En Madagascar una tarde hace ya tiempo

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no, no soy yo

viernes, 3 de enero de 2014

La casa de Pandora, cuatro vinetas de una semana en Bahamas

La casa de Pandora;  cuatro viñetas de una semana en las Bahamas

Vamos a celebrar el cumple de Mami!!
      Sobre la cima de Hibiscus Hill, una pequeña colina de nombre elegante que se asoma al mar Caribe, allí donde Clarence Street se convierte en un estrecho camino de tierra, casi al final de la trocha a mano izquierda, sobre un patio de grama china –de esa grama bonita que pica-, escondida en la vegetación,  rodeada de palmeras inmensas; hay una casa blanca de madera plantation style, una casa muy blanca, una casa encantada y encantadora donde cualquier cosa puede ocurrir.   La casa tiene dos pisos, cada uno con su terraza; unas escaleras anchas en la entrada principal que encandilan en la mañana y que terminan muy cerca de una hamaca que cuelga ociosa y amable entre dos cocoteros,  un comedor con mapas y cartas náuticas en las paredes, cuatro habitaciones con camas de esas que están encerradas entre cortinas; suelo de madera oscura, listones arrugados; en el segundo piso una sala con varios sofás (blancos también) y una mesa repleta de libros; las paredes empapeladas de fotos, algunas en blanco y negro, otras descoloridas, fotos de perros sonrientes, de niños en la playa, escenas de polo, estampas de Lord Mountbatten joven posando con sus amigos en la India (Churchill en cuclillas abajo a la izquierda) viviendo el último cuarto de hora del agotado Imperio Británico. 
 Al llegar a la casa nos recibe, atareada, barriendo juiciosa la arena y haciendo las camas, descalza, ajetreada y sonriente, la amable Pandora, la empleada de los dueños de la casa que alquilamos.  “Pandora los acompañará todas los días excepto el domingo”, nos dice Claire, la voluminosa ama de llaves “pueden pedirle lo que necesiten” nos dice con acento inglés.   Hemos llegado, estamos de nuevo en Harbour Island en las Bahamas, esta vez para celebrar con risas, botuto, champaña y sol, el cumpleaños de Vanessa.  Estamos aquí en la casa de Pandora.  
    Benjamín y yo llevamos meses planeando el cumpleaños de mami.  No nos tomó mucho tiempo decidir que nada mejor que una semana de playa – de buena playa-, siete días de jugar en la arena y bañarnos en el mar, de perfeccionarnos en las artes del hamaqueo, de brisa tropical, de celebrar, con las cholas puestas y una copa de vino en la mano, que Vanessa es Vanessa.  Desempolvé un viejo artículo de revista que alguna vez recorté con la foto de una casa blanca que alquilaban en Harbour Island.  Le escribí un correo al dueño y a los dos días ya teníamos reservada toda la semana del 3 de diciembre.  Benjamín y yo corrimos emocionados a contarle a Vanessa (Benny gateando), sólo faltaba convocar a los invitados. 

La casa de Pandora

 
Pandora
 
Luis Perez-Mountbatten
Nuestros carritos sobre la grama china
1.     A esta isla no llegará jamás la plaga
Resulta que en el Caribe no se han borrado aún algunos de los traumas de la llegada de los europeos hace quinientos años.  En la psique profunda de las islas sigue marcado el desembarco de aquellos barbudos con armas de fuego,  caballos y perros, sigue en la memoria la llegada inesperada de aquellos visitantes y con ellos la varicela, la viruela, la sífilis y la gonorrea, las epidemias que acabaron –a fuerza de estornudos y fornicación- con cuánto taíno se tropezaron.  Esa es la única explicación que se me ocurre para la regulación de las Bahamas que exige la vacuna de la fiebre amarilla para todos aquellos turistas que vengan de zonas afectadas (léase cualquier país al sur del Ecuador).  Nosotros, que vivimos en la asepsia del norte, jamás habíamos escuchado de tal requisito.  No habíamos escuchado del requisito hasta que el viernes en la noche recibimos una llamada de Natacha (algo alterada) desde Buenos Aires: “Tengo un temita. Estoy en el aeropuerto lista para salir a Miami y me dicen que sin la vacuna de la fiebre amarilla no voy a poder hacer la conexión a las Bahamas”.  “Quéeeeee?” le pregunta Vanessa perpleja, “sí, a los argentinos nos exigen la vacuna para ir a las Bahamas”.  Nosotros, convencidos de que se trataba de una confusión, le decimos que no se preocupe: “seguro en Miami te dicen que no importa.  Si te la vuelven a pedir le dices que estás embarazada y ya”.  A dormir.  
    El Sábado temprano nos despierta un whatssup de Natacha que nos dice aterrada “no me quieren dejar montar en el avión sin la vacuna de la fiebre amarilla”.   “Quéeeeee?” le responde Vanessa.  “Así es, voy a tener que quedarme en Miami”.  Nuestros cerebros recién despiertos se ponen en sobremarcha buscando una manera de hacer que Natacha, la buena amiga de Vanessa que vino desde Argentina sólo para el cumpleaños, pueda acompañarnos.  “No te preocupes” le decimos cuando todo parecía perdido, “nosotros tenemos un certificado para tí”.  Resulta, que en la bolsa mágica del gato Félix que es mi cartera de viaje tenía yo un viejo certificado de fiebre amarilla (ya amarillento) que tuve que sacarme hace años para uno de mis viajes a Africa.  El certificado no tenía nombre pero sí todos los sellos de rigor.  Así, de repente, Natacha pasó de ser un peligroso vector de contaminación a tener no sólo la vacuna contra la mortal fiebre amarilla sino también las vacunas contra el cólera, la difteria, el tétano y el resto del elenco de enfermedades del sub-sahara africano. 
    Llegamos al aeropuerto, le entregamos el certificado a Natacha y cruzamos los dedos, un montón de dedos porque con Vanessa, Benjamín y yo estaban Nancy – la nana de Benny-, Luis y Samuel, dos de los amigos que habíamos reclutado para las fiestas.   La espera fue tensa.   Luego de unos minutos interminables nos llega un whatssup de Natacha, de la innoculada Natacha, diciéndonos que ya tiene el pase de abordar.  Estamos felices, todos a la puerta de embarque, prepárense en la isla que en apenas 40 minutos –es muy corto el vuelo de Miami a North Eleuthera – llegará una nueva epidemia a las Bahamas.
 
Natacha y Roxana (felices)



2.     On the dominions of the British Empire the sun never sets
Haciendo un poco de investigación descubrí que la casa que alquilamos era de una tal India Hicks, una de las nietas de Lord Mountbatten, el último Virrey de la India, el señor bien vestido cubierto de condecoraciones que tantas veces ví fotografiado en las revistas Hola que me prestaba mi niñera cuando era pequeño.  Lord Mountbatten, el mismísimo Louis Francis Albert Victor Nicholas, primer Conde de Burma, el primo segundo de Elizabeth II,  bisnieto de la reina Victoria, el flamante almirante de la armada inglesa, el que el Ejército Republicano Irlandés asesinó una mañana en 1979 cuando paseaba plácidamente con su nieto en su bote de pesca.   Su nieta, que se llama India por la India, se saturó en algún momento de las necedades de la corte y se escapó hace ya casi veinte años a las Bahamas.  Ahijada del Príncipe Carlos y dama de honor del cortejo de Lady Diana, prefirió el sol del trópico a la llovizna fastidiosa de Londres y decidió vivir (en pecado, sin casarse - para horror de la casa real-) con un tal David Flint, una suerte de James Bond caribeño que había decidido exilarse en Harbour Island unos años antes que ella.  Se mudaron a la isla, tuvieron cuatro hijos y adoptaron otro, y no volvieron a ponerse zapatos.  Tienen cuatro casas, tres perros y una pequeña tienda, Sugar Spice, que queda muy cerca del puerto de Harbour Island. India y David decoran casas de playa, restaurantes de playa, tienen una línea de cosméticos, modelan, están inmersos en Island Living que es difícil de definir pero que comienza y termina todos los días con una larga caminata por la playa de arena rosada (3 millas de arena fina) que queda frente a nuestra casa.  
Lord Mountbatten
Su nieta a la izquierda

  La Casa de Pandora queda a cincuenta metros de la de India.   Sabemos todos del abolengo de nuestra vecina, hemos escudriñado todas las fotos que empapelan la sala de la casa, hemos leído todos los artículos que encontramos en internet, la hemos visto a ella de 13 años en el balcón con Diana y Carlos saludando distraída, sentimos el aura de la nobleza, somos paparazzis en potencia, reporteros de Interviú.  La vemos pasar un par de veces con sus perros, nos saluda “Hi, how are you guys” y se pierde en la playa.  “La viste?” le pregunto a Luis, “Cómo se ve?”, “es simpática?”, muchas preguntas y pocas respuestas hasta que de repente el martes, poco después del mediodía, una sirviente le entrega a Vanessa una tarjeta blanca emblasonada con el nombre de India que lee:  “You are invited to have Birthday drinks at 6.45 pm”.    La noticia corre como pólvora.  Yo, que estoy abajo en la playa asoleándome, me entero inmediatamente: “Estamos invitados esta noche a casa de India” me dice Luis, “tengo que contarle a mi mamá”.  Vamos a vivir Island Living, vamos a ser parte del cortejo de Lady Di, ahora sí que tengo tema para escribir en el blog.  
Island Living (India hoy)
      Esa tarde la pasamos en la playa descansando.  Yo voy al pueblo en nuestro carrito de golf a buscar ensalada de botuto (un caracol grande y rosado) en un pequeño chiringuito que se llama Conch Queen.  Conch Queen es de Richard, un nieto de cubanos que con sus hijas y esposas (“I have four or five children” nos dice) prepara ensaladas y conch fritters celestiales. Vamos todos los días a visitarlo.
Samuel en su Island Living

Queen Conch - Reina del Botuto


    La tarde transcurre apacible entre hamacas y juegos de raquetas de playa, cae el sol, es hora de subir a la casa.  Nos preparamos todos, anteayer llegó Roxana y hoy Patricio, nos acicalamos, nos vestimos con nuestras mejores prendas, “Vanessa apúrate, debemos llegar puntuales porque ellos son ingleses” le digo yo algo estresado.  A las 6.53 estamos todos parados en la puerta de la casa de India, la puerta de atrás, la de servicio.  Nos recibe David, su esposo que acaba de llegar de Europa, con una camisa de manga larga y descalzo (David tiene un hongo rebelde en el dedo gordo de su pie derecho).   Entramos todos en fila india a casa de India a través de la cocina hacia la sala principal.  David nos ofrece un trago.  Por un momento amaga con abrir una botella de buen vino de Bordeaux pero termina abriendo una botella cualquiera.  Luis y yo, atentos a la maniobra de nuestro anfitrión, optamos mejor por un Gin Tonic que es además una bebida más a propos, más en sintonía con la colonia inglesa
  Pasamos a la sala donde nos esperan unos amigos de ellos sentados.  Nos acomodamos todos a duras penas en unas pocas sillas (somos 7) y comenzamos a hablar tonterías.  De cerca la nobleza es menos glamorosa de lo que uno se imagina.  No es sólo el hongo de la uña de David, sino también la exceso de plasticidad y cirugías plásticas de India, la arrogancia soterrada, los comentarios banales, el perro salchicha que se hace pupú en la sala mientras conversamos, es esa botella de vino de Bordeaux que está sin abrir en la cocina.   Nosotros tenemos una reservación para cenar en Aquapazza para las 8 y tenemos que irnos.  Hacemos un brindis apurado por Vanessa, en mi vaso sólo queda hielo, y nos despedimos.  Nuestra vida de aristócratas duró apenas unos 30 minutos, creo que todos nos sentimos aliviados.  “God Save the Queen”, the Queen Conch, para que quede claro, adonde sin falta volveremos mañana al mediodía. 


Sendero a la playa


3.     Cuidado con el Coco
En Harbour Island sólo viven unas 1600 personas y hay muy pocos carros, las calles no tienen tráfico, no hay edificios, hay treinta licorerías, un sólo banco y un montón de iglesias.  La gente va y viene con calma; igual que Benny, aquí todo el mundo toma dos siestas.  Al llegar a la isla uno cambia de ritmo, apenas aterriza el avión uno desacelera como si nos hubiéramos tropezado con un policía acostado.  Es parte de Island Living, supongo, esa sensación de calma y tranquilidad tropical.  Para uno, que vivió en Venezuela, es especialmente agradable la sentir que no hay peligro, que podemos olvidarnos del Coco de la inseguridad. “Que agradable sentirse así”, repetía yo con insistencia como para asegurarme de que todos sintiéramos la misma paz interior, “qué diferencia con Naiguatá” haciendo una comparación bastante boba.  Aquí en Harbour Island uno puede dejar las cosas en la playa, las sillas, el libro, los lentes; tanto de día como de de noche basta con quitarle la llave al carrito de golf, no hay que ponerle trancapedal, trabegas, alarma o amarrarlo con una cadena a una palmera; poco a poco van desáctivandose los mecanismos de defensa instintivos que tiene todo caraqueño, a las pocas horas ya uno no se voltea para ver si te están siguiendo, el estado de alerta va desapareciendo, atrás quedaron Carmen de Uria y Playa el Agua.  Así transcurrieron las primeras 36 horas de nuestras vacaciones.  La segunda noche decidimos cocinar unos meros frescos que compramos en el muelle, mero con hinojo que encontramos en la nevera del pequeño supermercado de Captain Bob que queda en la parte alta del pueblo (y que dice tener hasta 22 variedades de quesos).  Luis tomó control de la cocina y Samuel de la decoración.  Al rato, a eso de las 8.30, estábamos todos sentados en porche de la casa con una par de botellas de buen vino felicitando a Luis por sus dones culinarios (y a Samuel por lo acertado de los centros de mesa).  En la casa, a pocos metros de nosotros en el mismo piso, dormían Nancy y Benny.   La sobremesa animada, nosotros entretenidos escuchando las historias de cuando Natacha y Roxanna trabajaron en Playboy channel: las andanzas de Nino Dolce, el chef que cocinaba desnudo; el paseo por Xochimilco el Día de Muuuuuuuueeeeeeertos, las cuitas y apetitos de las concursantes, pero sobre todo la paciencia y malabarismos de sus dos chaperonas.  De repente, en medio de la tertulia, se escucha un ruido fuerte y cerca.  Los venezolanos, que eramos los más, nos miramos extrañados tratando de domesticar nuestro hipotálamo, queriendo proteger el paraíso, recórdandonos que no estábamos en Higuerote ni en Carenero, que un ruido a veces es sólo un ruido.  “Eso fue un coco” dijo Luis con autoridad y todos asentimos aliviados: “típico ruido de coco al caer” dijimos al unísono como si nos hubiéramos criado todos en Choroní.   La sobremesa siguió, Natacha –que hizo el salto profesional de Playboy a Nickelodeon- nos contó de sus experiencias con Dora la Exploradora y Bob Esponja.  Se hizo tarde, todos a dormir.
Los meros de esa noche antes del hinojo


A la manaña siguiente nos dice Natacha algo apenada: “tengo un temita”.  Yo me asusto pensando que se despertó con los primeros síntomas de fiebre amarilla pero no, es otra cosa: “no consigo mi dinero”, nos dice preocupada.  Al rato Roxanna y Samuel, igual que los osos del cuento de ricitos de oro, dicen: “alguien también reviso mi cartera”.  Nos miramos todos sorprendidos mientras buscamos el dinero.  En eso, Natacha se da cuenta de que la ventana, la malla que la cubre, está rota; “entraron a robar!” nos dice.    Resulta que el coco, ese coco inofensivo que interrumpió nuestra cena,  luego de caer de la palmera se encaramó por la pared y entró por la ventana del cuarto que está a 30 centímetros de donde estábamos cenando.   El coco revisó las tres carteras, robó dinero y salió rodando por la puerta de la cocina.  Todo muy rápido y con precisión quirúrgica; sólo se llevó efectivo y sólo dólares (los pesos argentinos, como para burlarse de la Kirchner, los dejó en la cartera de Natacha).   Descubierto el crimen me fuí veloz en mi carrito de golf a hacer la denuncia en la comisaría del pueblo.  Al poco rato estaba yo de vuelta en la Casa de Pandora con la fuerza pública (que también se desplaza en carritos de golf), un policía elegante que hacía apenas 15 días que había llegado a la isla.   Tres horas de declaraciones, Natacha y Samuel contando todos los detalles mientras el policía –sudando- los copiaba a mano con caligrafía palmer tropical.  The Mistery of Hibiscus Hill,  se hubiera llamado la novela si en vez de a Natacha o Roxana hubieramos invitado a Agatha Christie.  Poco después llegó la otra unidad de investigación, tres señores a levantar huellas en la escena del crimen, uno trabajaba mientras los otros dos lo miraban listos para tomar la primera de las dos siestas del día.    
 
 
Unidad policial
 
Escena del crimen
      “Do not hold your breath” me dijo sabiamente David el esposo de India cuando le conté del incidente, “mejor hubiera sido capturarlos in fraganti y caerles a golpes” me dice molesto mientras yo me imagino lo que hubiera sido la pelea entre ese Tyson isleño y yo.  Menos mal que no vimos al Coco, pienso yo sin decirle nada; si supiera que en mi familia –mi hermano y yo y cinco generaciones para atrás por el lado de mi mamá, desde que se fueron todos de Polonia- nadie se ha caído jamás a golpes.    Mejor así, nosotros no tenemos problema de ahora en adelante en escuchar al pequeño venezolanito que tenemos por dentro y esconder la cartera cuando bajamos a la playa.   Nosotros conocemos bien a ese Coco.


Abuelito y Benny


 





4.     Cuanto mejor hubiera sido para Patricio, que también es argentino, si la señora de American Airlines le hubiera pedido la vacuna contra la fiebre amarilla
Es difícil descifrar eso que llaman la “química” de pareja.  Es difícil saber, sobre todo al principio, si una relación amorosa tiene potencial o no.  Es por eso que la gente, sedienta de respuestas, consulta  horóscopos y cartas astrales.  Le preguntan a los amigos y lo hablan en la terapia.  En qué se fija uno?  Cuáles son las cosas que nos dicen que somos el uno para el otro? Es verdad eso de la media naranja?  Cómo se reconocen las almas gemelas?  Cuál es el check list que debemos rellenar?   Tantas cosas a las que prestarle atención, tantas preguntas difíciles.   Si bien en el amor hay pocas reglas, lo que sí quedó claro en Harbour Island, es que para casarse no basta con hacer una buena dupla jugando raquetas de playa.  Créanlo o no, hay parejas que logran golpear la pelota hasta 167 veces seguidas, con estilo, en sintonía perfecta, una danza fantástica de forehands y backhands, que no tienen ningún futuro juntos.  Eso aprendimos todos a las 48 horas de que llegó Patricio (su nombre verdaderos ha sido cambiado), la pareja de Roxana.  El desenlace pudo haberse anticipado desde el comienzo cuando llegamos treinta minutos tarde a buscarlo en el puerto, eso a pesar de que él traía la pimienta y el queso parmesano que tan impacientemente esperábamos.  La primera noche la pasarían en la Casa de Pandora, la siguiente, cuando llegaban los padres de Vanessa, en un hotel poco agraciado que se llama Ramera Inn o algo por el estilo.  La verdad es que no es fácil incorporarse a un grupo ya compenetrado, un grupo que lleva un par de días de viaje, que vivió la incertidumbre de la fiebre amarilla de Natacha, que ha sido atracado y que –en equipo- ha prestado declaración jurada a la policía, que comió ensalada de Conch tomando cerveza Kalik un largo mediodía, que compartió champaña fría sentados en la playa.  Es, en cierta manera, como llegar a un bachillerato nuevo en medio del año escolar.   
   Ocurrió lo inevitable; la gota que derramó el vaso fue una de Sambuca en un lindo restaurante frente al mar donde fuimos todos a cenar la segunda noche.  Hace tiempo que el Sambuca, si es que alguna vez lo fue, dejó de ser un arma de seducción.  Nadie, ni el bigotudo más bigotudo, se atreve a pedir un Sambuca al final de una cena frente a su novia.  Nadie, ni el más galán de los galanes siciliano, apostaría la noche a un vasito de Sambuca. Nadie, ni Trino Mora en su mejor momento, terminaría una velada romántica masticando tres granitos de café mojados. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Tarzán y Jane, Elizabeth Taylor y Richard Burton, Jose Bardina y Lupita Ferrer, ninguna pareja hubiera sobrevivido un sambucazo.   Si alguna posibilidad de éxito tenía la relación  se desvaneció cuando la mesonera trajo el fatídico vasito de licor a la mesa.   
 Esa noche al volver saltamos apurados de los carritos y corrimos todos a la casa.  Los dejamos solos bajo las estrellas sobre la grama china.  A lo lejos, desde la Casa de Pandora, se les veía (sin la ayuda de las raquetas de playa) hablando entre los cocoteros, se escuchaba el murmullo de la despedida.  Mientras tanto nosotros en nuestra habitación, algo apenados, pensamos cuanto mejor hubiera sido para él si la señora de American Airlines le hubiera pedido el certificado de la fiebre amarilla. 
  
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