En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

domingo, 15 de julio de 2012

Un fin de semana en la Rivera Maya; 2012 el año del comienzo del mundo.


    Hay una profecía Maya, dicen algunos y repiten otros, que anticipa que el fin del mundo tendrá lugar en algún momento (diciembre?) del año 2012 de nuestro joven calendario gregoriano.  Parece, eso dicen los iniciados, que una inscripción en una estela descubierta en algún rincón de una ruina en la península de Yucatán relata en detalle la antipática historia del apocalipsis que se avecina.  Se tratará, imagino, de una sucesión de terremotos y huracanes acompañados de otros desastres naturales (el fin del Euro?) que borrarán ciudades y desfigurará la tierra.  Los mayas eran sabios, precisos en sus predicciones de eclipses de sol y de luna, rigurosos en sus fechas y calendarios.  No pueden equivocarse.  Comenzará de repente, sospecho, un domingo a media mañana.  Tendrá su epicentro en México, probablemente en algún cenote en la selva, no tan lejos del JW Marriott de Cancún. Comenzará tal vez con un temblor, un ronroneo, algo así como un ronquido de suegra en la distancia.  No le dará tiempo a la mayoría de los mexicanos de tomarse su café, encontrará a los incautos e incrédulos, a los que no escucharon las advertencias, frente a sus huevos rancheros y chilaquiles a medio comer, apenas espabilándose todavia enpantuflados.    Sospecho que la profecía maya ha tenido en vilo a legiones de californianos, que sectas de nuevos yogis y hippies jubilados llevarán meses haciendo preparativos para el fin de los finales, que en Portland y Brooklyn hay voluntarios atendiendo el teléfono las 24 horas respondiendo preguntas, interpretando y re-interpretando el célebre petroglifo.
    A pesar del altísimo riesgo, conscientes del peligro que corríamos,  ignorando las advertencias de profetas e iluminados, decidimos aventurarnos a pasar cuatro noches en el Hotel Esencia, la antigua casa de una condesa italiana de buen gusto, un maravilloso hotel al borde del mar en la turquesa y tibia Rivera Maya.  La idea era hacer una pausa y celebrar nuestra propia profecía: 2012 no es el año del final sino todo lo contrario, es el año que comienza el mundo.  El 3 de diciembre, unos días antes o unos días después, nacerá nuestro querido bebé.  Con ganas de descansar unos días, de bañarnos en la playa y pasear al borde del mar, de acostarnos temprano y despertarnos tarde, de celebrar juntos la llegada del nuevo miembro de la familia que todavía es un ovillo (un ovillito) de cariño y curiosidad en la despampanante barriga de Vanessa. 


    Salimos un miércoles, maravillosos los miércoles para viajar, en un avión repleto de compatriotas americanos sedientos de sol y margaritas.  Al aterrizar en Cancún nos informa un orgulloso anuncio que el aeropuerto en el que acabamos de aterrizar tiene la torre de control más alta de latinoamérica (no sabíamos que había competencia de masculinidad entre aeropuertos y que, por suerte, estábamos en el más viril de todos).  “Bienvenidos a México” nos dice la amable oficial de inmigración, esquivamos hordas de promotores turísticos con bigotes y al poco rato estamos felices en nuestro refulgente Nissan camino a Tulum por la carretera que nace en Cancún y termina, más estrecha y modesta, en la frontera con Belize  (u Honduras Británica, como la conocían de soltera).   La península va embelleciéndose, al menos para nosotros, a medida que uno va alejándose (escapándose) de Cancún.  Los excesos de los años 80 y 90, cuando se construyeron hoteles inmensos a pocos metros del mar rodeados de centros comerciales a la New Jersey,  atraen olas de turistas (sobre todo en spring break) que vienen a vivir comerciales de cerveza Corona.  Mas hacia el sur hay todavía una costa larga y calmada con pequeños hoteles sin campos de golf.  El Esencia queda al borde de la carretera entre Playa del Carmen y Tulum.  Desde el mismo primer minuto la atención es impecable, nos reciben con un paraguas a la entrada del hotel –caía un aguacero- y nos manejan en un pequeño carro electrico por la selva hasta llegar a la casa principal, un edificio blanco de tejas que se abre al mar sin pretensiones.  Nuestra habitación es todo el segundo piso de una pequeña casa, tenemos una piscina privada, una ducha de esas generosas que botan una lluvia tropical, una botella de champagne y una de vino, paredes blancas y un coro de pájaros de colores. 







  La aritmética de la paternidad es curiosa porque es pura suma.  De repente, apenas el obstetra anuncia la profecía, aparece (de quien sabe dónde) un montón de amor y cariño para el nuevo bebé.  No se le quita amor a nadie, no tiene que donarlo otro hijo, no tenemos que pedirlo prestado; aparece incondicionalmente como si hubiera estado esperando paciente en un ático secreto, en una gaveta maravillosa.  Comenzamos a “abobarnos”, le hablamos a la barriga, le susurramos al ombligo, los mimamos sin verguenza, nos babeamos con las sombras que con buena imaginación adivinamos en los primeros ecosonogramas.  Son nueve meses de magia, de contemplación del misterio, de fascinación, de sorpresa, de “no poderlo creer” en el buen (en el mejor) sentido de la palabra.
    Cuatro días de nada en la playa, de tomar cocos en la arena, de abrir la puerta y encontrar té, café y panes en la terraza (y los pájaros pendientes de las migas), de yoga en la mañana frente al mar, de desayunos copiosos, almuerzos de ceviche y buenas cenas, de pasar horas leyendo (“Seven years in Tibet” yo, “What to expect when you are expecting” Vanessa), de elogiar a las masajistas y felicitarnos por el buen clima.  No hay mucho que reportar, no vamos de excursión, no visitamos ninguna ruina, apenas una noche a Playa del Carmen y otra a cenar con una pareja de amigos.  Se trata de dejar pasar el tiempo, de aburrirnos, de hacerle una trompetilla al stress.  En las mañanas o al final de la tarde salgo a correr descalzo por la arena (con mi gorra de los Tomateros de Culiacán para confundirme con los locales), no sé qué tan larga es la bahía, no sé cuánto tiempo me toma ir de un extremo a otro de la playa.  Hay pocos turistas, muchas casas abandonadas (víctimas del último huracán), al costado -no muy lejos- un hotel lleno de italianos de buena melanina y trajes de baño apretados, senores maduros  (a la Berlusconi) acompanados de sus doncellas.  Durante el día van y vienen agarradas de la mano una pareja de alemanes (ella topless -verdaderos cenotes-, el ya acostumbrado).   Hay gaviotas y pelícanos, agua azul y verde y verdeazulada, algunos cangrejos transparentes, arena blanca y  una hilera de simpaticas palmeras. 
     Todos los días, varias veces, me descubro con una sonrisa en la cara cuando veo a Vanessa caminar por la playa con su sombrero y su barriga, cuando me dice que tiene hambre (mucha), cuando me dice que tiene sueño (mucho).  Me descubro feliz viéndola mamá.  Me descubro contento cuando la veo a lo lejos en la arena, distraída, disfrutando, emocionada imaginándose el color de ojos, el color de pelo, la sonrisa con la que comienza el mundo.



sábado, 31 de marzo de 2012

Cuarentones por fuera quinceaneros por dentro, cuatro amigos de paseo por Nazca


 Las ratas del desierto

Hace más de setenta años, por allá por los años cuarenta, llegó al desierto de Nazca una joven curiosa y muy blanca de nombre sencillo (María) y apellido complicado (Reiche).  Vino de Dresden en 1932 como institutriz de los niños del cónsul de Alemania en el Cuzco y de allí fué a dar al sur de Ica, al desierto que se extiende testarudo por el espinazo de Perú y Chile hasta casi Santiago.  Allí, en Nazca, los primeros pilotos del Perú acababan de descubrir asomados desde sus aviones una red inmensa de líneas y figuras geométricas que como antiguas cicatrices recorrían el desierto, mensajes enigmáticos de una civilización muy anterior a la Inca que dos mil años atrás tatuó la tierra.  Llegó María como asistente del profesor Paul Kosok, el primero en investigar las líneas de Nazca, y se quedó 50 años, 50 años recorriendo sola con paciencia las líneas de Nazca, tratando de descifrar el acertijo, barriendo los surcos (que son muy poco profundos), recogiendo pequeños huesos y restos de vajillas, haciendo mapas de las constelaciones de figuras geométricas que atraviesan la superficie en un ordenado desorden, domesticando los colibríes, ballenas, monos, arañas, perros, cóndores y loros que habitan esa tierra, la fauna de piedra y polvo que trazaron los Nazcas, el inmenso y enigmático arca de Noé que dejaron. No se sabe aún la razón de ser de los diseños, la función de los dibujos que sólo pueden apreciarse desde el aire.  Algunos dicen que se trata de un calendario, de un mapa de fuentes de agua,  de canales de irrigación, carta celestial, pista de aterrizaje para extra-terrestres (no faltan las ideas ridículas), tal vez se trata simplemente de una expresión de creatividad de un pueblo ocioso y  obediente; no se sabe y probablemente nunca llegue a saberse, poco importa.  Las líneas y figuras están allí dibujadas sobre la tierra, sedientas, bronceándose al sol, regocijándose en el misterio. 

Figura humana sobre la ladera
Maria Reiche

Colibri

      El proyecto de vida de María resulta tan enigmático como las líneas mismas.    En las fotos se le ve apasionada deambulando por el desierto, desentendida del paso del tiempo, pendiente sólo del ritmo de los dibujos, tratando de comprender la coreografia del cielo y el desierto, describiendo la sintonía entre los surcos y las estrellas, los caprichos de los solsticios.   La gesta y el gesto de María tenían mucho de infantiles, en el buen sentido de la palabra; jamás dejó de ver el desierto con la frescura de quien lo descubre por primera vez, cada día de los miles que pasó en Nazca fueron igual al primero, experimentó la misma sorpresa, la misma fascinación, mantuvo intacta la mirada del niño que presencia por primera vez un acto de magia.   María Reiche vivió los últimos veinte años de su vida, hasta el año 1998 cuando murió a los 95 años, en una pequeña habitación en un hotel justo al frente de la poco pintoresca Plaza de Armas de Nazca.  Allí recibía a los científicos, peregrinos y curiosos que venían a entrevistarla todavía lúcida, pero arrugada y ciega.  Envejecida por fuera, por dentro seguía siendo una pequeña niña maravillada con las figuras.
       A ese mismo hotel, el Nazca Lines, llegamos nosotros hace una semana contentos y sonrientes, cuatro viejos amigos, cuatro cuarentones adolescentes (igual que María, viejos por fuera niños por dentro), cuatro panas de paseo de fin de semana por el seco sur del Perú. 

Almorzando en Pescados Capitales

      Llevaba meses planeando el viaje, la logística era sencilla: Ariel y Dan viven en Perú (en estos días todos los caminos parecen llevar a Lima); yo voy con mucha frecuencia y Alberto –siempre amable, siempre afable, querido y bienhumorado- prometió venir de Caracas a vernos con la única condición de que le diéramos por lo menos 15 minutos de aviso.  La cita se hizo para la tercera semana de marzo.  
       Los primeros dos días en Lima hicimos las visitas de rigor a Pescados Capitales y El Mercado en un festín de pescado crudo y buena cocina que por momentos amenazó con saciar nuestro apetito infinito.  El desfile de siempre de ceviches de fantasía, tiraditos perfectos, almejas simpáticas, arroces heroicos, pulpo en todas sus manifestaciones y postres entrañables.  El viernes tarde salimos camino al sur por la autopista de la costa con Nicanor al volante, nuestro buen amigo y sherpa andino.  

Hacía muchos años que Alberto, Ariel y Dan no se veían.  Crecimos todos en la Venezuela de antes, una Venezuela más amable, más serena.  Ariel fué por muchos años mi vecino de puerta en un pequeño edificio de tres pisos en lo Alto de la Alta Florida al pie del Avila; a Dan, tal vez mi primer amigo, lo conocí en una práctica de beisbol cuando tenía cinco años y apenas inauguraba mis memorias; al bueno de Alberto lo conocí en 1987 trabajando en la firma de abogados de mi papá justo antes de comenzar mis estudios de Derecho.    Compartíamos Alberto y yo una pequeña oficina que no tardó en desbordarse de carcajadas.   Hemos sido buenos amigos desde entonces.  Juntos fuimos a Cuba, paseamos por la Habana calurosa cuando todavía existía la Unión Soviética, comimos tobos enteros de ostras (muchos) en Margarita y Playa Colorada, acariciamos guacharos en la cueva que exploró Humboldt en Caripe, nos mecimos por horas en las hamacas de su finca en Guárico. 
      Hacía 5 años que yo no veía a Alberto, hacía 6 años que Ariel no veía a Alberto, hacía 20 años que Dan no veía a Alberto.  Cuando nos encontramos fué como si la última vez hubiera sido ayer.


    La primera noche dormimos en Huacachina, un pequeño oasis en medio del desierto al costado de Ica.   Es un charco de buen tamaño con supuestas propiedades medicinales rodeado de palmeras, huarangos y los ubicuos eucaliptos.  La laguna fue uno de los balnearios predilectos de las familias adineradas en los años 40 (del presidente Augusto Leguía y Salcedo entre otros).  Quedan aún los edificios de la época y un malecón modesto donde paseaban parejas de enamorados y un rastafari  extraviado.  Uno de los edificios es nuestro hotel, el Mossone, una casona construida en 1920 que todavía sigue en pie.   El tiempo en Huacachina pasa lento, lento como las dos tortugas que pasean desde hace décadas por el patio de nuestro hotel. 

Huacachina (el aguacochina tambien)
Hotel Mossone (unicos huespedes)
Corre que el rubio ese de lentes nos esta persiguiendo de nuevo!!
     

    Luego del desayuno salimos a recorrer el desierto en un “tubular”, que así llaman los locales a los buggies.  El nuestro estaba comandado por el diestro Abelardo, moreno y canoso, quien luego de asegurar nuestros cinturones de seguridad se enfiló veloz duna arriba.  La experiencia es de pura ARENAlina, una montaña rusa entretenidísima.  El tubular sube las dunas casi vertical para luego bajar en caída libre con el paisaje azul y naranja de fondo.  Todos agarrados a nuestros asientos divirtiéndonos como niños. Son los médanos de Coro en esteroides.  Luego de varios subibajas nos detuvimos para que Abelardo nos explicara como lanzarnos duna abajo sandboarding.  Ariel fué el primero, se acostó sobre su tabla y valiente se enfiló a lo profundo de la duna.  Todos lo seguimos, uno a uno ibamos flotando sobre la tabla con la boca cerrada para no tragar arena.  “Otra más alta” le decíamos a Abelardo y el nos llevaba a una colina más empinada para que volviéramos a lanzarnos emocionados.  No importaban los viejos esguinces, las rodillas operadas, las protesis en las caderas, era hora de jugar.  Siempre me ha fascinado la diferencia de percepción entre la edad interna y la real, la diferencia entre cómo nos sentimos y a edad que nos calculan cuando le preguntamos a alguien “que edad crees que tengo?”.  Siempre he sentido, secretamente, que sigo teniendo entre 15 y 25 años.   Es fácil y difícil de explicar.  Es como si el tiempo interno se hubiera detenido para siempre, que a pesar de las patas de gallo en los ojos, de las canas, de el exceso de peso que va y viene y de los pelos que comienzan a crecerme en las orejas, sigo siendo un adolescente.  En el desierto de Huacachina, lleno de arena rodeado de mis amigos, se alborota la niñez y me siento feliz, me doy cuenta de que no importa cuánto tiempo pase, cuántos hijos tengamos o cuántas obligaciones,  una parte de nosotros sigue viviendo distraída y contenta como si siguiéramos en Caracas en la Venezuela de antes, conversando y riéndonos despreocupados..  Seguimos sentados -para siempre- en la pollera de los Hermanos Rivera en la Avenida Andrés Bello por allá por las postrimerías de los años ochenta, rodeados de yuca, hallaquitas y pollo, comiendo juntos, convencidos de que el almuerzo no tiene por qué terminar.
     
Pura ARENAlina!
Ariel sandboarding
Yo, el mas veloz duna abajo
   
     Al día siguiente, limpios de arena, salimos camino a Nazca.  En el camino la mayor sorpresa del viaje.  Luego de una lenta subida de curvas sobre una montaña seca llegamos a un valle muy verde.  Allí, en el inolvidable pueblo de Palpa, encontramos los mejores mangos,  mangos dulces de Palpa, carnosos, de ensueño.  El mango, importado de la India hace cientos de años, encontró, igual que María Reiche, un hogar en el Perú.  Nos paramos, de ida y de vuelta a apertrecharnos de fruta.  Los siguientes tres días los pasamos embadurnados con los labios amarillos.  
     Una hora más tarde llegamos a Nazca.  Nos dieron la suite presidencial (poco majestuosa pero cómoda), dejamos las maletas y nos lanzamos a la piscina (donde por sugerencia de Alberto jugamos a la ere).  De allí fuimos a una charla/documental en un pequeño planetarium sobre las líneas de Nazca y la vida de María Reiche.  Interesante pero más largo de lo que debería ser, somnífero por momentos, salimos de la película y fuimos a cenar.  Teníamos que acostarnos temprano porque al día siguiente salíamos antes de las siete al aeropuerto a volar en avioneta sobre las líneas.   Haciendo caso omiso a las advertencias exageradas de los limeños “esas avionetas se caen todos los dias” nos armamos de valor y nos fuimos al aeropuerto a volar con una línea aérea cuyo nombre inspira confianza: Pascuayo Airlines.  El piloto, que pensábamos era el encargado del equipaje, nos llevó a su Cessna, una suerte de Toyota corolla con hélice.    Son 35 minutos sobre el desierto, un vuelo fascinante sobre los dibujos a tan sólo 150 metros de altura.  El piloto señala con el dedo la primera figura “allí a la derecha la ballena” y al principio, por unos segundos, no reconocemos nada.  De repente, como por arte de magia, se hace nítida la figura, la ballena clarisima sobre la arena nadando distraída, inmensa e inmortal.  Le sigue el perro, el pequeño astronauta sobre la ladera de la montaña, el alcatraz de cuello largo, el colibrí despelucado, la araña con las patas crispadas, el mono de nueve dedos con la cola enrollada y alrededor infinitas figuras geométricas impecables, regadas por el desierto. abandonadas hace miles de años.   Las avionetas parecen  pequeños zancudos volando sobre los animales, todos los días grupos de turistas –pocos limeños- asomados a las ventanas, boquiabiertos sobre el desierto. 
Pajaro de nueve dedos
Perro

    Llegó la hora de volver.  Antes de salir del hotel jugamos un torneo de ping pong (Dan descontento con su derrota), unas cuantas partidas de futbolín, nos sentamos un rato al borde de la piscina mientras Dan utilizaba el “cabezal” de computadora (que así le dicen en Venezuela a los accesos a internet).  

     Varias horas de carretera, mangos de Palpa, otra parada para comer lomo saltado y ceviche, y una breve despedida al llegar a Lima.  Al día siguiente, con dolor de barriga de tanto reírnos, nos tocaba volver a todos a la vida de gente grande.    


sábado, 4 de febrero de 2012

El pino con ramas de mango (y otras curiosas especies oriundas de Naguanagua)






  Alguien me contó alguna vez, creo que fue un psicoanalista carísimo y antipático que visité por unos pocos meses en el Upper East Side, que Freud escribió sobre  la existencia de genealogías paralelas,  sobre el ejercicio de algunos pacientes de adoptar familias, tías, primos y abuelos, sobrinos y cuñados, de inventarse árboles genealógicos, ramas que crecen entrelazadas acompañando el otro tronco, el primero, el consanguíneo.   Con el pasar del tiempo se confunden los dos.    Cuando escuché el comentario del Doctor Shapiro recordé que Petra, la mamá de Carmen mi niñera, me llamaba su “nieto catire” (rubio), me vino inmediatamente a la memoria ese viaje que hice a Naguanagua hace 30 años para visitar a mi otra familia, el catire de doce anos visitando a sus tías y primos morenos.  


    Recuerdo, o creo recordar, que Petra estaba sentada en una mecedora en el patio de una casa sencilla, humilde, en una calle con pocos carros en un vecindario con muchos perros; tenia el pelo largo, muy largo, peinado en dos trenzas que le caían sobre el pecho.  La casa era algo oscura, las habitaciones no tenian puertas sino telas que colgaban del techo, Petra tenia las manos arrugadas, la voz fuerte y una sonrisa que se hizo inmensa cuando me vio llegar con Carmen.  Era la primera vez que la veía, fue la última también;  Carmen me habia hablado mucho de ella, de ella y de toda su familia de Naguanagua.  Por años escuché las historias de Carmen sentado en el suelo mientras la veía  planchar, cuentos que me repetía mientras limpiábamos juntos los calamares o separábamos las caraotas buenas de las malas; sabía yo de su mamá y sus hermanos por las anécdotas que me contaba mientras yo ojeaba sus revistas Hola sobre la alfombra de su estrechísimo cuarto, las historias que me contaba mientras veíamos los pajaros que revoloteaban algo distraídos en el gigante pequeño monte que teníamos atrás de nuestro edificio.  Finalmente  habían decidido Carmen y mi mamá que yo podía ir a pasar el día en la mítica Naguanagua a unas horas en autobus de Caracas, llegó el día.    El resto de mi otra familia a veces venía a Caracas.  Por nuestro apartamento pasaban algunas de sus hermanas y sobrinos, todos con nombres compuestos (Luis Eduardo, Rafael Oswaldo….) que a mí me costaba memorizar.  Algunas noches venía su hermana Ana, la que mas venía, algo más morena que Carmen, algo más flaca, algo más bajita; se acomodaban las dos en su cuarto y alli dormían.  Yo las escuchaba hablar y hablar, se querían.  Dos veces vino su otra hermana, Paula, la mayor, más seria que Carmen, de pelo más blanco, mamá de seis.  Sus amigas también nos visitaban. Venía Cora, una negra negrísima de Barlovento, gorda gordísima, simpática simpatiquísima que Caman (asi le decía yo a a Carmen) conoció trabajando en otra casa.  Cora llegaba llenando el apartamento de risa,  se reía a carcajadas, preguntaba gritando dónde estaba el hijo de Carmen y me daba un beso sonoro en el cachete con sus labios pintados de rojo.  Ana María nos visitaba también; una señora muy viejita –pensaba yo que había nacido vieja- que venía siempre cariñosa con Lourdes su hija, su hija no tan inteligente, su hija que no podía separarse de ella, “ella está un poquito loca, pobrecita” me decía Carmen tratando de explicarme sin dar muchas explicaciones.

Cora, Carmen y Ana


Las amigas de Carmen venían  de vez en cuando los fines de semana,  todas me querían mucho, a mi me gustaba verlas.  Ninguna tenía las manos suaves y yo no entendía por qué; la razón –me dí cuenta mucho después- era muy sencilla, todas se ganaban la vida lavando, barriendo, cocinando, fregando.  Recuerdo el olor de la crema de manos que Carmen usaba los sábados al salir de día libre,  el olor anunciaba que estaba por salir, no importa cuanta crema se echara volvía a rasparme cuando me acariciaba la cara al despedirse.   

Carmen 18 anos

     A nuestro apartamento vinieron tambien sus sobrinos, sobre todo los que hacían el servicio militar cerca de Caracas, el servicio militar que ni mis primos ni nosotros ni ninguno de mis amigos teníamos que cumplir.  Todos sabían de mí, yo no tenía que presentarme, me traían frutas, huevos de paloma y de ganso, panelas de San Joaquin, un pan duro y dulce que a mi me encantaba y que no se conseguía en Caracas.  Hablaban un poco distinto, le pedían a Carmen la bendicion, les parecía grande la capital.   
     El lavandero, la cocina y el cuarto de Carmen era el espacio, pequeño pero suficiente, donde me encontraba con mi otra familia, la que venía a cuentagotas del interior.  Al tronco holandés y rumano, a las historias –tristes en su mayoría- de la Europa blanca, cruel y lejana, se le entretejían ramas del trópico, historias de una familia de otro color.   Poco a poco iba creciendo yo, un pino con ramas de mango.


Carmen no tuvo hijos.  Llego a trabajar a nuestra casa en el ano de 1968 segura de que duraría poco, tenía esa combinación de terquedad, mal genio e independencia que la hizo irse de su casa a las 14 años y que la llevaba a cambiar de familia cada año o dos.  Como era de esperarse, al poco tiempo anunció su renuncia.  Mi mamá, ya embarazada, le pidió que por favor se quedara hasta que yo naciera.   Carmen le hizo caso a regañadientes, aceptó esperar hasta que yo naciera, se quedó 35 anos.

La semana pasada fuí a Naguanagua a visitar a Carmen y su familia. No iba desde ese sábado en 1982, hace 30 años.   Salí de Caracas al mediodia sentado en el segundo piso de un Aeroexpreso Ejecutivo, un autobus rojo inmenso que hace la ruta Caracas-Valencia en unas tres horas.  La silla reclinaba un poco, más de lo que imaginé, los vecinos roncaban, el televisor a todo volumen mostrando una película vieja, sangrienta y pirateada.    El tráfico lento, pegajoso, afuera montones de basura, basura reciente y basura antigua, camiones y autobuses no tan modernos envueltos en humo negro, peajes abandonados, pancartas inmensas recordando las virtudes de nuestra Corea del Norte, mensajes ensalzando el dizque-socialismo, contando las hectáreas de tierra confiscadas, trasformadas de ociosas a atléticas para el bien de la nación.   Todo con la mas hermosa naturaleza de fondo, montañas, cañaverales, las hileras de palmeras del Estado Aragua, mucho verde y mucho sol.    Poco es como era antes, llega uno al terminal de autobuses, un muy desgastado Big Low Center (menos big y mas low que antes) donde nos entregan nuestras maletas.  Al entrar escucho “Hola Chucho” es Carmen que vino de sorpresa, me estaba esperando impaciente y cariñosa en el propio terminal.  La veo mucho más pequeña, la osteoporosis la estruja y la estruja, más flaca, el pelo blanco, las manos –siempre ásperas- tratando de retrasar el avance antipático de la artritis.    Su voz idéntica, la misma mirada pero ahora con cataratas, menos dientes en su sonrisa.  Esta envejecida, llevo dos años y medio que no la veo y se nota la diferencia.  Me abraza, la abrazo, me dice que lleva varias noches desvelada contando los días, esperando que llegue mi autobus. 

 “Valencia esta peligroso, muy muy peligroso”, comentario de perogrullo José Belandria, el señor que me va a buscar a la estación para llevarme a mi glamoroso hotel el Guaparo Inn.   Esa tarde comemos juntos pollo en brasa, le cuento con detalle de cada uno de la familia, de mis sobrinos, de mis hermanos, de mi mamá, me pregunta por cada uno de mis amigos, uno por uno poniendo a prueba su memoria, haciendo gala de su lucidez.  Tengo que ayudarla a cruzar la avenida, tengo que ayudarla a subir al carro, tengo que ayudarla a subir la acera.  No es tan mayor, acaba de cumplir ochenta años, pero ya no le es fácil sortear los obstáculos de la calle.  De allí vamos a ver a sus sobrinas: Cecilia, Celina y Esperanza, en la casa de los matorrales no muy lejos de la Plaza Bolívar.  Me reciben emocionadas, con ganas de hablar de mi visita del ano 82, de recontar lo que hicimos ese día que quedó grabado en la memoria de todos.  “Fuimos al Guataparo a ver la laguna” me dicen las tres casi en coro, “fuimos todos en el Nova de mi papa” añade Celina por si alguien lo olvidó.  Han pasado treinta años pero es como si todo quedo detenido esperando a que yo volviera, la casa de los matorrales, sus tres sobrinas, el árbol de caimito en el patio, el calor, los ventiladores y los ladridos de fondo.  En estos años han muerto tres de los hermanos de Carmen (uno de los hermanos murió pequeño hace mucho tiempo de “un ataque de lombriz”).  Oswaldo –el que se me parecía a Cantinflas, el favorito de Petra- ya no está más;  Petra tampoco está, se fué una tarde en el año 2000. 




Celina, Carmen y Cecilia

 En su casa, la de Carmen, la del muro amarillo con el viejo Malibu chatarra en la puerta, nos espera Ana su hermana.  Ana también está más pequeña y algo olvidadiza.  “Ella tuvo un ACV (accidente cardiovascular)” me advierte Carmen “yo no peleo con ella pero es que a veces te cansa porque te repite mucho las cosas”.  Es la tercera vez que Carmen me lo dice.    Entre las sábanas-puerta aparece Andrés el nieto de Carmen y Eduardo su papá –ya de pelo blanco-, atrás el patio lleno de naranjas, mamones, caimitos y mango, el mismo patio de esa otra vez con gallinas polvorientas y perros despeinados.    Esa noche y la mañana siguiente nos sentamos a hablar de todo y de nada, les pido que me traigan fotos, que me cuenten de nuevo las mismas historias, que vayan año por año desde el día que Carmen se fué a Caracas por primera vez el 16 de mayo de 1946.  No tienen muchas fotos, la mayoría son en blanco y negro y muchas tienen manchas.  “Esa es de cuando tenía 18 años”, me dice Carmen, no hacía mucho que había llegado a Caracas “mira que joven estaba”.  “Esa otra es de la familia con la que me fuí a trabajar a Estados Unidos” y saca otra “esa es la casa donde trabajaba en Tulsa.  Que frío hacia!”  Carmen siempre nos contaba las historias de su año en Oklahoma en 1961 cuando Kennedy apenas era presidente.  Carmen se fue a los Estados Unidos con la familia del señor “George Litlejean”, o algo así que no puede deletreármelo, una familia de expatriados petroleros que volvieron a casa.  “No me gustó tanto y me devolví al ano” me dice nostálgica “que será de los Litlejean?” Fotos y mas fotos que van de mano en mano, de Ana a Carmen y de Carmen a Ana dándonos los nombres de todos (“esta es Cora cuando era flaca, está es Ana María, esta es Sabina conmigo en Margarita”).  “La mayoría estan muertos” me aclaran “es que ya estamos viejas”.   Vienen a visitarme más sobrinos y sobrinos-nietos, ayudo a Andrés a hacer su tarea de primer grado, me preguntan sobre Nueva York y Africa, quieren saber de la nieve, de Camila y de la Estatua de la Libertad, muchas de las cosas que les cuento me dicen que las vieron por la televisión. 

Una tarde y una mañana de calma y conversa, de banalidades y recuerdos, de mucho cariño.  Dos mundos tan alejados y tan cercanos, yo entre los dos cual pino con ramas de mango. 

 “Que no vaya a ser como el cometa ese” me dice Eduardo el hijo de Ana cuando me despide abrazándome, “no vayas a esperar 30 años de nuevo para venir a visitar”.   “Hasta pronto primo”, le digo yo.

lunes, 9 de enero de 2012

Con los Barcelo en Barcelona. Que viva la redundancia!!


   "Cual es el titulo del blog?... dime cual es?" me preguntaba Edu con insistencia, nuestro buen amigo Edu, casi desde que aterrizamos en Barcelona.  "No te puedo decir" le respondia yo con algo de pedanteria haciendome el importante.  Por supuesto que ya sabia cual era titulo, se me habia ocurrido el mismo dia que compramos los pasajes para ir a Espana hace varios meses.  No habia ninguna razon para no decirselo, mi silencio no era mas que una estrategia de mercadeo, algo de pose, una maniobra para crear algo de suspenso entre los dos o tres lectores cautivos de mi blog.    "Me imagino que lo habras cambiado con todas las cosas que han pasado" me decia de repente Edu a mitad del viaje para ver si yo, distraido, traicionaba mi voto de secreto.   Yo, inamovible, le respondia sin mayores aspavientos: "no Edu, el titulo que tenia pensado esta perfecto, es el titulo perfecto pase lo que pase en el viaje".   
   La verdad es que Edu tenia algo de razon, el titulo pudo haber cambiado (o debio haber cambiado) a medida que avanzaba nuestro recorrido por Cataluna.  Pudo haber sido:  "Frio y minimalismo en el reino de los repollos", "La genitalia de Cataluna en los bosques de Rupit", "Iron Chef en la Cerdenya o de como el sensei y saltamontes se fueron de alta gastronomia", "Aqui se caso Hester", "Nunca hay masia en demasia", "Dios bendiga el Backgammon" o "Gambas, bla, bla, bla y aeromozas en Granoller".  Todos esos titulos hubieran servido, algunos hubieran sido probablemente mas acertados, pero luego de largas reflexiones durante mi vuelo de regreso decidi mantenerme firme y no cambiarlo: "Con los Barcelo en Barcelona. Que viva la redundancia!!" es el titulo que mejor describe una semana inolvidable con nuestros queridos e insuperables anfitriones. 
   Aun en recuperacion de nuestra aventura andina del ultimo verano (prueba de ello las varias unas de pie aun moradas que muy muy lentamente recuperan su semblante original), el consenso fue tomar con calma el fin de ano, escoger un destino donde hubiera camas y agua caliente, vino y comfort contemporaneo.  El plan acordado era llegar a Barcelona, encontrarnos con los Pinos/Barcelos y de alli salir a explorar un poco la Cataluna profunda, tal vez esquiar un poco, recibir todos juntos el 2012 rodeados de butifarras y buen vino.   Aterrizamos temprano en la manana en Barcelona y esa misma tarde fuimos a Can Turo, una masia o casa de campo que queda apenas a unos 25 minutos de la ciudad, 25 minutos que parecen miles de kilometros por el silencio, el aire puro, el paisaje de campo, el cielo azul y la calma de Clemente y Josefina, la amable pareja filipina que nos atiende en la casa.  Perfecto lugar para deshacernos del jet lag, para engavetar por unos dias el ajetreo neoyorquino, no hay wi-fi ni computadora y el unico reloj es uno de sol en la fachada de la masia que Edu nos advierte no le hagamos caso porque dicen va retrasado.  La casa no tiene numero, la calle no tiene nombre.
 

 No se fien de la hora

   
   La construccion es de piedra y buen gusto.  Tiene un patio con un pozo que aun funciona, una cava con algunos vinos de la epoca de Primo de Rivera, muchos arboles (la mayoria hibernando) y al costado, una pequena capilla donde cuentan se caso el dentista de la familia.  En Can Turo se crio Edu, es entretenido escuchar las historias de primos y hermanos y amigos correteando por la casa, ver fotos de antano de cuando Barcelona era mas pueblo y a Gaudi todavia no se le habia ocurrido comenzar la Sagrada Familia. Estamos todos contentos, aun mas contentos  cuando nos dan la noticia de que Ana y Edu van a tener un bebe a finales de junio.
   Hace unos meses en Peru Edu me reto a jugar backgammon y, sorprendentemente, perdio.   Edu, cuentan sus hermanos, le gano cuando era nino al campeon de Francia.  A partir de alli nacio el mito de su invencibilidad, de su destreza inigualable con los dados, de sus dones de backgamonero.  Habiamos apostado, tal vez para asegurar que nos veriamos pronto, un almuerzo completo en un buen restaurante espanol.  El mito se hizo anicos. Edu, que honra su palabra, nos invito el miercoles a comer al Hispania, un maravilloso restaurante que, atendido por dos infatigables hermanas, cumple 60 anos de fundado.  Una ellas, bien vestida con un broche en el pecho que le regalo "el general laureado mas joven de Espana", nos recito la carta.  Al rato estabamos rodeados de pulpitos, calamares, pez de San Pedro, croquetas y las alcachofas de estacion.  Todo acompanado del vino blanco de rigor.  Se trata en realidad de un muy largo y maravilloso almuerzo que comenzo hace meses y amenaza con nunca terminar; el del Hispania no fue sino la continuacion de aquel otro maravilloso almuerzo con Ana y Edu en Palafrugell, en la Costa Brava tambien cerca del mar en abril; era la misma sobremesa del ultimo almuerzo en Lima en El Mercado; la antesala sin duda de una cadena infinita de comidas aqui, alla, y aculla.   

Rupit al mediodia
   Al dia siguiente mas descanso y en la noche un paseo por el pueblo de Granoller a cenar con Jordi y Cristina, los encantadores hermanos de Edu, en el unico restaurante de Espana donde todavia se puede fumar.  Al dia siguiente saliamos temprano para el norte con Marcos y Mali, dos  queridos amigos de Miami (ya catalanes para todos los efectos practicos), camino a los Pirineos.  Todo en Cataluna es cerca; poco mas de una hora, algunas curvas y llegamos a Rupit, un pueblo de 400 habitantes abrazado a la montana que fue fundado casi sin querer por alla por el ano 1000.  Otros pueblos crecieron, Rupit no. De alli que haya mantenido la atmosfera medieval y el encanto de otras epocas.  La historia del pueblo y la zona la escuchamos de Gerard, un simpatico guia que nos llevo en su 4x4 a recorrer algo de montana.  Nos hablo de la iglesia, del secreto para curar las paperas y de los carboneros que vivian escondidos en el bosque,  nos mostro los rastros que dejan en la tierra los hambrientos jabalies y nos conto del Silurus, un pez inmenso y aun mas goloso que los jabalies que llego de Asia para quedarse.  De todas las historias la que capturo mas nuestra imaginacion, al menos la de Edu, Marcos y la mia, fue la de la curiosa formacion rocosa que los locales llaman carinosamente el "pezon" de Cataluna. 


El pezon de Cataluna, erguido como siempre en el invierno
          La proxima parada en nuestro viaje fue el pueblo de Olot.   Teniamos reservaciones en un pequeno hotel/restaurant llamado Les Cols (Los Repollos), un lugar con mucha personalidad y dos estrellas Michelin www.lescols.com/.  El hotel, inspirado en el tema volcanico de la region, es de estilo minimalista. El lobby es de paredes negras y suelo de piedras del mismo color, los corredores son cilindros verdes de distintos tamanos -verde metalico-, las habitaciones  (o "pabellones" como los llaman ellos) son cubos transparentes sin muebles (solo un colchon),  en el bano un jacuzzi, una ducha caliente y un lavamanos que se prende por telepatia.  En el cuarto muy poca luz; apenas una pequena lampara (una luciernaga) y miles de estrellas que se asoman fisgonas a traves del techo de vidrio.  El suelo es frio, la sensacion es de aislamiento y reposo, una experiencia de budismo post-industrial.  

Lobby de Les Cols
Restaurante Les Cols

 La ultima parada de nuestro viaje fue en la Cerdanya al norte en el rincon donde se entrecruzan Espana, Francia y el Principado de Andorra.  Se ven las montanas a lo lejos, las mismas que cruzaron caminando a escondidas mi mama y mis abuelos en 1941 escapandose de los Nazis.  Hoy, que las fronteras son invisibles, cuesta imaginarlos asustados caminando de noche  con mi mama bebe entrando ilegales a Espana (donde metieron preso a mi abuelo).  
    Nos quedamos todos en una casa en una de las laderas de un valle muy grande.  Desde la terraza todas las nubes y mucho cielo; azul intenso, a veces naranja al caer la tarde.  Fueron dias de paseo y descanso, de ocio y largas conversaciones, de historias y cuentos, de risas y boberias.  En Bolvir, donde queda la casa, nos encontramos con Mia y Popi, los hermanos de Ana, simpaticos y  siempre de buen humor (ya totalmente curados del malestar que dias antes los hizo sentir "malal").   

     Edu, Marcos y yo nos fuimos a esquiar en el Principado la manana del 31.  Nos lanzamos pista abajo, ellos con glamour y yo con mi estilo tropical, disfrutando del frio y de la nieve. Al final de nuestra sesion de esqui una pizza en el restaurante menos pintoresco de la poca pintoresca Andorra.   Esa tarde cocinamos todos bajo la coreografia de Marcos: Edu, al son del whisky, cuidando las brasas; yo abriendo (con maestria) las botellas de vino (puro vino catalan del mejor); Ana y Vanessa picando y cortando cual samurais; Mali asistiendo a Marcos orgullosa de su  inolvidable flan.  Sensei y Saltamontes atendiendo con mucho cuidado las cebollas al fuego.  Turron, butifarras, queso manchego, dulce de membrillo, sopa (la fabulosa CreMIA) y buen ratatouille.  Comimos estupendo  mientras leiamos (en catalan) la descripcion de cada uno de los vinos que degustabamos.  Con las campanadas uvas, mascaras, trompetas, confetis y sombreros, labios postizos y muchos besos.  Victor y Rosalia, los amigos de los Pinos, celebrando con nosotros. Vanessa espectacularmente bella. Esa noche bingo y password con una lluvia de premios que compraron los Pinos, algunas resoluciones secretas, abrazos, emocionados todos con el nuevo bebe Barcelo (Rupito le decian algunos, Paco, Claudio.....se escuchan sugerencias)








     
     No podia comenzar mejor el 2012.   El mismisimo 1 de enero volvi a vengar al campeon frances.   La  nueva temporada de backgammon promete ser aun mejor que las anteriores.  Edu ya hace las reservaciones para invitarnos al restaurante de un amigo suyo en Manhattan.  Nosotros felices de volverlos a ver pronto.   Romera parece que se llama el lugar: http://www.romeranewyork.com/  .  Como se llamara el blog de ese nuevo viaje? Se pregunta Edu.  Ya tengo el titulo,  se me ocurrio ayer y es perfecto.  Lamentablemente todavia no te lo puedo decir.  

La unica foto en la que aparezco!