En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

lunes, 19 de enero de 2015

Hup Hup Holanda!! con mi primo Jose en el Mundial



Ying Yang en Brasil

   Ser nacional de un país, escuchamos siempre, conlleva derechos y deberes.   Consciente de mis obligaciones, y fresca aún la tinta de mi primer pasaporte holandés,  decidí asumir el deber patriótico de vestirme de naranja e ir a gritar por mi equipo en el primer juego del mundial contra España en Salvador, Brasil.  No fue una decisión fácil; pasé largas noches en vilo recitando en mi mente  (en holandés) el texto del juramento en la embajada y la lealtad que prometí bajo la mirada aprobadora de la pareja real en la fotografía que colgaba detrás del cónsul (angustiado yo por lo que habrán sido las noches en blanco de la reina Máxima rezando para que a Holanda no le toque jugar contra Argentina).   Una responsabilidad ciudadana ineludible, un acto de solidaridad con mis compatriotas, con la sangre flamenca que corre por nuestras venas desde hace infinitas generaciones, con los molinos y el arenque, con mis antepasados que con ahínco y determinación le ganaron terreno al mar, con las memorias indelebles de los 8 o 9 días que he pasado en Holanda desde que nací  (no incluyo los días que he pasado en Aruba porque creo que no cuentan).  Convencido de mi obligación, llamé a mi primo José –todo un Walg como yo-  y compramos nuestros pasajes para ir a Brasil.  Yo me encargaría de las entradas, José se comprometió a comprar las dos camisas naranja en Macaracuay.

Dutch Power


Que me estaran diciendo?

Dice Sneijder pero creían que era Robben



   Nos encontramos en Colombia un jueves, el mismo día de la inauguración del Mundial, al final de un largo día de trabajo.  Nuestra ruta era Bogotá- Rio de Janeiro-Salvador.   El Mundial, igual pasó en Suráfrica, comienza en el avión en el vuelo de ida.  Son hileras de gente con la camiseta de los distintos países arropados en las banderas impacientes por llegar.  Todo el mundo, incluyendo los pilotos y las aeromozas, de fiesta, contentos, pendientes de los resultados y de las quinielas que acabaron de llenar.  A mi lado se sentó un Washingtoniano obsesionado con Team USA (y con Hope Solo, la portera de la selección femenina), me explica en detalle los defectos y las virtudes de cada jugador, me hace leer un artículo de ESPN sobre el equipo americano, se queja de la ausencia de Donovan.  Me coloco los audífonos y finalmente me deja dormir.   Llegamos a Río temprano en la mañana.  Tenemos cuatro horas en el aeropuerto así que decidimos cambiar dinero y comer nuestros primeros  “Pan de Queijo”, gloriosos buñuelos brasileros que animarán nuestros desayunos por los próximos cinco días.   En la sala de espera de nuestro vuelo a Salvador comienzan a concentrarse las hordas de holandeses  y holandesas vestidos de naranja chillón, nosotros seguimos de incógnito porque nuestras camisetas están todavía en la maleta.  A nuestros compatriotas se le suman huestes de españoles trasnochados, confiados en el poder de la marea roja.   Aterrizamos en Salvador cuatro horas antes del juego.  Nos cuesta llegar al hotel, no hay taxis y nuestro portugues es precario, dejamos nuestras maletas, nos ennaranjamos (las camisas de Macaracuay son tan buenas que parecen hechas en Maastricht)  y salimos al estadio.  Compartimos taxi con un canario y su amiga, una pintoresca carioca profesora de español.  Muchas calles están cerradas así que el taxista tiene que dejarnos cerca del estadio, nos toca caminar siguiendo a las manadas de turistas que suponemos nos llevarán al Fonte Nova.  A José comienzan a confundirlo con Robben, la gente le pide tomarse fotos con él.  El ambiente es espectacular.  Miles de fanáticos emocionados, disfraces, pelucas, banderas, pancartas, el estadio inmenso a la distancia y los dos primos camino al primer juego, la revancha de la final del Mundial de Suráfrica.  Nuestro puestos son muy buenos,  frente a nosotros hay una familia de Chavistas vestidos de españoles, a la izquierda de José dos ingleses amables, a mi derecha un brasilero con su hijo y un señor de Piura, atrás y adelante muchos compatriotas con los que ni siquiera podemos conversar porque entre José y yo sabemos una o dos palabras de holandés.  Más de uno nos saluda y nosotros respondemos sonriendo.     Salen los equipos, cantan los himnos y suena el pitazo.  El penal de España nos cae como un balde de agua, los de rojo en las tribunas celebran el que creen será el primero de muchos, los chavistas gritan emocionados.  Pasan los minutos hasta que llega –muy cerca de nosotros- el maravilloso primer gol de Holanda, un cabezazo impecable, una elíptica en cámara lenta por encima del imbatible Iker.  A partir de allí será difícil para España y para nuestras gargantas, al ver el cabezazo el señor de Piura me dice proféticamente: “esto puede ser una goleada”.  Cada nuevo gol gritos y abrazos entre nosotros y con nuestros co-tribunos (con todos excepto con los chavistas decepcionados), cada gambeta de Robben un olé, cada destello de Van Persie un high five con los ingleses, cada corner cruzamos los dedos, los brazos arriba cada vez que nos alcanza la ola.  Cinco goles más tarde estamos en la primera fila del estadio aplaudiendo al equipo, un juego memorable.  

Fonte Nova

  Al día siguiente salimos muy temprano a Belo Horizonte para ver el juego entre Colombia y Grecia.  En el aeropuerto nos esperan John y Flavinho quienes serán nuestros anfitriones por los próximos dos días.  Belo Horizonte, la capital de Minas Gerais, es la tercera ciudad de Brasil y de las tres la más joven.      Belo Horizonte es una metrópoli de cerca de 5 millones de habitantes que a pesar de quedar cerca de las hermosas ciudades coloniales de Ouro Preto y Tiradentes normalmente queda fuera del circuito de los turistas extranjeros.   Nos quedamos en una casa campestre cerca del aeropuerto –“cerca de donde se está quedando la familia de Messi” nos dice Flavinho-.   Dejamos nuestras maletas y nos vestimos de colombianos con camisetas amarillas made in Macaracuay.  Salimos temprano para poder probar la comida local cerca del estadio.  John, Flavinho y toda su familia, que son miles, son fanáticos furibundos del Cruzeiro (el equipo local) así que conocen a la perfección la cartografía culinaria alrededor del Estadio.  Nos instalamos con ellos en un restaurante frente a la entrada principal a degustar cachaza con cerveza y chicharrón.  En Brasil, por alguna extraña razón, los restaurantes venden la comida por peso.  Me toca ir varias veces al abundante buffet para proveer a nuestra mesa de chicharrón celestial y picanha.  Conversamos al ritmo de la cachaza haciendo pausas para tomarnos fotos con los más de treinta mil colombianos y cinco griegos que han venido a ver el juego.  Hay grupos disfrazados de Valderrama, de Falcao, de Higuita y hasta del expresidente Uribe, barras numerosísimas  de colombianos entusiasmados con la selección.  Tenemos buenos puestos de nuevo en medio de un mar amarillo.  El griterío y la energía son impresionantes,  no debe haber diferencia con un juego en Barranquilla o Bogotá.   La tragedia griega comienza muy rápido, a los pocos minutos marca Colombia el primer gol y casi se cae el estadio.   A partir de ese momento es  salsa y vallenato, por momentos algo de resistencia peloponesa pero nada de temer,  en ningún momento logran apagar la fiesta de los fanáticos.  En el segundo tiempo dos goles más y pura alegría hasta el pitazo final.  Colombia 3, Grecia 0.  Nos toca caminar varios kilómetros hasta que llegamos al carro, vamos a encontrarnos con Anna Paula, la encantadora esposa de John, en un restaurante maravilloso de comida mineira que se llama Xapuri.    Xapuri, una institución local, queda en medio de un barrio residencial en una casa inmensa, son hileras de mesas y una cocina ajetreada con un magnífico horno de leña en el centro.   Somos rehenes de nuestros anfitriones quienes ordenan por nosotros.  A la mesa llega un desfile de platos a la parrilla –pollo, carne, más chicharrón, salchichas-, frijoles, mandioca, arroz, ocra; todo al son de buena cachaza y una mejor tertulia.   José le pide a Anna que le anote el nombre de todo lo que pedimos y le escribe reportes de lo que comemos en tiempo real a su novia brasilera que vive en Cali.    Xapuri es un asunto de horas, de entregarse al colesterol, de pasar la tarde con calma, sin apuros.  En la televisión pasan el juego entre Costa Rica y Uruguay, cada nuevo gol de los ticos la gente celebra sorprendida, “será verdad o será la cachaza?” se preguntan algunos.  La barra de postres es fenomenal, dulce de leche y coco en todas las variedades, dulce de guayaba y todos los frutos del jardín del edén en almíbar.  Salimos de noche, llegamos a tiempo a la casa para quedarnos cómodamente dormidos mientras vemos el juego entre Italia e Inglaterra.
Preambulo al juego- John y Flavinho nuestros sherpas



Restaurante Xapuri

Nuestro cuartel general en Belo

A la mañana siguiente salimos a conocer la ciudad.  En los años 40 el alcalde de Belo fue Juscelino Kubitschek quien junto al gobernador de entonces, Benedito Valadares, decidieron desarrollar el suburbio de Pampulha.  Para ello contrataron a Oscar Niemayer quien entonces tenía apenas 33 años.    Belo está salpicada de obras del longevo arquitecto.  A los pocos minutos de salir de la casa pasamos por el edificio del gobierno regional, la Ciudad Administrativa Tancredo Neves (2010), un rectángulo negro que flota al borde de la autopista desafiando la gravedad; en el centro de la ciudad vemos uno de sus primeros proyectos residenciales, una elegante torre curvilínea de comienzos de los años 50 sobre la Plaza de la Libertad; en la orilla de la laguna de Ampulhas la Iglesia de San Francisco de Asis,  un pequeño recinto de escala humana, uno de sus primeros proyectos (1943) y el primero en la lista oficial de monumentos modernistas de Brasil.  Por su estilo innovador el arzobispo de Belo Horizonte se negó a consagrar la iglesia, hubo que esperar 16 años para que el arzobispo suplente diera su bendición.   104 años de carrera como arquitecto (Premio Pritzker y Príncipe de Asturias entre muchos otros),  más de un siglo de simpatía con la izquierda (fue militante y presidente del partido comunista y buen amigo de Castro); cuentan que Hugo Chávez en uno de sus primeros viajes a Brasil llegó varias horas tarde a una cita que tenía con Niemayer – maleducada la demora, por supuesto,  pero sobre todo arriesgada cuando se trata de reunirse con alguien que tiene más de 100 años-. 

Niemayer 

Palmito en el Mercado Central

El reino de la Cachaca

 Belo, al menos los domingos, es una ciudad agradable.  La topografía es montañosa - a la San Francisco- y la arquitectura reciente.  Subimos a una loma desde la que se ve toda la ciudad, el punto más alto es un parque desde donde el Papa Juan Pablo II dió una multitudinaria misa, allí nos tomamos varios cocos frios.  La próxima parada fue el estupendo Mercado Central.  El mercado es un laberinto de tarantines, un despliegue de frutas, carnes, dulces, artesanía, colores, olores y sabores,  en uno de los pasillos esta el palacio de la cachaza, más de mil marcas distintas muchas de las cuales sólo se consiguen en Minas Gerais.  Compre dos botellas: una de Joao Andante (la versión local de Johnny Walker) y una que destila la familia de John.   Nuestra próxima parada: Inhotim. 
Inhotim es una excentricidad maravillosa, un híbrido entre jardín botánico y museo al aire libre en medio de la nada a una hora y media de Belo Horizonte.  Inhotim es un proyecto privado de Bernardo Paz, un exitoso hombre de negocios, al que le ha dedicado los últimos treinta años de su vida y casi toda su fortuna.  Paz nunca fue a la universidad ni nació en cuna rica, en los años 80 invirtió dinero que recibió de una de sus esposas –se ha casado seis veces- en una compañía siderúrgica que estaba quebrada.  Con un estilo de gerencia muy personal logró rehabilitar la empresa para luego vendérsela a muy buen precio a compradores chinos, de los primeros que incursionaron en Brasil.  Paz comenzó a coleccionar arte ávidamente en una casa que compró cerca del pueblo de Brumadinho.  Alli, asesorado por Burle Marx y Tunga, su proyecto fue cobrando forma hasta convertirse en el referente de arte contemporáneo que es hoy.  Poco a poco fue comprando las propiedades adyacentes hasta llegar a las más de mil hectáreas que tiene hoy.  Inhotim son decenas de galerías y pabellones de arte rodeados de verde, islas en un parque inmenso; lagos, árboles imponentes, palmeras, bosques tropicales, kilómetros de caminerías que como nervaduras hilvanan su colección.  La experiencia es un asalto a los sentidos desde extremos opuestos; por un lado la aparente naturalidad de la naturaleza –lo esencial- y por el otro la aparente artificialidad del arte –el constructo-, cada uno como escenario de fondo del otro.  El inmenso jardín es, sin embargo, naturaleza domesticada y las instalaciones de arte, cuando estamos inmersos en ellas, otra suerte de normalidad.     Oiticica, Meireles, Olafur Eliasson, Anish Kapoor, De Branco, Cardiff, Adriana Varejao y cientos más escondidos entre la vegetación, al borde de un lago, a la sombra de una hilera de palmeras.    Hace falta por lo menos dos días para disfrutar de Inhotim, nosotros estuvimos apenas tres horas y media.   Prometimos volver.  













Volvimos de nuevo a Salvador  esa noche para nuestro último partido: Alemania- Portugal.  Salimos del hotel temprano vestidos esta vez con la camiseta del equipo de Venezuela, que nunca ha clasificado (anhelo de más de cincuenta años y probablemente por muchos más).  Llegamos al estadio de Fonte Nova temprano para disfrutar del ambiente.  Portugueses y alemanes impacientes por comenzar.  El equipo alemán no tardó en deslumbrar, gol tras gol en una masacre futbolística.  Los fanáticos portugueses perplejos,  Cristiano Ronaldo abucheado cada vez que lo nombraban, cada vez que tocaba la pelota, cada vez que fingía cojear.   La barra alemana en frenesí, un Oktoberfest bahiano, el público haciendo la ola humana con una precisión jamás vista.  José y yo disfrutando del espectáculo, haciéndole “buuuuuu” a Ronaldo, el de las cejas depiladas, con el resto de la fanaticada.   De allí salimos hambrientos a comer una monumental moqueca de camarón en la playa, a esperar para ver el juego entre Ghana y los Estados Unidos con doscientos mil turistas más en una pantalla gigante al borde del mar.   
Favelando



Buuuuuu Ronaldo!



Moqueca



El último día no teníamos ningún juego así que decidimos visitar la parte antigua de Salvador, la primera capital del Brasil y el lugar con el mejor carnaval del mundo.  Pelourinho, que así se llama el casco viejo, es un barrio muy pintoresco de arquitectura colonial y calles empedradas.   Todo esta vestido de colores.  Paseamos sin itinerario por varias horas tomándonos fotos con locales y turistas: una foto con Tony Souza –“Guru oficial de Gandhi”- que nos pidió 10 reales para pagar una bandera de Brasil que compró fiada; otra con un payaso de espanto con una lengua larguísima vendiendo algodón de azúcar; fotos con mujeres bahaianas pechugonas con faldas anchas y sombreros; una foto con dos fanáticos de Argelia que celebran (sin alcohol) el primer gol contra Belgica, fotos con amas de casa asomadas por las ventanas, con barberos simpáticos, con policías, con vendedores de coco frío y heladeros.    Toca irse, tenemos que volver.  José vuela unas horas antes que yo y habrá mucho tráfico camino al aeropuerto.
Pelourinho














Fueron cinco días mágicos.  No puedo dejar de pensar que me hubiera gustado haber conocido a mi abuelo, a mi abuelo Hartog, el de la foto en la mesa de noche de mi mamá; a mi abuelo holandés de quien sólo conozco unas cuantas anécdotas (mi mama que quedó huérfana a los 12 años).  Estoy seguro de que hubiéramos podido haber convencido a mi abuelo para que nos acompanara, con la salvedad de que hoy tendría 113 años.  Jose, Hartog y yo contentos de naranja en el estadio,   no hubiera sido problema comprar una camiseta mas en Macaracuay.  Hubiéramos paseado los tres por el malecón de Salvador tomando coco juntos, le hubiera contado que casi toda la familia vive en USA adonde él siempre quiso emigrar, que mi hermano se llama Henry por él, que tengo dos hijas hermosas y un hijo espectacular ademas de la mejor esposa del mundo, que he leído y releído las pocas cartas de él que sobreviven,  que cuando tenía 4 años le pregunté a Beppie y Michel Pels –sus amigos holandeses-  si podían ser mis abuelos y que me dijeron que sí y que lo cumplieron a cabalidad, que sobrevivió una película de esas viejas de super 8 en la que aparece con la abuela en el parque de las palomas en Macuto,  que hace años que quiero escribir un cuento donde él es el protegonista.   Me hubiera encantado poder contarle cuánto quiero a mi primo José y sus hermanas (los hijos de mi tía Leni, su hija pequeña), que  la familia creció, que mis hermanos tienen hijos y mis sobrinos también.   Le hubiera dicho a mi abuelo Hartog, me doy cuenta ahora, que cuando nos pusimos las camisas naranjas y gritamos hasta quedarnos afónicos el otro viernes en Salvador, lo hicimos no por el equipo – que ni siquiera conocemos los nombres de los jugadores - que
gritamos fué por él. 



domingo, 18 de enero de 2015

Andamos Limando (de nuevo): La fiebre del Colca



  Hace poco que el Congreso del Perú, en un derroche de consenso patriótico con tan sólo nueve abstenciones, bautizó el vasto cielo peruano; asi es, sancionó una ley (de esas de verdad verdad, debatida en el hemiciclo, con sellos y gaceta,  firmada y refrendada por el mismísimo Presidente Humala dándole el nombre de Quiñones a todo el espacio aéreo del país (http://www.larepublica.pe/22-05-2014/ollanta-humala-promulgo-ley-que-declara-el-espacio-aereo-como-cielo-de-quinones).  El cielo y las nubes (y todos los pajaritos) son ahora una estatua en honor al valiente piloto que murió en una de las guerras recurrentes, que como la fiebre de la malaria, cada tanto tiene Perú con Ecuador.  Así las cosas, desde la ventana del terminal del aeropuerto admirábamos nosotros seis el Quiñones azul y despejado  de viernes al mediodía mientras esperábamos para salir a Arequipa por el fin de semana.  Los Quiroga-Rabines y los Grunberg-Perez, padres, madres y sendos vástagos (Bernardo y Benjamín), contando los minutos para que comience nuestro viaje.  El plan era pasar la noche en Arequipa y luego visitar por dos noches el Cañon del Colca, el segundo más profundo del planeta luego del de Cotahuasi (también en Peru}.  Absortos con el azul del Quiñones no nos imaginábamos en ese momento la aventura que nos esperaba en el remoto Cañon. 

Arequipa by night




Santa Catalina


  Arequipa, la “Ciudad Blanca", la “Roma de America”, fue fundada en 1540 y hoy es la segunda ciudad más grande del Perú.  Con un casco histórico conservado, a pesar de los terremotos, Arequipa mantiene el semblante colonial que otras ciudades perdieron.  Calles empedradas, anticuarios, monasterios –el de Santa Catalina, maravilloso, protagonista de uno de los capítulos más pimentosos de Peregrinaciones de una Paria de Flora Tristán-, casas coloniales de nobles y conquistadores (hoy restaurantes y tiendas) y una plaza elegante con su Catedral y todo.  Una trama de callejones y bocacalles entretejidas con hileras de balcones, todo limpio e iluminado.  Todos los arequipeños paseando como nosotros por la ciudad vieja el viernes en la noche; Bernardo feliz lanzando coheticos caseros con una liga, Benjamín en su coche dándonos un discurso en su adorable idioma, una mezcla de yiddish y quechua, elocuente pero incomprensible.  Esa noche cenamos en Chicha, fabuloso restaurante de nuestro amigo el bueno de Patricio, un festín de camarón de río en todas sus formas: colitas y tenazas, en chupe, a la parrilla, ceviche, risotto…  No muy tarde volvimos a nuestro hotel, el Libertador, una vieja casona de mediados del siglo pasado bien cuidada y amablemente atendida.  La mañana siguiente, los días de Benjamín comienzan puntuales a las seis a.m., salimos emocionados a explorar los jardines del hotel donde vive una legendaria tortuga con una papada inmensa y toda la flojera del mundo.  “Todos los arequipeños” me dice Pablo mi amigo, “tienen una foto encima de la tortuga”, “todos conocen a Juana”.   La de la tortuga es una historia algo conmovedora debo admitir;  bajo el caparazón de normalidad hay una historia personal que muy pocos de los arequipeños conocen; nadie sabe su edad “120 o 135” me dice el jardinero, nadie sabe quién ni cuando llego ni cómo o por qué se quedó.  A estas alturas Juana es parte del hotel (de seguro es parte del fideicomiso en garantía a favor del BBVA y el Banco del Crédito del Peru que aparece precavidamente anunciado en una placa en la puerta del hotel).  Me dice el jardinero, aquí me revelan el drama de la vida de la tortuga, que hace poco un veterinario descubrió que Juana, la inmemorial Juana, es en realidad Juan, que la doña es en realidad un don, que el pobre ha vivido al menos 100 años de confusión de genero.  Todos los arequipeños desde el siglo pasado se han tomado daguerrotipos, polaroids y ahora selfies con el Iphone sobre el noble animal, todos esos niños sentados sobre el quelonio diciéndole “arre Juanita, arre” y el pobre Juan catatónico mirando el pedazo de lechuga que tiene enfrente.   Me acerco con Benjamín y lo saludamos, Benny lo toca y le dice “tai, tai”, Juan mueve el cuello a paso glacial y nos mira sin apuro ni aspaviento, nos mira con cara de macho, seguro de sí mismo,  Juan sabe que le quedan al menos otros cien años para aclarar la confusión. 


Juan, no Juana

Talia y Bernardo

Vanessa sale de nuestra habitación y se tropieza con Humala y Nadine que están en la habitación de al lado, puerta con puerta.  Vanessa lo ve y le parece conocido, “algún amigo de Daniel” piensa y sigue caminando en su enternecedora distracción.  Al rato se da cuenta de que es el Presidente de Perú (el mismísimo que firmo la ley de Quiñones) y nos cuenta emocionada, salimos Pablo y yo –incrédulos pero con alma de paparazzis- a buscarlo, a ver si Vanessa tiene razón.  Y así es, la pareja presidencial comparte el hotel con nosotros, sin guardaespaldas ni caravanas, sin el séquito incómodo del poder, los Humala, que copiones son, salen para el Colca también esa misma mañana.

  Después del desayuno nos recoge Hector en una camioneta grande para manejarnos a las Casitas del Colca cerca del pueblo de Chivay, un hotel de 20 habitaciones con tres llamas y un estanque lleno de truchas que hasta hace poco perteneció a Orient Express.  El viaje toma tres horas por una carretera de curvas que cruza la cordillera.  Yo había ido hace unos años con mi sobrino pero le había prestado poca atención a la altura, sólo me quedaba el recuerdo del páramo infinito y las vicuñas comiendo apacibles al borde de la carretera.  Salimos de la ciudad de Arequipa y comenzamos a ascender, pasamos Yura con su cementera empolvada y seguimos subiendo, más alto, más alto, cada vez más alto, y el aire enrareciéndose.  Nos detenemos por unos minutos para ir al baño y vuelve Vanessa (que esta embarazada) con el semblante distinto, pareciera como si hubiera estado en el campamento base del Annapurna: “es alto” comenta con la respiración acelerada.  Seguimos subiendo y yo haciendo memoria, tratando de recordarme qué tan alto se llega.  Benjamín duerme en mis brazos desde que salimos de Arequipa, duerme tranquilo hasta que casi llegando a los 5 mil metros se despierta, se pone pálido y comienza a vomitar.  El pobre Benjamín, Benjamín de la costa, ciudadano de Lima y Nueva York al borde del mar, no está acostumbrado a la altura.  Tiene los labios morados y la mirada apagada, comienza a sollozar.   Le pedimos a Hector que acelere para comenzar a bajar, al poco rato llegamos al punto más alto desde donde comienza una bajada empinada a Chivay a 3,600 metros.  Los labios de Benny vuelven a su color original, sonríe, nosotros respiramos aliviados.   El hotel queda al borde del cañon por el que corre el río Colca a unos 15 minutos de Chivay pasando un caserío que se llama Yanque.   Llegamos al hotel, bajamos nuestras maletas y nos instalamos cada familia en una casita.   Cada cabaña tiene una piscina de agua caliente en la terraza, un baño inmenso con una ducha al aire libre, una chimenea y una cama tamaño king bajo un candelabro señorial.  Es un lugar de lujo campestre, de jardinería impecable –incluyendo un huerto de vegetales y hortalizas (cebollas, remolacha, huacatay, apio y cilantro) que se consumen en el hotel-, hay eucaliptus perfumados, hay un spa donde nos hacemos un masaje con piedras de río, hay tres llamas simpáticas que toman leche de biberón, hay un perro peludo que se llama Manchas y un estanque con truchas mansas que no se dejan pescar.   Ese día almorzamos con calma, nos movemos lento, paseamos por el hotel sin sobresaltos, subimos y bajamos las escaleras sin cambios bruscos de velocidad.  Benny está contento, quiere recoger palitos y correr por la grama, quiere abrazar a Bernardo.   Dormimos relativamente bien, con algo de insomnio por la altura, pendientes de Benny que da vueltas en la cama.  Se despierta temprano y lo saco a jugar.  Es un día hermoso, el Quiñones con apenas una que otra nube, hace un poquito de frío y se escuchan cientos de pájaros cantar.   Llevo la cámara conmigo para aprovechar la luz maravillosa de esa hora en la que la mayoría de los huespedes todavía duermen.  Benny corre feliz haciendo declamaciones en su lengua privada, se distrae con una pareja de patos, explora el jardín mientras yo lo persigo con la cámara, el sol se le enreda en los bucles y yo empeñado en atrapar el momento; corre el principito y su papá tras él.  






Casi pescan



    Luego del desayuno Benny toma una siesta temprana y Pablo y yo aprovechamos para hacer una excursión al río.  Bajamos entre la maleza por una vieja trocha que nos lleva al lecho del Colca.  Es una caminata fácil y entretenida, vamos hablando de todo un poco, temas trascendentales y boberías, hay que adivinar el camino, vamos pisando las piedras con cuidado, saltando riachuelos, esquivando huecos.   Cuando llegamos al río comienza a llover y decidimos regresar.   Entramos al cuarto y, para nuestra sorpresa, encontramos a Benny vomitando y temblando, pálido de nuevo, con fiebre y aletargado.   Preocupado subo a la recepción del hotel y pido que llamen a un médico.  “Señor”, me dicen, “sólo tenemos el teléfono del doctor Gonzalo y no atiende, debe estar en algún pueblo o en la iglesia”.   Es domingo de Semana Santa y nadie sabe dónde conseguir ayuda.  No quiero pasar la noche en el hotel con Benny enfermo y me preocupa tener que manejar tres horas a Arequipa y pasar de nuevo por el abra a casi 5.000 metros de altura sin oxígeno.  Pregunto si tienen el número de una ambulancia y me miran desconcertados como si les hubiera pedido por un transbordador espacial.  Llamo a tres clínicas en Arequipa y me responden que no me pueden ayudar, sólo una tiene una ambulancia pero está en el partido de fútbol y no la pueden enviar: “Si no hay ningún jugador lesionado tal vez se la podemos mandar a las 9 de la noche” me responde la señorita.    Se me ocurre que llegó el momento de llamar a la embajada de los Estados Unidos a pedir ayuda.  Benny, Vanessa y yo somos orgullosos ciudadanos americanos y en este tipo de emergencias es cuando la patria responde.  Acabamos de ver todos la película Captain Phillips y esto es mucho más sencillo.  Además, es abril y yo acabo de pagar puntualmente mis impuestos, pueden usar el mismo dinero que acabo de darles para enviarnos ayuda, estoy seguro que no tardará en llegar un contingente por aire, por mar o por tierra con la canción de God Bless America de fondo, me ofrecerán enviar el portaviones Nimitz por el río Colca y yo les diré con mi inglés impecable que no hace falta, que basta con una modesta ambulancia.  Busco en internet el teléfono de emergencias del consulado y llamo.  Me atiende una contestadora pidiéndome que confirme que se trata de una verdadera emergencia.  Marco 1 y me atiende una señora peruana que me pide el nombre.  Al rato me transfiere y me atiende el teléfono un señor amable, Christopher me dice que se llama, a quien le explico la situación.  Angustiado le pido que por favor me ayude a conseguir un médico o una ambulancia.  Christopher me escucha y me responde así: “yo soy el oficial americano de guardia durante Semana Santa pero trabajo en USAID en temas ambientales.  Tuvo usted mucha suerte que cayó la llamada porque estoy en un lugar con mala recepción y el teléfono que tengo ni siquiera es un smartphone.”  “Señor Grunberg” me dice sin rodeos “quiero manejar sus expectativas.  Lamentablemente no hay nada que pueda hacer por usted, aún si fuera de vida o muerte (que así se lo describí) no hay nada que la embajada pueda hacer. No estamos preparados para casos como este.  Lo más que puedo hacer es enviar un email a otro departamento que tomaría dos días hábiles en responderse lo cual, en su situación, seria de muy poca ayuda.  Abajo en mi carro tengo una carpeta donde tal vez hay el número de teléfono de una clínica en Arequipa.  Quiere que baje a buscarlo?”    Le dí las gracias educadamente a Christopher y colgué.      Pedí un carro para ir al pueblo a buscar un médico.  En el camino a Chivay, por no dejar, llamé a Global Assist de American Express.  Me vino a la memoria la propaganda que alguna vez ví en la televisión  donde un tarjetahabiente  tiene un accidente y una atenta operadora resuelve todos sus problemas como si fuera Hechizada, la maravillosa mama de Tabata.   En la propaganda la operadora (una rubia de ojos azules con acento bostoniano) le consigue al angustiado tarjetahabiente en cuestión de segundos un médico, un abogado, un fisioterapeuta, y le hace llegar un ramo de flores.  Marco el número de teléfono y me atiende una señora en Pakistán a quien le explico lo que pasa.  Me pregunta donde estoy, que por favor le deletree Chivay.  Casi automáticamente comienzo: “C as in Charlie, H as in Honolulu, I as in India, V as in Victor…..” cuando me pide que deletree Cañon del Colca caigo en cuenta de lo inútil de la llamada y me despido, la operadora preocupada me pide que anote el case number.   Me doy cuenta que estamos sólos en el páramo y que tengo que apelar a las habilidades aprendidas en Venezuela.  Llegó a la Posta de Chivay (que así le dicen al dispensario médico) y entro a la sala de emergencias donde hay un doctor suturando el dedo de un campesino.  Sin esperar que le de de alta al campesino, le explico sobre Benny y le pido ayuda.  Walter, que así se llama el amable doctor, ofrece acompañarme al hotel.  Me cuenta que hay una ambulancia en el pueblo y le pido que la llame.  A los pocos minutos llega una camioneta blanca con una antena inmensa y Panchito al volante,  un señor de un metro cuarenta y cinco de altura con los dos dientes de adelante bañados en oro.  A nuestro contingente se suman dos enfermeras adiposas y simpáticas, llevamos una bombona de oxígeno –la única de la Posta- y una mascarilla que me cuesta 30 soles.  Panchito va raudo carretera abajo con la sirena a toda voz.  En el camino nos cruzamos con el carro del Presidente Humala que vuelve a Arequipa.  Panchito, Walter y las enfermeras se lamentan de ir apurados, hubieran querido hablarle para pedirle insumos para el hospital.   Ya en el hotel, el Dr. Walter ausculta a Benny y nos da su opinión: “no es mal de altura, es una infección viral o bacteriana porque tiene fiebre”.  Igual le pedimos que nos acompañe con la ambulancia a Arequipa, no queremos tomar el riesgo de pasar otra noche en Chivay y no queremos hacer el cruce sin oxígeno.  Les pregunto cuánto cuesta hacer el viaje y les pago en el instante.  Vanessa, que aún no ha visto la ambulancia, se la imagina parecida al Air Force One.   Cuando le abren la puerta trasera para que entre con Benny se da cuenta que no es de última generación; la ambulancia está vacía, en la parte de atrás hay sólo una camilla y la bombona de oxígeno.  Montamos a Benny en su coche y lo subimos, Vanessa se sienta a su lado en una silla incómoda al lado del doctor, tiene que agarrar ella el coche de Benny por las próximas tres horas para que no se mueva.  Panchito, el de la sonrisa refulgente, se sienta al volante y me promete que manejará con cuidado.  Talia irá de copiloto.  Pablo, Bernardo y yo en otro carro detrás de ellos.   Salimos apurados, pasamos Chivay  (“C as in Charlie, H as in Honolulu…..”)  y comenzamos a subir.  A medida que nos aproximamos al pase empieza a nevar, el Quiñones está encapotado.  Nosotros siguiendo la ambulancia en medio de la nieve y ellos delante bamboleándose en las curvas mientras  Talia va limpiando el parabrisas empañado.   Panchito, el Fitipaldi de los Andes, va sorteando el camino animado por los rezos de Talia y Vanessa.  Benny duerme.   No hay señal de celular en el camino así que Pablo y yo sólo podemos imaginarnos lo que acontece en la ambulancia.  Oswaldo, nuestro chofer, se queja de que Panchito va lento.   De vez en cuando escuchamos la sirena y lo vemos a lo lejos sobrepasando otros carros entre la neblina y el granizo.  Bernardito duerme, esta vez no vemos ni una sola vicuña.

La ambulancia de Panchito
Panchito listo para la travesia


    Finalmente llegamos a Arequipa donde nos espera Patricio para llevarnos a la clínica donde confirman el diagnóstico de Walter: un virus sin nombre.  Todos de vuelta al hotel donde, como era de esperarse, nos encontramos de nuevo a Humala.   A la mañana siguiente Benjamín se despierta temprano, como se siente mejor salimos a visitar al tortugo Juan que nos espera sentado donde siempre hipnotizado con su lechuga. Benny sonríe en el parque y yo feliz viéndolo mejor de ánimo.  Desayunamos y partimos al aeropuerto para tomar nuestro vuelo a la Lima litoral donde se respira mejor.  “No me parece que era un viaje como para Benny y yo embarazada. No hay que inventar” me dice Vanessa con calma cuando aterrizamos; yo, aliviado ya,  sonrío como Panchito -el chofer de la ambulancia-y le doy la razón.