En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

sábado, 4 de febrero de 2012

El pino con ramas de mango (y otras curiosas especies oriundas de Naguanagua)






  Alguien me contó alguna vez, creo que fue un psicoanalista carísimo y antipático que visité por unos pocos meses en el Upper East Side, que Freud escribió sobre  la existencia de genealogías paralelas,  sobre el ejercicio de algunos pacientes de adoptar familias, tías, primos y abuelos, sobrinos y cuñados, de inventarse árboles genealógicos, ramas que crecen entrelazadas acompañando el otro tronco, el primero, el consanguíneo.   Con el pasar del tiempo se confunden los dos.    Cuando escuché el comentario del Doctor Shapiro recordé que Petra, la mamá de Carmen mi niñera, me llamaba su “nieto catire” (rubio), me vino inmediatamente a la memoria ese viaje que hice a Naguanagua hace 30 años para visitar a mi otra familia, el catire de doce anos visitando a sus tías y primos morenos.  


    Recuerdo, o creo recordar, que Petra estaba sentada en una mecedora en el patio de una casa sencilla, humilde, en una calle con pocos carros en un vecindario con muchos perros; tenia el pelo largo, muy largo, peinado en dos trenzas que le caían sobre el pecho.  La casa era algo oscura, las habitaciones no tenian puertas sino telas que colgaban del techo, Petra tenia las manos arrugadas, la voz fuerte y una sonrisa que se hizo inmensa cuando me vio llegar con Carmen.  Era la primera vez que la veía, fue la última también;  Carmen me habia hablado mucho de ella, de ella y de toda su familia de Naguanagua.  Por años escuché las historias de Carmen sentado en el suelo mientras la veía  planchar, cuentos que me repetía mientras limpiábamos juntos los calamares o separábamos las caraotas buenas de las malas; sabía yo de su mamá y sus hermanos por las anécdotas que me contaba mientras yo ojeaba sus revistas Hola sobre la alfombra de su estrechísimo cuarto, las historias que me contaba mientras veíamos los pajaros que revoloteaban algo distraídos en el gigante pequeño monte que teníamos atrás de nuestro edificio.  Finalmente  habían decidido Carmen y mi mamá que yo podía ir a pasar el día en la mítica Naguanagua a unas horas en autobus de Caracas, llegó el día.    El resto de mi otra familia a veces venía a Caracas.  Por nuestro apartamento pasaban algunas de sus hermanas y sobrinos, todos con nombres compuestos (Luis Eduardo, Rafael Oswaldo….) que a mí me costaba memorizar.  Algunas noches venía su hermana Ana, la que mas venía, algo más morena que Carmen, algo más flaca, algo más bajita; se acomodaban las dos en su cuarto y alli dormían.  Yo las escuchaba hablar y hablar, se querían.  Dos veces vino su otra hermana, Paula, la mayor, más seria que Carmen, de pelo más blanco, mamá de seis.  Sus amigas también nos visitaban. Venía Cora, una negra negrísima de Barlovento, gorda gordísima, simpática simpatiquísima que Caman (asi le decía yo a a Carmen) conoció trabajando en otra casa.  Cora llegaba llenando el apartamento de risa,  se reía a carcajadas, preguntaba gritando dónde estaba el hijo de Carmen y me daba un beso sonoro en el cachete con sus labios pintados de rojo.  Ana María nos visitaba también; una señora muy viejita –pensaba yo que había nacido vieja- que venía siempre cariñosa con Lourdes su hija, su hija no tan inteligente, su hija que no podía separarse de ella, “ella está un poquito loca, pobrecita” me decía Carmen tratando de explicarme sin dar muchas explicaciones.

Cora, Carmen y Ana


Las amigas de Carmen venían  de vez en cuando los fines de semana,  todas me querían mucho, a mi me gustaba verlas.  Ninguna tenía las manos suaves y yo no entendía por qué; la razón –me dí cuenta mucho después- era muy sencilla, todas se ganaban la vida lavando, barriendo, cocinando, fregando.  Recuerdo el olor de la crema de manos que Carmen usaba los sábados al salir de día libre,  el olor anunciaba que estaba por salir, no importa cuanta crema se echara volvía a rasparme cuando me acariciaba la cara al despedirse.   

Carmen 18 anos

     A nuestro apartamento vinieron tambien sus sobrinos, sobre todo los que hacían el servicio militar cerca de Caracas, el servicio militar que ni mis primos ni nosotros ni ninguno de mis amigos teníamos que cumplir.  Todos sabían de mí, yo no tenía que presentarme, me traían frutas, huevos de paloma y de ganso, panelas de San Joaquin, un pan duro y dulce que a mi me encantaba y que no se conseguía en Caracas.  Hablaban un poco distinto, le pedían a Carmen la bendicion, les parecía grande la capital.   
     El lavandero, la cocina y el cuarto de Carmen era el espacio, pequeño pero suficiente, donde me encontraba con mi otra familia, la que venía a cuentagotas del interior.  Al tronco holandés y rumano, a las historias –tristes en su mayoría- de la Europa blanca, cruel y lejana, se le entretejían ramas del trópico, historias de una familia de otro color.   Poco a poco iba creciendo yo, un pino con ramas de mango.


Carmen no tuvo hijos.  Llego a trabajar a nuestra casa en el ano de 1968 segura de que duraría poco, tenía esa combinación de terquedad, mal genio e independencia que la hizo irse de su casa a las 14 años y que la llevaba a cambiar de familia cada año o dos.  Como era de esperarse, al poco tiempo anunció su renuncia.  Mi mamá, ya embarazada, le pidió que por favor se quedara hasta que yo naciera.   Carmen le hizo caso a regañadientes, aceptó esperar hasta que yo naciera, se quedó 35 anos.

La semana pasada fuí a Naguanagua a visitar a Carmen y su familia. No iba desde ese sábado en 1982, hace 30 años.   Salí de Caracas al mediodia sentado en el segundo piso de un Aeroexpreso Ejecutivo, un autobus rojo inmenso que hace la ruta Caracas-Valencia en unas tres horas.  La silla reclinaba un poco, más de lo que imaginé, los vecinos roncaban, el televisor a todo volumen mostrando una película vieja, sangrienta y pirateada.    El tráfico lento, pegajoso, afuera montones de basura, basura reciente y basura antigua, camiones y autobuses no tan modernos envueltos en humo negro, peajes abandonados, pancartas inmensas recordando las virtudes de nuestra Corea del Norte, mensajes ensalzando el dizque-socialismo, contando las hectáreas de tierra confiscadas, trasformadas de ociosas a atléticas para el bien de la nación.   Todo con la mas hermosa naturaleza de fondo, montañas, cañaverales, las hileras de palmeras del Estado Aragua, mucho verde y mucho sol.    Poco es como era antes, llega uno al terminal de autobuses, un muy desgastado Big Low Center (menos big y mas low que antes) donde nos entregan nuestras maletas.  Al entrar escucho “Hola Chucho” es Carmen que vino de sorpresa, me estaba esperando impaciente y cariñosa en el propio terminal.  La veo mucho más pequeña, la osteoporosis la estruja y la estruja, más flaca, el pelo blanco, las manos –siempre ásperas- tratando de retrasar el avance antipático de la artritis.    Su voz idéntica, la misma mirada pero ahora con cataratas, menos dientes en su sonrisa.  Esta envejecida, llevo dos años y medio que no la veo y se nota la diferencia.  Me abraza, la abrazo, me dice que lleva varias noches desvelada contando los días, esperando que llegue mi autobus. 

 “Valencia esta peligroso, muy muy peligroso”, comentario de perogrullo José Belandria, el señor que me va a buscar a la estación para llevarme a mi glamoroso hotel el Guaparo Inn.   Esa tarde comemos juntos pollo en brasa, le cuento con detalle de cada uno de la familia, de mis sobrinos, de mis hermanos, de mi mamá, me pregunta por cada uno de mis amigos, uno por uno poniendo a prueba su memoria, haciendo gala de su lucidez.  Tengo que ayudarla a cruzar la avenida, tengo que ayudarla a subir al carro, tengo que ayudarla a subir la acera.  No es tan mayor, acaba de cumplir ochenta años, pero ya no le es fácil sortear los obstáculos de la calle.  De allí vamos a ver a sus sobrinas: Cecilia, Celina y Esperanza, en la casa de los matorrales no muy lejos de la Plaza Bolívar.  Me reciben emocionadas, con ganas de hablar de mi visita del ano 82, de recontar lo que hicimos ese día que quedó grabado en la memoria de todos.  “Fuimos al Guataparo a ver la laguna” me dicen las tres casi en coro, “fuimos todos en el Nova de mi papa” añade Celina por si alguien lo olvidó.  Han pasado treinta años pero es como si todo quedo detenido esperando a que yo volviera, la casa de los matorrales, sus tres sobrinas, el árbol de caimito en el patio, el calor, los ventiladores y los ladridos de fondo.  En estos años han muerto tres de los hermanos de Carmen (uno de los hermanos murió pequeño hace mucho tiempo de “un ataque de lombriz”).  Oswaldo –el que se me parecía a Cantinflas, el favorito de Petra- ya no está más;  Petra tampoco está, se fué una tarde en el año 2000. 




Celina, Carmen y Cecilia

 En su casa, la de Carmen, la del muro amarillo con el viejo Malibu chatarra en la puerta, nos espera Ana su hermana.  Ana también está más pequeña y algo olvidadiza.  “Ella tuvo un ACV (accidente cardiovascular)” me advierte Carmen “yo no peleo con ella pero es que a veces te cansa porque te repite mucho las cosas”.  Es la tercera vez que Carmen me lo dice.    Entre las sábanas-puerta aparece Andrés el nieto de Carmen y Eduardo su papá –ya de pelo blanco-, atrás el patio lleno de naranjas, mamones, caimitos y mango, el mismo patio de esa otra vez con gallinas polvorientas y perros despeinados.    Esa noche y la mañana siguiente nos sentamos a hablar de todo y de nada, les pido que me traigan fotos, que me cuenten de nuevo las mismas historias, que vayan año por año desde el día que Carmen se fué a Caracas por primera vez el 16 de mayo de 1946.  No tienen muchas fotos, la mayoría son en blanco y negro y muchas tienen manchas.  “Esa es de cuando tenía 18 años”, me dice Carmen, no hacía mucho que había llegado a Caracas “mira que joven estaba”.  “Esa otra es de la familia con la que me fuí a trabajar a Estados Unidos” y saca otra “esa es la casa donde trabajaba en Tulsa.  Que frío hacia!”  Carmen siempre nos contaba las historias de su año en Oklahoma en 1961 cuando Kennedy apenas era presidente.  Carmen se fue a los Estados Unidos con la familia del señor “George Litlejean”, o algo así que no puede deletreármelo, una familia de expatriados petroleros que volvieron a casa.  “No me gustó tanto y me devolví al ano” me dice nostálgica “que será de los Litlejean?” Fotos y mas fotos que van de mano en mano, de Ana a Carmen y de Carmen a Ana dándonos los nombres de todos (“esta es Cora cuando era flaca, está es Ana María, esta es Sabina conmigo en Margarita”).  “La mayoría estan muertos” me aclaran “es que ya estamos viejas”.   Vienen a visitarme más sobrinos y sobrinos-nietos, ayudo a Andrés a hacer su tarea de primer grado, me preguntan sobre Nueva York y Africa, quieren saber de la nieve, de Camila y de la Estatua de la Libertad, muchas de las cosas que les cuento me dicen que las vieron por la televisión. 

Una tarde y una mañana de calma y conversa, de banalidades y recuerdos, de mucho cariño.  Dos mundos tan alejados y tan cercanos, yo entre los dos cual pino con ramas de mango. 

 “Que no vaya a ser como el cometa ese” me dice Eduardo el hijo de Ana cuando me despide abrazándome, “no vayas a esperar 30 años de nuevo para venir a visitar”.   “Hasta pronto primo”, le digo yo.