En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

domingo, 15 de julio de 2012

Un fin de semana en la Rivera Maya; 2012 el año del comienzo del mundo.


    Hay una profecía Maya, dicen algunos y repiten otros, que anticipa que el fin del mundo tendrá lugar en algún momento (diciembre?) del año 2012 de nuestro joven calendario gregoriano.  Parece, eso dicen los iniciados, que una inscripción en una estela descubierta en algún rincón de una ruina en la península de Yucatán relata en detalle la antipática historia del apocalipsis que se avecina.  Se tratará, imagino, de una sucesión de terremotos y huracanes acompañados de otros desastres naturales (el fin del Euro?) que borrarán ciudades y desfigurará la tierra.  Los mayas eran sabios, precisos en sus predicciones de eclipses de sol y de luna, rigurosos en sus fechas y calendarios.  No pueden equivocarse.  Comenzará de repente, sospecho, un domingo a media mañana.  Tendrá su epicentro en México, probablemente en algún cenote en la selva, no tan lejos del JW Marriott de Cancún. Comenzará tal vez con un temblor, un ronroneo, algo así como un ronquido de suegra en la distancia.  No le dará tiempo a la mayoría de los mexicanos de tomarse su café, encontrará a los incautos e incrédulos, a los que no escucharon las advertencias, frente a sus huevos rancheros y chilaquiles a medio comer, apenas espabilándose todavia enpantuflados.    Sospecho que la profecía maya ha tenido en vilo a legiones de californianos, que sectas de nuevos yogis y hippies jubilados llevarán meses haciendo preparativos para el fin de los finales, que en Portland y Brooklyn hay voluntarios atendiendo el teléfono las 24 horas respondiendo preguntas, interpretando y re-interpretando el célebre petroglifo.
    A pesar del altísimo riesgo, conscientes del peligro que corríamos,  ignorando las advertencias de profetas e iluminados, decidimos aventurarnos a pasar cuatro noches en el Hotel Esencia, la antigua casa de una condesa italiana de buen gusto, un maravilloso hotel al borde del mar en la turquesa y tibia Rivera Maya.  La idea era hacer una pausa y celebrar nuestra propia profecía: 2012 no es el año del final sino todo lo contrario, es el año que comienza el mundo.  El 3 de diciembre, unos días antes o unos días después, nacerá nuestro querido bebé.  Con ganas de descansar unos días, de bañarnos en la playa y pasear al borde del mar, de acostarnos temprano y despertarnos tarde, de celebrar juntos la llegada del nuevo miembro de la familia que todavía es un ovillo (un ovillito) de cariño y curiosidad en la despampanante barriga de Vanessa. 


    Salimos un miércoles, maravillosos los miércoles para viajar, en un avión repleto de compatriotas americanos sedientos de sol y margaritas.  Al aterrizar en Cancún nos informa un orgulloso anuncio que el aeropuerto en el que acabamos de aterrizar tiene la torre de control más alta de latinoamérica (no sabíamos que había competencia de masculinidad entre aeropuertos y que, por suerte, estábamos en el más viril de todos).  “Bienvenidos a México” nos dice la amable oficial de inmigración, esquivamos hordas de promotores turísticos con bigotes y al poco rato estamos felices en nuestro refulgente Nissan camino a Tulum por la carretera que nace en Cancún y termina, más estrecha y modesta, en la frontera con Belize  (u Honduras Británica, como la conocían de soltera).   La península va embelleciéndose, al menos para nosotros, a medida que uno va alejándose (escapándose) de Cancún.  Los excesos de los años 80 y 90, cuando se construyeron hoteles inmensos a pocos metros del mar rodeados de centros comerciales a la New Jersey,  atraen olas de turistas (sobre todo en spring break) que vienen a vivir comerciales de cerveza Corona.  Mas hacia el sur hay todavía una costa larga y calmada con pequeños hoteles sin campos de golf.  El Esencia queda al borde de la carretera entre Playa del Carmen y Tulum.  Desde el mismo primer minuto la atención es impecable, nos reciben con un paraguas a la entrada del hotel –caía un aguacero- y nos manejan en un pequeño carro electrico por la selva hasta llegar a la casa principal, un edificio blanco de tejas que se abre al mar sin pretensiones.  Nuestra habitación es todo el segundo piso de una pequeña casa, tenemos una piscina privada, una ducha de esas generosas que botan una lluvia tropical, una botella de champagne y una de vino, paredes blancas y un coro de pájaros de colores. 







  La aritmética de la paternidad es curiosa porque es pura suma.  De repente, apenas el obstetra anuncia la profecía, aparece (de quien sabe dónde) un montón de amor y cariño para el nuevo bebé.  No se le quita amor a nadie, no tiene que donarlo otro hijo, no tenemos que pedirlo prestado; aparece incondicionalmente como si hubiera estado esperando paciente en un ático secreto, en una gaveta maravillosa.  Comenzamos a “abobarnos”, le hablamos a la barriga, le susurramos al ombligo, los mimamos sin verguenza, nos babeamos con las sombras que con buena imaginación adivinamos en los primeros ecosonogramas.  Son nueve meses de magia, de contemplación del misterio, de fascinación, de sorpresa, de “no poderlo creer” en el buen (en el mejor) sentido de la palabra.
    Cuatro días de nada en la playa, de tomar cocos en la arena, de abrir la puerta y encontrar té, café y panes en la terraza (y los pájaros pendientes de las migas), de yoga en la mañana frente al mar, de desayunos copiosos, almuerzos de ceviche y buenas cenas, de pasar horas leyendo (“Seven years in Tibet” yo, “What to expect when you are expecting” Vanessa), de elogiar a las masajistas y felicitarnos por el buen clima.  No hay mucho que reportar, no vamos de excursión, no visitamos ninguna ruina, apenas una noche a Playa del Carmen y otra a cenar con una pareja de amigos.  Se trata de dejar pasar el tiempo, de aburrirnos, de hacerle una trompetilla al stress.  En las mañanas o al final de la tarde salgo a correr descalzo por la arena (con mi gorra de los Tomateros de Culiacán para confundirme con los locales), no sé qué tan larga es la bahía, no sé cuánto tiempo me toma ir de un extremo a otro de la playa.  Hay pocos turistas, muchas casas abandonadas (víctimas del último huracán), al costado -no muy lejos- un hotel lleno de italianos de buena melanina y trajes de baño apretados, senores maduros  (a la Berlusconi) acompanados de sus doncellas.  Durante el día van y vienen agarradas de la mano una pareja de alemanes (ella topless -verdaderos cenotes-, el ya acostumbrado).   Hay gaviotas y pelícanos, agua azul y verde y verdeazulada, algunos cangrejos transparentes, arena blanca y  una hilera de simpaticas palmeras. 
     Todos los días, varias veces, me descubro con una sonrisa en la cara cuando veo a Vanessa caminar por la playa con su sombrero y su barriga, cuando me dice que tiene hambre (mucha), cuando me dice que tiene sueño (mucho).  Me descubro feliz viéndola mamá.  Me descubro contento cuando la veo a lo lejos en la arena, distraída, disfrutando, emocionada imaginándose el color de ojos, el color de pelo, la sonrisa con la que comienza el mundo.



2 comentarios:

Jose Benacerraf dijo...

Querido primito, que gusto siempre leer lo que escribes, como escribes, lo que sientes cuando escribes y la capacidad de llevarme a ese lugar (cualquiera) contigo... NO SABES LO FELIZ QUYE ME HACE LA LLEGADA DEL NUEVO PRIMO GRUNBERG!!! Sé lo importante que es para Vanessa y para ti y lo feliz que va a hacer ese hermanito a Camila... Las bendiciones son así y llegan cuando tienen que llegar... A m i la vida me cambió para mejor con cada una de mis hijas aun cuando las cosas se compliquen y uno en el momento del huracan piense que la centrifuga lo esta abatiendo sin piedad, pero al final todo pasa y SIEMPRE es para mejor, siempre... Los quiero un monton y espero pronto poder celebrar con los 4!

Unknown dijo...

Wow Daniel, que linda tu publicacion! Los felicito enormemente!