No se
bien como nació nuestra afición por los Tiburones de la Guaira, nuestro equipo
de beisbol del ahora Estado Vargas en Venezuela en el pegajoso litoral central,
el equipo del puerto de la Guaira a una hora -sin trafico- de Caracas. La verdad es que, como buenos fanáticos,
nunca nos preocupamos por conocer los orígenes de nuestra afición; la sentíamos
natural, congénita, incuestionable,
indispensable, familiar como la diéresis en nuestro apellido, necesario como
nuestro ritual de subir al Avila y comer pollo en brasa todos los
domingos. Nuestras aletas las habíamos heredado
directamente de mi papa, éramos tiburones por ius sanguinis; en línea directa mi hermano, mi sobrino y yo, en
línea oblicua mi querido primo José. Alguna
vez escuche que el primer fanático de la familia fue mi tío Selmon (nacido en
Polonia) y que fue el quien contagio a mi papa (nacido en Rumania), que los
Tiburones era el equipo preferido de los "musius", de los inmigrantes
que llegaban pobres, curiosos y encandilados al modesto puerto de La
Guaira. No se cuando fue mi papa a su
primer juego de pelota, no se cuando ni como aprendió las reglas de este juego
americano tanto mas complicado que el futbol que jugaba en Europa, tanto mas
aletargado. Desde que tengo memoria
recuerdo a mi papa contento con el comienzo de la temporada, escuchando atento a comienzos de octubre la
transmisión de los partidos con su "egoísta" blanco al oído (un
pequeño y rudimentario audífono que conectaba a su radio, el inmenso radio
rectangular, el poderoso radio de las dos antenas que -como las del tío Martin-
se hacían largas de repente.) Recuerdo a
mi papa con su gorra azul y roja avisándonos que iríamos al estadio. Para nuestra fortuna, por alguna secuencia
inexplicable de eventos que nunca entendí, los Tiburones de la Guaira no tenían
su sede en La Guaira sino en Caracas donde nosotros vivíamos. En la Guaira, en Catia la Mar, había un
pequeño estadio bautizado Cesar Nieves al que siempre amenazaban irse los
Tiburones cuando faltando tres horas para el comienzo de la temporada aun no
habían llegado a un acuerdo comercial con la Universidad Central, los dueños
del Estadio Universitario, la sede que nuestro equipo compartía y sigue
compartiendo con los antipáticos Leones del Caracas. La emoción era indescriptible; leía
quinientas veces las reseñas del periódico del juego del día antes (tenia en un
cuaderno que aun guardo los recortes de todos los juegos de la temporada),
ojeaba y volvía a ojear mi album de barajitas (que aun conservo), me memorizaba
todo lo memorizable sobre la vida de cada jugador. Salíamos mi hermano, mi papa y yo felices,
pasábamos buscando a mi primo José en la Avenida las Acacias y parábamos el
carro muy cerca de su casa a espaldas de la inmensa Torre de la Previsora. De allí caminábamos al Estadio haciendo las
paradas de rigor para comprar naranjas, tequeños, parrillita, maní, pistachos,
y algunos sobres del Pool de Pulido (un artesanal juego de azar que consistía
en acertar quien anotaría la primera carrera del juego). En el estadio todo era fiesta, carnaval, algarabía;
saltábamos felices con cada strike, con cada hit, con cada batazo
profundo. Mi papa era pura pasión,
pasión bipolar; aplaudía y gritaba
emocionado cuando anotaban una carrera, amaba incondicionalmente al equipo
hasta el instante que cometían un error o le bateaban un jonrón al relevista
(Luis Mercedes Sánchez las mas de las veces), de repente las alabanzas se convertían
en maldiciones, maldiciones en Yiddish, los silbidos se convertían en abucheos, la
alegría en pesar. Yo era absolutamente
feliz (sin importar en realidad, me doy cuenta ahora, quien terminaba ganando
el partido). La vida se suspendía por tres horas y media (o cuatro), durante
nueve innings el mundo era perfecto.
Desde
el 93, cuando llegue a Estados Unidos, hasta el 97, tuve breves romances
-ninguno serio- con varios equipos: los Medias Rojas mientras estudiaba en
Boston, los Orioles durante mi breve estancia en Washington, los Medias Blancas
de Guillen, Ventura y Thomas durante mi inolvidable año en
Chicago. Ninguno fue duradero, tórridos
affairs que siempre terminaban en decepción, en otra desilusión marcada por la
inevitable comparación con mis añorados Tiburones. Sé bien como comenzó mi afición por los
Mets. El año que
llegue a Nueva York, comienzos de 1997, el contingente de venezolanos del
equipo de Flushing era mayor que el de los Yankees y además los tickets eran
muchos mas baratos. Decidí entonces, fue un acto consciente y cerebral, volcar mi
pasión guarista en los Mets, aplaudir y gritar emocionado cuando Edgardo
Alfonzo y Roger Cedeño salian al campo, saltar emocionado cada turno de Endy
Chavez y Melvin Mora, celebrar cada ponche de Johan Santana. No
tarde mucho en vivir con pasión cada batazo de Piazza, cada relevo de Franco,
la velocidad de las piernas de Cedeño, cada atajada de Beltrán, la malicia de
Leiter y el aplomo de Ventura, me descubrí también maldiciendo (casi en
Yiddish) la adquisición de Mo Vaugh, el mal brazo de Piazza, los ponches de Beltrán,
las lesiones de Santana, y la lentitud de mente de Cedeño. Comencé a descubrirme feliz en las mañanas
cuando ganaban los Mets, algo irritable cuando perdían, emocionado y luego triste en el 2000 y el 2006,
pero sobre todo me descubrí -síntoma inconfundible de una total y sincera
conversión- odiando de verdad a los Yankees.
Así
que que este año, año raro e
improbable en el que -después de 15 temporadas- los Mets ganaron su liga, llamé a mi hermano a decirle que empacara su
bolso porque estos dos viejos tiburones -calvos, canosos y rechonchos- se iban juntos a Kansas City a ver el primer
juego de la Serie Mundial.
Nos
encontramos ese martes temprano en el aeropuerto, en el pequeño aeropuerto
Internacional de Kansas City en el Midwest del Midwest, allí donde Missouri y Kansas
se frotan las espaldas. Estábamos
felices, yo llevaba puesta mi gorra de la Guaira, el la de los Marlins, una
emoción parecida a la de la antesala de los juegos a los que íbamos con
Papi. Como teníamos unas cuantas horas
libres fuimos a visitar el Museo de la Primera Guerra Mundial, el mas
importante de su tipo en los Estados Unidos y de los mas completos en el mundo,
cerca del centro de la ciudad. El museo
forma parte de un imponente monumento inaugurado por el mismo Pershing, el
Mariscal Foch y el Presidente Coolidge en 1926 frente a una gran multitud
cuando la guerra todavía no era memoria.
Se inauguro en Kansas City por la sencilla razón de que fue la primera
ciudad en reunir la cantidad de dinero necesaria para construirlo. Desde ese entonces y hasta ahora han reunido
y conservado una colección impresionante de armas, uniformes, equipos y
documentos sobre la Primera Gran Guerra.
Hace poco mas de un siglo que comenzó, fue un junio caluroso hace 101
anos cuando el serbio Princip asesinó al bigotudo Archiduque y estalló la
guerra, hace un siglo apenas que ocurrió y ya es poco lo que sabemos de ella. El Imperio Austro-Hungaro y el Imperio
Otomano, la Rusia de los Zares, son historia vetusta, de otro milenio
-literalmente- , lejana, con olor a cloroformo.
Recuerdo claramente haberle preguntado a mis padres durante un viaje a
Escocia en 1977, cuando tenia 8 anos, en las calles de Edimburgo, quienes eran
aquellos señores mayores que caminaban al frente del desfile vestidos de gala
luciendo sus medallas, las flores de amapola en su solapa, sus sombreros y
bastones. Recuerdo a mi mama diciéndome
que eran veteranos de la Primera Guerra Mundial, de la Guerra antes de la
Segunda, la que los había hecho escapar de Europa. Me quede mirándolos fijamente, maravillado,
sorprendido por su vejez y su juventud, convencido de que seguirían marchando
cada año todos los años. Ya no queda ninguno en
Edimburgo, ya no queda ninguno en ninguna ciudad. El ultimo combatiente de la Primera Gran
Guerra murió en 2011 a los 110 anos y con el se paso finalmente una pesada
pagina (vale la pena leer The Last Fighting Tommy: The Life of Harry
Patch, the Oldest Surviving Veteran of the Trenches, la biografía del ultimo
sobreviviente de los que pelearon en las trincheras).
Llegamos temprano a Kauffman Stadium. Tenemos buenos puestos sobre el dugout de los
Reales. Se siente la emoción, la energía
de las olas de fanáticos que van vestidos de azul. Paseamos por el estadio, lo recorremos como
niñitos chiquitos, vamos por detrás de las fuentes de agua que decoran el
outfield, nos tomamos fotos con la estatua del legendario George Brett, vemos
la caseta de trasmisión de la television con los comentaristas comentando (Pete
Rose, gordo y simpático, Frank Thomas, gordo y simpático), compramos perros
calientes (un footlong yo y uno vegetariano Henry), ha dejado de llover Estamos en nuestros puestos a las 7 en
punto. Cantan el himno nacional, abren
una bandera inmensa sobre el campo, presentan a los jugadores, comienza el
juego, el publico esta en éxtasis, es el
primer juego de la Serie Mundial!!
En
los innings tempranos los Mets batean un jonrón y empatan el juego, nos volteamos
emocionados y empezamos a gritar, saltamos contentos. De
repente, en medio de la algarabía, por un breve momento, se detiene el tiempo y
estamos de nuevo los tres: Henry, Papi y yo, tres feroces tiburones, felices
-una noche de tantas- abrazados saltando en algún lugar de la tribuna derecha del
viejo Estadio Universitario.