de la loteria.  Hay una sola agencia de banco, de donde saco algo de dinero, y dos bombas de gasolina donde finalmente hacemos mercado. La gente en Mont Laurier ve a los ciclistas con extrañeza y desgano, no entienden -ni pareciera interesarles entender- que hace aquí toda esa gente con cascos de colores y ropa apretada.   El primer día es el mas corto, son solo 55 kilómetros desde Mont Laurier al pequeño pueblo de Nominingue donde pasaremos la noche.
     La ruta comienza en la antigua estacion de tren, la estacion terminal o inicial dependiendo de donde se comience.  Entramos al baño publico a llenar nuestras botellas de agua y descubrimos que las paredes están empapeladas de afiches ofreciendo ayuda a potenciales suicidas, un montón de avisos con números de teléfono donde llamar y una lista de razones para no cortarse las venas. Es evidente que no es tan entretenida la vida en Mont Laurier.  Nos hemos demorado un poco en salir, es el mediodía y hace calor. Comenzamos a rodar y a los pocos minutos estamos a años luz de la civilización completamente rodeados de verde, así sera por los próximos tres días. 




"Au printemps, Tipasa est habitee par les dieux" [En la primavera, Tipasa esta habitada por los dioses] nos advierte el ateo Camus en la primera linea de su ensayo y yo, que estoy hipnotizado por el paisaje, bañado de viento y sol, me alegro de descubrir que es aquí adonde se mudan los dioses en el verano.   Sean, siempre a mi izquierda porque soy casi sordo de mi oído derecho, me conversa animadamente sobre Canada y los canadienses (vivió muchos anos en Toronto y su esposa es de Vancouver).  Yo le hago preguntas, miles, y el responde con anécdotas y opiniones, contándome del pasado y haciendo predicciones sobre el futuro.  El camino es un sendero muy bien cuidado no muy ancho, a veces asfaltado, a veces de tierra.  Los desniveles, huecos y fisuras están todos marcados con pintura roja de aerosol para advertir a los ciclistas distraídos.  El camino comienza bordeando campos y granjas, praderas con caballos y vacas que pastan indiferentes disfrutando del verano.  Luego de media hora mas o menos nos adentramos en un bosque inmenso del que saldremos y volveremos a entrar intermitentemente durante los próximos días.  A nuestra izquierda comienzan a aparecer lagos, pequeños algunos, otros mas grandes, con casas y cobertizos en sus orillas.  Cada kilometro esta marcado con un pequeño letrero de piedra o madera al borde del camino, el numero va decreciendo a medida que avanzamos y se van cansando nuestras piernas.  200, 198...192, en el kilometro 175 nos detenemos a comer en un pequeño refugio de madera.  Hoy no es una almuerzo muy feliz.  Solo tenemos lo que pudimos comprar en una bomba de gasolina poco coqueta atendida por un cajero huraño que, como buen Montlauriano, parecía debatirse entre regañarnos y suicidarse.  En mi pequeña mochila tengo un sandwich de salami color rosado Hello Kitty, una bolsa de nueces y mis dos chocolates de rigor.  Sean, que es vegetariano, se compro un sandwich de quien sabe que. 
     Ademas de los hitos con los kilometros, hay paneles a lo largo del camino que relatan la historia del ferrocarril y los pueblos que conectaba.   Las laminas explican la historia de quienes fundaron cada caserio (en su mayoria inmigrantes desesperados llegados de Europa), las primeras industrias (madera, agricultura, carbon y hasta gusanos de seda) o el por que del nombre de la calle principal pueblo, del rio que acabamos de vadear o de la colina que queda a la distancia.  Son todas historias menores con fotos borrosas y descoloridas, historias de la vida cotidiana, de auge y caida, de civilizacion contra la barbarie, testimonios todos de como el teson, la constancia y las hachas afiladas (seguidas de las motosierras) domaron la naturaleza.  Al final, sin embargo, el curso se revierte.  Al ver las fotos uno se da cuenta de la manera sorprendente como, al igual que en gran parte del noreste de los Estados Unidos, la naturaleza ha regresado.  Lo que hasta hace poco fueron kilometros y kilometros de campos desolados son de nuevo bosques inmensos de pinos y abedules.  Hay pocas partes del planeta -Eslovenia tal vez- donde la naturaleza ha reclamado de nuevo areas tan grandes en tan poco tiempo.  El paisaje, sin embargo, no es el mismo.  Muchos de los arboles centenarios que encontraron los primeros colonos desaparecieron para siempre.  Algunos por la tala indiscriminada, otros, como el castaño o el olmo americano, azotados por enfermedades e insectos llegados de otros continentes.  Los bosques de hoy son jovenes, es verdad; pero aun asi, son majestuosos.  En los Altos Laurentides cada vez quedan menos vestigios de aquellas olas de inmigrantes industriosos, si acaso uno que otro edificio viejo y los modestos paneles con fotografias al borde del camino. Decido hacer un esfuerzo por no leer los paneles y sumergirme en el silencio, por alejarme de la anécdota, del exceso de historia; opto, en lo posible, por una mirada algo mas analfabeta, por ignorar el texto y el contexto para disfrutar del paisaje, del paisaje y nada mas: "L'histoire n'explique ni l'univers naturel qui etait avant elle, ni la beauté qui est au-dessus d'elle" [la historia no explica ni el universo natural que la antecede ni la belleza que esta debajo de ella]. 

Retomamos el sendero luego de nuestro frugal almuerzo, vamos sobre las bicicletas llenos de energia, sonrientes.  Nos faltan unos 25 kilometros hasta nuestro destino y lo mejor es que no hay ningun apuro.  El sol es muy fuerte; hay algo de placer en la incomodidad de tener que fruncir el ceño porque no tengo lentes, en la sensación de quemadura sobre la piel (no uso protector solar), en la sed constante que calmo cada tanto y el sudor que corre por la frente.  Luego de una hora, Sean me recuerda que el acostumbra a tomar siestas.  Nos detenemos.  Dejamos las bicicletas al borde del camino y nos acostamos bajo la sombra de unos abetos a leer y dormitar. 
  Nominingue es un pueblo pequeno de 2.000 habitantes y 100 lagos al borde de la ruta del ferrocarril.  Muy cerca del sendero encontramos nuestro hostal, el Auberge de L'ile de France, una pequeña casa de dos pisos con banderas en la terraza y muchos comentarios en Tripadvisor.  Nos reciben con amabilidad y nos dan la llave de nuestras habitaciones: Paris dice la mia, Ciudad de Mexico la de Sean.  Resulta que en este hostal, a la Epcot Center, la decoración de cada habitacion hace homenaje a una ciudad distinta.   Abro mi puerta y me tropiezo con un mural inmenso de la torre Eiffel de noche; Sean, que esta del otro lado del pasillo, dormirá sobre la pirámide del Sol en Teotihuacan.  Se siente muy extraño.  Con curiosidad salgo a ver los nombres de las demás habitaciones.  Shanghai (una larga muralla me imagino), Venecia (alcanzo a ver la plaza San Marco desde la puerta), Bali, Marrakesh y al final del corredor, para mi gran sorpresa, una puerta que lee Abidjan!!   
      El escudo de Nominingue trata de transmitir, con algo de ansiedad, todo lo que ofrece el pueblo.  En un espacio pequeño, el estandarte combina un lago, un campo de golf, una gaviota, montañas y una vela.   

Como no juego golf ni hago velerismo decido darme un chapuzón en el lago.  La empleada del hotel me dice que el balneario queda muy cerca, "máximo a 10 minutos caminando".  Sean, que prefiere tomar su segunda siesta, se retira a su aposento precolombino a soñar con Quetzalcoatl.  Yo, siempre inquieto, me pongo el traje de baño y salgo camino al lago.  Descubro muy pronto, a los 20 minutos, que la gente de Nominingue no tiene noción de las distancias.  Llegar a pie al lago toma en realidad mas de una hora y nadie, creo que nadie en la historia del pueblo, ha ido caminando.  Para llegar hay que atravesar un vecindario de casas pequeñas -todas a la venta- y luego seguir por una carretera muy poco transitada.  No hay nadie a quien preguntar por direcciones ni carros para pedir un aventon.   Lo único que veo es una familia de pavos salvajes inmensos, seis en total, que van picoteando la hierba poco preocupados por mi presencia.  Camino y camino, en la mano el libro de Camus envuelto en una toalla, hasta que finalmente a lo lejos veo el balneario.  La entrada es modesta, hay unos cuantos carros parqueados, una pequeña casa de madera y dos salvavidas muy serios sentados en las alturas.  Es una tarde calurosa de verano.  En la franja de arena color ocre hay tres familias de nominguenses y una pareja de amigos jugando frisbee.   El agua es fría, tranquila y muy poco profunda, se puede caminar doscientos metros o mas sin que pase de la cintura.  El lago, uno de cien en el pueblo, es inmenso; me acuesto en el agua a mirar el cielo despejado, casi no hay nubes, no hay turistas tampoco.   En el fondo se escuchan las risas de los niños que juegan distraídos, las conversaciones en francés de sus padres, el murmullo de los abuelos que esperan sentados en la orilla.  Cierro los ojos, me sumerjo, floto en silencio, no tengo reloj, no se que hora es. 
    Esa noche comemos bien y tomamos una buena botella de vino blanco de Quebec.  Estamos cansados, no son ni las 9 cuando nos despedimos, yo a mi Paris iluminado, Sean a su mítico Tenochtitlan.
Vista de Paris desde mi cama


El lago, a "diez minutos" del hostal


   El desayuno comienzan a servirlo a partir de las 8 de la mañana, eso a pesar de que casi todos los huéspedes son ciclistas impacientes por salir a rodar.  No nos queda sino esperar.  A las 830, con omelettes en el estomago, retomamos el camino que nos llevara a Mont Tremblant donde pasaremos la ultima noche.  A pesar de que es una ruta fácil, hay muy pocas elevaciones, no hay tantos ciclistas recorriendo (sobre todo en el tramo que va de Mont Laurier a Mont Tremblant).  Cada media hora nos cruzamos con algún viajero que nos saluda amablemente.  La frecuencia de los encuentros aumenta a medida que avanzamos, la ruta se hace mucho mas turística al acercarnos a Mont Tremblant.   Una de las cosas que me agrada del paseo es que a lo largo de los 200 kilometros no hay ningún lugar destacado que visitar, no hay ninguna catarata inmensa que debamos ver, ningún acantilado celebre, ninguna catedral imponente, ningún pueblo imposiblemente pintoresco, ningún campo de batalla, ningún monumento que amerite una foto.  Son 200 kilómetros de paisajes parecidos, de ríos y lagos sin nombre, de verde y azul y mas verde, de puentes medianos y túneles cortos, la sublimación de los términos medios.  No nos asalta la angustia de llegar a ningún lugar, de tener que ver aquella vista o aquel rincón, el destino es el camino mismo.  Todos los folletos, websites y libros de la ruta muestran fotos distintas que son muy parecidas.  La monotonía, la dulce monotonía del camino, es lo que lo hace especial.  Almorzamos a mitad de camino en la antigua estación de Labelle, en un pequeño restaurante rodeados de ciclistas.  Pedimos un par de cervezas locales (estupendas!) y dos ensaladas, nos tomamos un buen descanso antes de seguir.  Es fácil adivinar que nos acercamos a Mont Tremblant.  Las casas son mas grandes, hay mas vallas publicitarias, mas campos de golf, mas carros deportivos, las montañas -mas altas que antes- están ahora rasguñadas por las pistas de esquí.   El camino sigue siendo hermoso, vamos hipnotizados por el paisaje hasta que en una encrucijada, llevamos unos 65 kilómetros de camino, nos tropezamos con el Auberge le Voyageur, nuestro pequeño hotel.  Esta vez decidimos salir juntos a explorar el pueblo.  Preguntamos -y repreguntamos- la distancia al centro y nos prometieron que eran 10 minutos caminando.  Treinta y cinco minutos mas tarde nos encontramos en la calle principal sentados en un restaurante cenando (bisonte yo y Sean una ensalada) hablando animadamente sobre Roosevelt (Teddy y Frank), sobre Venezuela (Hugo y Nicolas), sobre las elecciones (Donald y Hillary), sobre nuestras maravillosas esposas (Vanessa y Katherine) y sobre nuestros siete hijos queridos (cuatro el, tres yo).  Disfruto la compañía de Sean; escucho con atención las historias de los viajes que ha hecho (de Washington a Lakeville en bicicleta, de Toronto a Halifax, Buffalo a Albany por el olvidado Erie Canal, la costa de Irlanda caminando, el Camino a Santiago......), me gusta el ritmo de sus viajes, su sentido del humor.   Decidimos acostarnos temprano, el ultimo día es el mas largo (90 kilómetros) y nuestras esposas nos esperan en Montreal. 

Siesta



   Gran parte del ultimo dia es al borde del rio, un rio bastante ancho que fluye perezoso en nuestra misma direccion.  El camino asfaltado se convierte por unas decenas de kilometros en un camino de grava.  Al comienzo hay una leve pendiente que lo hace mas duro, una pendiente que luego se convierte en una entretenida bajada en los kilometros finales.  Toma unos dias entrar en sintonia con el paisaje, con el ritmo del dia y de los pedales, con la rutina, con los caprichos del acido lactico, con el viento y la neblina temprano en la manana.  Se trata del instante, del trillado "aquí y ahora", de lo fugaz, de la relevancia de lo irrelevante, del kilometro en que estamos, no del final cuando aun no hemos partido o del comienzo cuando ya llegamos, se trata de reencarnar en nosotros mismos.  "Car s'il y a un péché contre la vie, ce n'est peut-etre pas tant d'en désespérer que d'espérer une autre vie, et se dérober a l'implacable grandeur de celle ci" [Si hay algún pecado contra la vida no es tal vez el desesperarse sino el esperar por otra vida robándole a esta su implacable grandeza].  
   Nos quedan apenas unas cuantas horas de camino.  Mientras tanto, otro puente, otro riachuelo, el olor a pino, sudor en la frente, otro puente, sol y viento, estamos tan cerca de Montreal y a la vez tan lejos.
     

lunes, 19 de enero de 2015

Hup Hup Holanda!! con mi primo Jose en el Mundial



Ying Yang en Brasil

   Ser nacional de un país, escuchamos siempre, conlleva derechos y deberes.   Consciente de mis obligaciones, y fresca aún la tinta de mi primer pasaporte holandés,  decidí asumir el deber patriótico de vestirme de naranja e ir a gritar por mi equipo en el primer juego del mundial contra España en Salvador, Brasil.  No fue una decisión fácil; pasé largas noches en vilo recitando en mi mente  (en holandés) el texto del juramento en la embajada y la lealtad que prometí bajo la mirada aprobadora de la pareja real en la fotografía que colgaba detrás del cónsul (angustiado yo por lo que habrán sido las noches en blanco de la reina Máxima rezando para que a Holanda no le toque jugar contra Argentina).   Una responsabilidad ciudadana ineludible, un acto de solidaridad con mis compatriotas, con la sangre flamenca que corre por nuestras venas desde hace infinitas generaciones, con los molinos y el arenque, con mis antepasados que con ahínco y determinación le ganaron terreno al mar, con las memorias indelebles de los 8 o 9 días que he pasado en Holanda desde que nací  (no incluyo los días que he pasado en Aruba porque creo que no cuentan).  Convencido de mi obligación, llamé a mi primo José –todo un Walg como yo-  y compramos nuestros pasajes para ir a Brasil.  Yo me encargaría de las entradas, José se comprometió a comprar las dos camisas naranja en Macaracuay.

Dutch Power


Que me estaran diciendo?

Dice Sneijder pero creían que era Robben



   Nos encontramos en Colombia un jueves, el mismo día de la inauguración del Mundial, al final de un largo día de trabajo.  Nuestra ruta era Bogotá- Rio de Janeiro-Salvador.   El Mundial, igual pasó en Suráfrica, comienza en el avión en el vuelo de ida.  Son hileras de gente con la camiseta de los distintos países arropados en las banderas impacientes por llegar.  Todo el mundo, incluyendo los pilotos y las aeromozas, de fiesta, contentos, pendientes de los resultados y de las quinielas que acabaron de llenar.  A mi lado se sentó un Washingtoniano obsesionado con Team USA (y con Hope Solo, la portera de la selección femenina), me explica en detalle los defectos y las virtudes de cada jugador, me hace leer un artículo de ESPN sobre el equipo americano, se queja de la ausencia de Donovan.  Me coloco los audífonos y finalmente me deja dormir.   Llegamos a Río temprano en la mañana.  Tenemos cuatro horas en el aeropuerto así que decidimos cambiar dinero y comer nuestros primeros  “Pan de Queijo”, gloriosos buñuelos brasileros que animarán nuestros desayunos por los próximos cinco días.   En la sala de espera de nuestro vuelo a Salvador comienzan a concentrarse las hordas de holandeses  y holandesas vestidos de naranja chillón, nosotros seguimos de incógnito porque nuestras camisetas están todavía en la maleta.  A nuestros compatriotas se le suman huestes de españoles trasnochados, confiados en el poder de la marea roja.   Aterrizamos en Salvador cuatro horas antes del juego.  Nos cuesta llegar al hotel, no hay taxis y nuestro portugues es precario, dejamos nuestras maletas, nos ennaranjamos (las camisas de Macaracuay son tan buenas que parecen hechas en Maastricht)  y salimos al estadio.  Compartimos taxi con un canario y su amiga, una pintoresca carioca profesora de español.  Muchas calles están cerradas así que el taxista tiene que dejarnos cerca del estadio, nos toca caminar siguiendo a las manadas de turistas que suponemos nos llevarán al Fonte Nova.  A José comienzan a confundirlo con Robben, la gente le pide tomarse fotos con él.  El ambiente es espectacular.  Miles de fanáticos emocionados, disfraces, pelucas, banderas, pancartas, el estadio inmenso a la distancia y los dos primos camino al primer juego, la revancha de la final del Mundial de Suráfrica.  Nuestro puestos son muy buenos,  frente a nosotros hay una familia de Chavistas vestidos de españoles, a la izquierda de José dos ingleses amables, a mi derecha un brasilero con su hijo y un señor de Piura, atrás y adelante muchos compatriotas con los que ni siquiera podemos conversar porque entre José y yo sabemos una o dos palabras de holandés.  Más de uno nos saluda y nosotros respondemos sonriendo.     Salen los equipos, cantan los himnos y suena el pitazo.  El penal de España nos cae como un balde de agua, los de rojo en las tribunas celebran el que creen será el primero de muchos, los chavistas gritan emocionados.  Pasan los minutos hasta que llega –muy cerca de nosotros- el maravilloso primer gol de Holanda, un cabezazo impecable, una elíptica en cámara lenta por encima del imbatible Iker.  A partir de allí será difícil para España y para nuestras gargantas, al ver el cabezazo el señor de Piura me dice proféticamente: “esto puede ser una goleada”.  Cada nuevo gol gritos y abrazos entre nosotros y con nuestros co-tribunos (con todos excepto con los chavistas decepcionados), cada gambeta de Robben un olé, cada destello de Van Persie un high five con los ingleses, cada corner cruzamos los dedos, los brazos arriba cada vez que nos alcanza la ola.  Cinco goles más tarde estamos en la primera fila del estadio aplaudiendo al equipo, un juego memorable.  

Fonte Nova

  Al día siguiente salimos muy temprano a Belo Horizonte para ver el juego entre Colombia y Grecia.  En el aeropuerto nos esperan John y Flavinho quienes serán nuestros anfitriones por los próximos dos días.  Belo Horizonte, la capital de Minas Gerais, es la tercera ciudad de Brasil y de las tres la más joven.      Belo Horizonte es una metrópoli de cerca de 5 millones de habitantes que a pesar de quedar cerca de las hermosas ciudades coloniales de Ouro Preto y Tiradentes normalmente queda fuera del circuito de los turistas extranjeros.   Nos quedamos en una casa campestre cerca del aeropuerto –“cerca de donde se está quedando la familia de Messi” nos dice Flavinho-.   Dejamos nuestras maletas y nos vestimos de colombianos con camisetas amarillas made in Macaracuay.  Salimos temprano para poder probar la comida local cerca del estadio.  John, Flavinho y toda su familia, que son miles, son fanáticos furibundos del Cruzeiro (el equipo local) así que conocen a la perfección la cartografía culinaria alrededor del Estadio.  Nos instalamos con ellos en un restaurante frente a la entrada principal a degustar cachaza con cerveza y chicharrón.  En Brasil, por alguna extraña razón, los restaurantes venden la comida por peso.  Me toca ir varias veces al abundante buffet para proveer a nuestra mesa de chicharrón celestial y picanha.  Conversamos al ritmo de la cachaza haciendo pausas para tomarnos fotos con los más de treinta mil colombianos y cinco griegos que han venido a ver el juego.  Hay grupos disfrazados de Valderrama, de Falcao, de Higuita y hasta del expresidente Uribe, barras numerosísimas  de colombianos entusiasmados con la selección.  Tenemos buenos puestos de nuevo en medio de un mar amarillo.  El griterío y la energía son impresionantes,  no debe haber diferencia con un juego en Barranquilla o Bogotá.   La tragedia griega comienza muy rápido, a los pocos minutos marca Colombia el primer gol y casi se cae el estadio.   A partir de ese momento es  salsa y vallenato, por momentos algo de resistencia peloponesa pero nada de temer,  en ningún momento logran apagar la fiesta de los fanáticos.  En el segundo tiempo dos goles más y pura alegría hasta el pitazo final.  Colombia 3, Grecia 0.  Nos toca caminar varios kilómetros hasta que llegamos al carro, vamos a encontrarnos con Anna Paula, la encantadora esposa de John, en un restaurante maravilloso de comida mineira que se llama Xapuri.    Xapuri, una institución local, queda en medio de un barrio residencial en una casa inmensa, son hileras de mesas y una cocina ajetreada con un magnífico horno de leña en el centro.   Somos rehenes de nuestros anfitriones quienes ordenan por nosotros.  A la mesa llega un desfile de platos a la parrilla –pollo, carne, más chicharrón, salchichas-, frijoles, mandioca, arroz, ocra; todo al son de buena cachaza y una mejor tertulia.   José le pide a Anna que le anote el nombre de todo lo que pedimos y le escribe reportes de lo que comemos en tiempo real a su novia brasilera que vive en Cali.    Xapuri es un asunto de horas, de entregarse al colesterol, de pasar la tarde con calma, sin apuros.  En la televisión pasan el juego entre Costa Rica y Uruguay, cada nuevo gol de los ticos la gente celebra sorprendida, “será verdad o será la cachaza?” se preguntan algunos.  La barra de postres es fenomenal, dulce de leche y coco en todas las variedades, dulce de guayaba y todos los frutos del jardín del edén en almíbar.  Salimos de noche, llegamos a tiempo a la casa para quedarnos cómodamente dormidos mientras vemos el juego entre Italia e Inglaterra.
Preambulo al juego- John y Flavinho nuestros sherpas



Restaurante Xapuri

Nuestro cuartel general en Belo

A la mañana siguiente salimos a conocer la ciudad.  En los años 40 el alcalde de Belo fue Juscelino Kubitschek quien junto al gobernador de entonces, Benedito Valadares, decidieron desarrollar el suburbio de Pampulha.  Para ello contrataron a Oscar Niemayer quien entonces tenía apenas 33 años.    Belo está salpicada de obras del longevo arquitecto.  A los pocos minutos de salir de la casa pasamos por el edificio del gobierno regional, la Ciudad Administrativa Tancredo Neves (2010), un rectángulo negro que flota al borde de la autopista desafiando la gravedad; en el centro de la ciudad vemos uno de sus primeros proyectos residenciales, una elegante torre curvilínea de comienzos de los años 50 sobre la Plaza de la Libertad; en la orilla de la laguna de Ampulhas la Iglesia de San Francisco de Asis,  un pequeño recinto de escala humana, uno de sus primeros proyectos (1943) y el primero en la lista oficial de monumentos modernistas de Brasil.  Por su estilo innovador el arzobispo de Belo Horizonte se negó a consagrar la iglesia, hubo que esperar 16 años para que el arzobispo suplente diera su bendición.   104 años de carrera como arquitecto (Premio Pritzker y Príncipe de Asturias entre muchos otros),  más de un siglo de simpatía con la izquierda (fue militante y presidente del partido comunista y buen amigo de Castro); cuentan que Hugo Chávez en uno de sus primeros viajes a Brasil llegó varias horas tarde a una cita que tenía con Niemayer – maleducada la demora, por supuesto,  pero sobre todo arriesgada cuando se trata de reunirse con alguien que tiene más de 100 años-. 

Niemayer 

Palmito en el Mercado Central

El reino de la Cachaca

 Belo, al menos los domingos, es una ciudad agradable.  La topografía es montañosa - a la San Francisco- y la arquitectura reciente.  Subimos a una loma desde la que se ve toda la ciudad, el punto más alto es un parque desde donde el Papa Juan Pablo II dió una multitudinaria misa, allí nos tomamos varios cocos frios.  La próxima parada fue el estupendo Mercado Central.  El mercado es un laberinto de tarantines, un despliegue de frutas, carnes, dulces, artesanía, colores, olores y sabores,  en uno de los pasillos esta el palacio de la cachaza, más de mil marcas distintas muchas de las cuales sólo se consiguen en Minas Gerais.  Compre dos botellas: una de Joao Andante (la versión local de Johnny Walker) y una que destila la familia de John.   Nuestra próxima parada: Inhotim. 
Inhotim es una excentricidad maravillosa, un híbrido entre jardín botánico y museo al aire libre en medio de la nada a una hora y media de Belo Horizonte.  Inhotim es un proyecto privado de Bernardo Paz, un exitoso hombre de negocios, al que le ha dedicado los últimos treinta años de su vida y casi toda su fortuna.  Paz nunca fue a la universidad ni nació en cuna rica, en los años 80 invirtió dinero que recibió de una de sus esposas –se ha casado seis veces- en una compañía siderúrgica que estaba quebrada.  Con un estilo de gerencia muy personal logró rehabilitar la empresa para luego vendérsela a muy buen precio a compradores chinos, de los primeros que incursionaron en Brasil.  Paz comenzó a coleccionar arte ávidamente en una casa que compró cerca del pueblo de Brumadinho.  Alli, asesorado por Burle Marx y Tunga, su proyecto fue cobrando forma hasta convertirse en el referente de arte contemporáneo que es hoy.  Poco a poco fue comprando las propiedades adyacentes hasta llegar a las más de mil hectáreas que tiene hoy.  Inhotim son decenas de galerías y pabellones de arte rodeados de verde, islas en un parque inmenso; lagos, árboles imponentes, palmeras, bosques tropicales, kilómetros de caminerías que como nervaduras hilvanan su colección.  La experiencia es un asalto a los sentidos desde extremos opuestos; por un lado la aparente naturalidad de la naturaleza –lo esencial- y por el otro la aparente artificialidad del arte –el constructo-, cada uno como escenario de fondo del otro.  El inmenso jardín es, sin embargo, naturaleza domesticada y las instalaciones de arte, cuando estamos inmersos en ellas, otra suerte de normalidad.     Oiticica, Meireles, Olafur Eliasson, Anish Kapoor, De Branco, Cardiff, Adriana Varejao y cientos más escondidos entre la vegetación, al borde de un lago, a la sombra de una hilera de palmeras.    Hace falta por lo menos dos días para disfrutar de Inhotim, nosotros estuvimos apenas tres horas y media.   Prometimos volver.  













Volvimos de nuevo a Salvador  esa noche para nuestro último partido: Alemania- Portugal.  Salimos del hotel temprano vestidos esta vez con la camiseta del equipo de Venezuela, que nunca ha clasificado (anhelo de más de cincuenta años y probablemente por muchos más).  Llegamos al estadio de Fonte Nova temprano para disfrutar del ambiente.  Portugueses y alemanes impacientes por comenzar.  El equipo alemán no tardó en deslumbrar, gol tras gol en una masacre futbolística.  Los fanáticos portugueses perplejos,  Cristiano Ronaldo abucheado cada vez que lo nombraban, cada vez que tocaba la pelota, cada vez que fingía cojear.   La barra alemana en frenesí, un Oktoberfest bahiano, el público haciendo la ola humana con una precisión jamás vista.  José y yo disfrutando del espectáculo, haciéndole “buuuuuu” a Ronaldo, el de las cejas depiladas, con el resto de la fanaticada.   De allí salimos hambrientos a comer una monumental moqueca de camarón en la playa, a esperar para ver el juego entre Ghana y los Estados Unidos con doscientos mil turistas más en una pantalla gigante al borde del mar.   
Favelando



Buuuuuu Ronaldo!



Moqueca



El último día no teníamos ningún juego así que decidimos visitar la parte antigua de Salvador, la primera capital del Brasil y el lugar con el mejor carnaval del mundo.  Pelourinho, que así se llama el casco viejo, es un barrio muy pintoresco de arquitectura colonial y calles empedradas.   Todo esta vestido de colores.  Paseamos sin itinerario por varias horas tomándonos fotos con locales y turistas: una foto con Tony Souza –“Guru oficial de Gandhi”- que nos pidió 10 reales para pagar una bandera de Brasil que compró fiada; otra con un payaso de espanto con una lengua larguísima vendiendo algodón de azúcar; fotos con mujeres bahaianas pechugonas con faldas anchas y sombreros; una foto con dos fanáticos de Argelia que celebran (sin alcohol) el primer gol contra Belgica, fotos con amas de casa asomadas por las ventanas, con barberos simpáticos, con policías, con vendedores de coco frío y heladeros.    Toca irse, tenemos que volver.  José vuela unas horas antes que yo y habrá mucho tráfico camino al aeropuerto.
Pelourinho














Fueron cinco días mágicos.  No puedo dejar de pensar que me hubiera gustado haber conocido a mi abuelo, a mi abuelo Hartog, el de la foto en la mesa de noche de mi mamá; a mi abuelo holandés de quien sólo conozco unas cuantas anécdotas (mi mama que quedó huérfana a los 12 años).  Estoy seguro de que hubiéramos podido haber convencido a mi abuelo para que nos acompanara, con la salvedad de que hoy tendría 113 años.  Jose, Hartog y yo contentos de naranja en el estadio,   no hubiera sido problema comprar una camiseta mas en Macaracuay.  Hubiéramos paseado los tres por el malecón de Salvador tomando coco juntos, le hubiera contado que casi toda la familia vive en USA adonde él siempre quiso emigrar, que mi hermano se llama Henry por él, que tengo dos hijas hermosas y un hijo espectacular ademas de la mejor esposa del mundo, que he leído y releído las pocas cartas de él que sobreviven,  que cuando tenía 4 años le pregunté a Beppie y Michel Pels –sus amigos holandeses-  si podían ser mis abuelos y que me dijeron que sí y que lo cumplieron a cabalidad, que sobrevivió una película de esas viejas de super 8 en la que aparece con la abuela en el parque de las palomas en Macuto,  que hace años que quiero escribir un cuento donde él es el protegonista.   Me hubiera encantado poder contarle cuánto quiero a mi primo José y sus hermanas (los hijos de mi tía Leni, su hija pequeña), que  la familia creció, que mis hermanos tienen hijos y mis sobrinos también.   Le hubiera dicho a mi abuelo Hartog, me doy cuenta ahora, que cuando nos pusimos las camisas naranjas y gritamos hasta quedarnos afónicos el otro viernes en Salvador, lo hicimos no por el equipo – que ni siquiera conocemos los nombres de los jugadores - que
gritamos fué por él.