En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

domingo, 6 de octubre de 2013

Sobre dos almas gemelas

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Vanessa y las Bahamas se parecen un montón: las dos cumplen cuarenta años en el 2013,  las Bahamas son un poquito más adultas porque cumplen en julio y Vanessa en diciembre; las dos son caribeñas y calientes –quise decir cálidas- y hermosas; las dos son desenfadadas, amigables, en las Bahamas no le piden visa a nadie y Vanessa siempre está feliz de recibir amistades (las suyas,  las mías y las de nosotros); Vanessa y las Bahamas están convencidas de que todo siempre saldrá bien, en las dos las lluvias son siempre cortas y pasajeras, ven el ojo y no las cejas despeinadas del huracán; Vanessa y las Bahamas viven en el lado brillante de la vida, les basta a las dos con una playa calmada y transparente de agua templada, teñida de azules y verdes; Vanessa y las Bahamas se despiertan tarde,  siempre con una sonrisa y con ganas de abrazar; las dos, mi esposa y las islas, son un refugio donde se le hace difícil entrar al mal humor, donde se rinden  las más viejas y tercas ansiedades; en las Bahamas y con Vanessa, la vida es sencilla,  el presente es simpático, dicharachero y bonachón.  Bahamas y Vanessa, las dos, tienen el escurridizo don de la felicidad.


Llegamos a North Eleuthera un lunes al mediodía en un pequeño avión luego de un corto vuelo.  Viajamos  los dos solos, tres noches apenas, el apuesto Benjamín se quedó  en Miami muy contento con Nancy, su tía abuela, sus abuelos y la fiel Cleo.  El aeropuerto de North Eleuthera es una casita muy modesta  al final de una pista.  No hay una torre de control alta ni grandes antenas, un sólo camión de bomberos algo viejo y oxidado, una sala de inmigración muy pequeña con dos oficiales que parecen acabar de despertarse de una larga siesta.  Bahamas es un archipiélago de unas 700 islas y trescientos cincuenta mil habitantes en su mayoría descendientes de esclavos.     Eleuthera, una isla larga y estrecha con forma de croissant, es la tercera más grande del país y, afortunadamente, una de las menos desarrolladas.  No hay grandes hoteles como el Atlantis, no recibe cruceros, no tiene casinos, a pesar de su cercanía a los Estados Unidos ha pasado más o menos desapercibida.  En Eleuthera viven sólo 8.000 personas.    
   Cumplidos los trámites migratorios estamos listos para ir a nuestro hotel, Coral Sands en Harbour Island, otra isla muy pequeña  a cinco minutos en taxi y otros cinco en bote.   El mar es azul y verde y tornasol,  el clima perfecto y los bahameños son inmunes al stress.  En el muelle donde llegamos alquilamos un carro de Golf y nos aventuramos –Vanessa al volante- isla adentro.    Harbour island es pequeña,  3 millas y media de ancho por una y media de largo; uno de los lados da a la bahía y la marina y el otro, el más bonito, a una playa paradisíaca de tres millas de arena rosada muy fina donde esta nuestro hotel.   Entre el muelle y la playa hay un pequeño pueblo con unas cuantas tiendas poco surtidas, infinitas iglesias y otras tantas licorerías.  Las calles están mal asfaltadas y se maneja como en Inglaterra a pesar de que el volante está a la izquierda.  Hay poco tráfico, en su mayoría carros de golf y muchos gallos y gallinas que cruzan la calle despreocupados.   Nuestro hotel queda frente al mar.  Dejamos las maletas y salimos a la playa.  Vanessa, que conoce bien la isla, me lleva de la mano a recorrerla  descalzos, me cuenta que a veces pasan caballos al borde del mar.  La arena, yo sé que lo dije antes, es finísima (parece harina pan), el agua es de una temperatura perfecta, hay poco oleaje y sólo unos cuantos turistas, un puñado de europeos y unos cuantos americanos aprovechando (como nosotros) el fin de semana del 4 de julio.  Al borde de la playa, medio escondidas tras la vegetación (la isla es muy verde) hay una hilera de casas espectaculares de extranjeros de buen gusto aficionados al horizonte y el sonido del mar.   No hay mucho que hacer en la isla y de eso se trata.  Hay algunos buenos restaurantes; Vanessa me lleva a tres: Landings, Rock House y Aquapazza.  La comida es deliciosa - la compañía aún mejor- , cenamos sin apuro, hablamos de cosas serias pero sobre todo de tonterías, hablamos de Benjamín, de sus ojos, de lo que será cuando sea grande  y de cómo se babea,  tomamos vino y comemos cangrejo.  Dormimos largo, leemos, paseamos y volvemos a pasear por la playa rosada, salimos a tomar fotos, exploramos la isla buscando casas para alquilar.  Para almorzar descubrimos un tarantín pintoresco  al borde de la bahía, Conch Queen se llama, y está atendido por Richard y sus dos hijas.  Como todo en las Bahamas, uno debe ir con mucha paciencia.  Se trata de sentarse en la barra con un par de cervezas Kalik a cultivar el hambre mientras vemos como preparan –con mucha calma- la deliciosa ensalada de Conch (Botuto en Venezuela), un caracol inmenso de concha rosada que forma parte de todos los platos de la isla.  Grandes montañas de conchas vacías son testimonio del apetito voraz de turistas y locales.  El abuelo de Richard, nos cuenta, vino de Cuba hace muchos años y se quedó.  Sus dos hijas, botuto en mano, sonríen concentradas en la ensalada que nos preparan.  Insisten en que les dejemos echarle algo de picante, nosotros –nuestro juicio nublado por las Kalilk- aceptamos sin mucha resistencia.  Nos encanta pasar horas en la barra de la Reina del Botuto.  
La reina del botuto



Toca regresar (extrañamos a Benny).  Empacamos en la mañana, nos zambullimos una última vez en el mar, nos limpiamos la arena, montamos nuestra pequeña maleta en la parte de atrás del carrito de golf y partimos –a toda velocidad-  al muelle a tomar el bote para el aeropuerto.  Al poco rato me volteo y descubro que nuestra maleta no está, se nos ha caído en alguna curva, en alguna de las calles del pueblo.  Volvemos al hotel a ver si esta allí, Vanessa le explica a la empleada del front desk lo que nos acontece (una isleña morena y adiposa) y ella responde –sin mucho sobresalto- “Oh Lord”.   Decidimos recorrer calle por calle buscando la maleta,  vamos haciendo el recorrido hasta que en una esquina  sobre un mueble alto en el porche de la casa de una señora –justo donde hice una osada maniobra con el carrito- está la maleta tostandose al sol.  La amable señora esperando a ver quienes eran los padres de aquella criatura.  Ahora sí podemos ir al muelle.
Estamos felices porque hemos decidido volver para el cumpleaños de Vanessa.  Ya escogimos la casa que alquilaremos, una casa blanca maravillosa justo frente al mar, donde celebraremos durante toda una semana el cuarenta aniversario de las Bahamas y de Vanessa.  Qué fácil es enamorarse de ellas dos.