En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

lunes, 19 de enero de 2015

Hup Hup Holanda!! con mi primo Jose en el Mundial



Ying Yang en Brasil

   Ser nacional de un país, escuchamos siempre, conlleva derechos y deberes.   Consciente de mis obligaciones, y fresca aún la tinta de mi primer pasaporte holandés,  decidí asumir el deber patriótico de vestirme de naranja e ir a gritar por mi equipo en el primer juego del mundial contra España en Salvador, Brasil.  No fue una decisión fácil; pasé largas noches en vilo recitando en mi mente  (en holandés) el texto del juramento en la embajada y la lealtad que prometí bajo la mirada aprobadora de la pareja real en la fotografía que colgaba detrás del cónsul (angustiado yo por lo que habrán sido las noches en blanco de la reina Máxima rezando para que a Holanda no le toque jugar contra Argentina).   Una responsabilidad ciudadana ineludible, un acto de solidaridad con mis compatriotas, con la sangre flamenca que corre por nuestras venas desde hace infinitas generaciones, con los molinos y el arenque, con mis antepasados que con ahínco y determinación le ganaron terreno al mar, con las memorias indelebles de los 8 o 9 días que he pasado en Holanda desde que nací  (no incluyo los días que he pasado en Aruba porque creo que no cuentan).  Convencido de mi obligación, llamé a mi primo José –todo un Walg como yo-  y compramos nuestros pasajes para ir a Brasil.  Yo me encargaría de las entradas, José se comprometió a comprar las dos camisas naranja en Macaracuay.

Dutch Power


Que me estaran diciendo?

Dice Sneijder pero creían que era Robben



   Nos encontramos en Colombia un jueves, el mismo día de la inauguración del Mundial, al final de un largo día de trabajo.  Nuestra ruta era Bogotá- Rio de Janeiro-Salvador.   El Mundial, igual pasó en Suráfrica, comienza en el avión en el vuelo de ida.  Son hileras de gente con la camiseta de los distintos países arropados en las banderas impacientes por llegar.  Todo el mundo, incluyendo los pilotos y las aeromozas, de fiesta, contentos, pendientes de los resultados y de las quinielas que acabaron de llenar.  A mi lado se sentó un Washingtoniano obsesionado con Team USA (y con Hope Solo, la portera de la selección femenina), me explica en detalle los defectos y las virtudes de cada jugador, me hace leer un artículo de ESPN sobre el equipo americano, se queja de la ausencia de Donovan.  Me coloco los audífonos y finalmente me deja dormir.   Llegamos a Río temprano en la mañana.  Tenemos cuatro horas en el aeropuerto así que decidimos cambiar dinero y comer nuestros primeros  “Pan de Queijo”, gloriosos buñuelos brasileros que animarán nuestros desayunos por los próximos cinco días.   En la sala de espera de nuestro vuelo a Salvador comienzan a concentrarse las hordas de holandeses  y holandesas vestidos de naranja chillón, nosotros seguimos de incógnito porque nuestras camisetas están todavía en la maleta.  A nuestros compatriotas se le suman huestes de españoles trasnochados, confiados en el poder de la marea roja.   Aterrizamos en Salvador cuatro horas antes del juego.  Nos cuesta llegar al hotel, no hay taxis y nuestro portugues es precario, dejamos nuestras maletas, nos ennaranjamos (las camisas de Macaracuay son tan buenas que parecen hechas en Maastricht)  y salimos al estadio.  Compartimos taxi con un canario y su amiga, una pintoresca carioca profesora de español.  Muchas calles están cerradas así que el taxista tiene que dejarnos cerca del estadio, nos toca caminar siguiendo a las manadas de turistas que suponemos nos llevarán al Fonte Nova.  A José comienzan a confundirlo con Robben, la gente le pide tomarse fotos con él.  El ambiente es espectacular.  Miles de fanáticos emocionados, disfraces, pelucas, banderas, pancartas, el estadio inmenso a la distancia y los dos primos camino al primer juego, la revancha de la final del Mundial de Suráfrica.  Nuestro puestos son muy buenos,  frente a nosotros hay una familia de Chavistas vestidos de españoles, a la izquierda de José dos ingleses amables, a mi derecha un brasilero con su hijo y un señor de Piura, atrás y adelante muchos compatriotas con los que ni siquiera podemos conversar porque entre José y yo sabemos una o dos palabras de holandés.  Más de uno nos saluda y nosotros respondemos sonriendo.     Salen los equipos, cantan los himnos y suena el pitazo.  El penal de España nos cae como un balde de agua, los de rojo en las tribunas celebran el que creen será el primero de muchos, los chavistas gritan emocionados.  Pasan los minutos hasta que llega –muy cerca de nosotros- el maravilloso primer gol de Holanda, un cabezazo impecable, una elíptica en cámara lenta por encima del imbatible Iker.  A partir de allí será difícil para España y para nuestras gargantas, al ver el cabezazo el señor de Piura me dice proféticamente: “esto puede ser una goleada”.  Cada nuevo gol gritos y abrazos entre nosotros y con nuestros co-tribunos (con todos excepto con los chavistas decepcionados), cada gambeta de Robben un olé, cada destello de Van Persie un high five con los ingleses, cada corner cruzamos los dedos, los brazos arriba cada vez que nos alcanza la ola.  Cinco goles más tarde estamos en la primera fila del estadio aplaudiendo al equipo, un juego memorable.  

Fonte Nova

  Al día siguiente salimos muy temprano a Belo Horizonte para ver el juego entre Colombia y Grecia.  En el aeropuerto nos esperan John y Flavinho quienes serán nuestros anfitriones por los próximos dos días.  Belo Horizonte, la capital de Minas Gerais, es la tercera ciudad de Brasil y de las tres la más joven.      Belo Horizonte es una metrópoli de cerca de 5 millones de habitantes que a pesar de quedar cerca de las hermosas ciudades coloniales de Ouro Preto y Tiradentes normalmente queda fuera del circuito de los turistas extranjeros.   Nos quedamos en una casa campestre cerca del aeropuerto –“cerca de donde se está quedando la familia de Messi” nos dice Flavinho-.   Dejamos nuestras maletas y nos vestimos de colombianos con camisetas amarillas made in Macaracuay.  Salimos temprano para poder probar la comida local cerca del estadio.  John, Flavinho y toda su familia, que son miles, son fanáticos furibundos del Cruzeiro (el equipo local) así que conocen a la perfección la cartografía culinaria alrededor del Estadio.  Nos instalamos con ellos en un restaurante frente a la entrada principal a degustar cachaza con cerveza y chicharrón.  En Brasil, por alguna extraña razón, los restaurantes venden la comida por peso.  Me toca ir varias veces al abundante buffet para proveer a nuestra mesa de chicharrón celestial y picanha.  Conversamos al ritmo de la cachaza haciendo pausas para tomarnos fotos con los más de treinta mil colombianos y cinco griegos que han venido a ver el juego.  Hay grupos disfrazados de Valderrama, de Falcao, de Higuita y hasta del expresidente Uribe, barras numerosísimas  de colombianos entusiasmados con la selección.  Tenemos buenos puestos de nuevo en medio de un mar amarillo.  El griterío y la energía son impresionantes,  no debe haber diferencia con un juego en Barranquilla o Bogotá.   La tragedia griega comienza muy rápido, a los pocos minutos marca Colombia el primer gol y casi se cae el estadio.   A partir de ese momento es  salsa y vallenato, por momentos algo de resistencia peloponesa pero nada de temer,  en ningún momento logran apagar la fiesta de los fanáticos.  En el segundo tiempo dos goles más y pura alegría hasta el pitazo final.  Colombia 3, Grecia 0.  Nos toca caminar varios kilómetros hasta que llegamos al carro, vamos a encontrarnos con Anna Paula, la encantadora esposa de John, en un restaurante maravilloso de comida mineira que se llama Xapuri.    Xapuri, una institución local, queda en medio de un barrio residencial en una casa inmensa, son hileras de mesas y una cocina ajetreada con un magnífico horno de leña en el centro.   Somos rehenes de nuestros anfitriones quienes ordenan por nosotros.  A la mesa llega un desfile de platos a la parrilla –pollo, carne, más chicharrón, salchichas-, frijoles, mandioca, arroz, ocra; todo al son de buena cachaza y una mejor tertulia.   José le pide a Anna que le anote el nombre de todo lo que pedimos y le escribe reportes de lo que comemos en tiempo real a su novia brasilera que vive en Cali.    Xapuri es un asunto de horas, de entregarse al colesterol, de pasar la tarde con calma, sin apuros.  En la televisión pasan el juego entre Costa Rica y Uruguay, cada nuevo gol de los ticos la gente celebra sorprendida, “será verdad o será la cachaza?” se preguntan algunos.  La barra de postres es fenomenal, dulce de leche y coco en todas las variedades, dulce de guayaba y todos los frutos del jardín del edén en almíbar.  Salimos de noche, llegamos a tiempo a la casa para quedarnos cómodamente dormidos mientras vemos el juego entre Italia e Inglaterra.
Preambulo al juego- John y Flavinho nuestros sherpas



Restaurante Xapuri

Nuestro cuartel general en Belo

A la mañana siguiente salimos a conocer la ciudad.  En los años 40 el alcalde de Belo fue Juscelino Kubitschek quien junto al gobernador de entonces, Benedito Valadares, decidieron desarrollar el suburbio de Pampulha.  Para ello contrataron a Oscar Niemayer quien entonces tenía apenas 33 años.    Belo está salpicada de obras del longevo arquitecto.  A los pocos minutos de salir de la casa pasamos por el edificio del gobierno regional, la Ciudad Administrativa Tancredo Neves (2010), un rectángulo negro que flota al borde de la autopista desafiando la gravedad; en el centro de la ciudad vemos uno de sus primeros proyectos residenciales, una elegante torre curvilínea de comienzos de los años 50 sobre la Plaza de la Libertad; en la orilla de la laguna de Ampulhas la Iglesia de San Francisco de Asis,  un pequeño recinto de escala humana, uno de sus primeros proyectos (1943) y el primero en la lista oficial de monumentos modernistas de Brasil.  Por su estilo innovador el arzobispo de Belo Horizonte se negó a consagrar la iglesia, hubo que esperar 16 años para que el arzobispo suplente diera su bendición.   104 años de carrera como arquitecto (Premio Pritzker y Príncipe de Asturias entre muchos otros),  más de un siglo de simpatía con la izquierda (fue militante y presidente del partido comunista y buen amigo de Castro); cuentan que Hugo Chávez en uno de sus primeros viajes a Brasil llegó varias horas tarde a una cita que tenía con Niemayer – maleducada la demora, por supuesto,  pero sobre todo arriesgada cuando se trata de reunirse con alguien que tiene más de 100 años-. 

Niemayer 

Palmito en el Mercado Central

El reino de la Cachaca

 Belo, al menos los domingos, es una ciudad agradable.  La topografía es montañosa - a la San Francisco- y la arquitectura reciente.  Subimos a una loma desde la que se ve toda la ciudad, el punto más alto es un parque desde donde el Papa Juan Pablo II dió una multitudinaria misa, allí nos tomamos varios cocos frios.  La próxima parada fue el estupendo Mercado Central.  El mercado es un laberinto de tarantines, un despliegue de frutas, carnes, dulces, artesanía, colores, olores y sabores,  en uno de los pasillos esta el palacio de la cachaza, más de mil marcas distintas muchas de las cuales sólo se consiguen en Minas Gerais.  Compre dos botellas: una de Joao Andante (la versión local de Johnny Walker) y una que destila la familia de John.   Nuestra próxima parada: Inhotim. 
Inhotim es una excentricidad maravillosa, un híbrido entre jardín botánico y museo al aire libre en medio de la nada a una hora y media de Belo Horizonte.  Inhotim es un proyecto privado de Bernardo Paz, un exitoso hombre de negocios, al que le ha dedicado los últimos treinta años de su vida y casi toda su fortuna.  Paz nunca fue a la universidad ni nació en cuna rica, en los años 80 invirtió dinero que recibió de una de sus esposas –se ha casado seis veces- en una compañía siderúrgica que estaba quebrada.  Con un estilo de gerencia muy personal logró rehabilitar la empresa para luego vendérsela a muy buen precio a compradores chinos, de los primeros que incursionaron en Brasil.  Paz comenzó a coleccionar arte ávidamente en una casa que compró cerca del pueblo de Brumadinho.  Alli, asesorado por Burle Marx y Tunga, su proyecto fue cobrando forma hasta convertirse en el referente de arte contemporáneo que es hoy.  Poco a poco fue comprando las propiedades adyacentes hasta llegar a las más de mil hectáreas que tiene hoy.  Inhotim son decenas de galerías y pabellones de arte rodeados de verde, islas en un parque inmenso; lagos, árboles imponentes, palmeras, bosques tropicales, kilómetros de caminerías que como nervaduras hilvanan su colección.  La experiencia es un asalto a los sentidos desde extremos opuestos; por un lado la aparente naturalidad de la naturaleza –lo esencial- y por el otro la aparente artificialidad del arte –el constructo-, cada uno como escenario de fondo del otro.  El inmenso jardín es, sin embargo, naturaleza domesticada y las instalaciones de arte, cuando estamos inmersos en ellas, otra suerte de normalidad.     Oiticica, Meireles, Olafur Eliasson, Anish Kapoor, De Branco, Cardiff, Adriana Varejao y cientos más escondidos entre la vegetación, al borde de un lago, a la sombra de una hilera de palmeras.    Hace falta por lo menos dos días para disfrutar de Inhotim, nosotros estuvimos apenas tres horas y media.   Prometimos volver.  













Volvimos de nuevo a Salvador  esa noche para nuestro último partido: Alemania- Portugal.  Salimos del hotel temprano vestidos esta vez con la camiseta del equipo de Venezuela, que nunca ha clasificado (anhelo de más de cincuenta años y probablemente por muchos más).  Llegamos al estadio de Fonte Nova temprano para disfrutar del ambiente.  Portugueses y alemanes impacientes por comenzar.  El equipo alemán no tardó en deslumbrar, gol tras gol en una masacre futbolística.  Los fanáticos portugueses perplejos,  Cristiano Ronaldo abucheado cada vez que lo nombraban, cada vez que tocaba la pelota, cada vez que fingía cojear.   La barra alemana en frenesí, un Oktoberfest bahiano, el público haciendo la ola humana con una precisión jamás vista.  José y yo disfrutando del espectáculo, haciéndole “buuuuuu” a Ronaldo, el de las cejas depiladas, con el resto de la fanaticada.   De allí salimos hambrientos a comer una monumental moqueca de camarón en la playa, a esperar para ver el juego entre Ghana y los Estados Unidos con doscientos mil turistas más en una pantalla gigante al borde del mar.   
Favelando



Buuuuuu Ronaldo!



Moqueca



El último día no teníamos ningún juego así que decidimos visitar la parte antigua de Salvador, la primera capital del Brasil y el lugar con el mejor carnaval del mundo.  Pelourinho, que así se llama el casco viejo, es un barrio muy pintoresco de arquitectura colonial y calles empedradas.   Todo esta vestido de colores.  Paseamos sin itinerario por varias horas tomándonos fotos con locales y turistas: una foto con Tony Souza –“Guru oficial de Gandhi”- que nos pidió 10 reales para pagar una bandera de Brasil que compró fiada; otra con un payaso de espanto con una lengua larguísima vendiendo algodón de azúcar; fotos con mujeres bahaianas pechugonas con faldas anchas y sombreros; una foto con dos fanáticos de Argelia que celebran (sin alcohol) el primer gol contra Belgica, fotos con amas de casa asomadas por las ventanas, con barberos simpáticos, con policías, con vendedores de coco frío y heladeros.    Toca irse, tenemos que volver.  José vuela unas horas antes que yo y habrá mucho tráfico camino al aeropuerto.
Pelourinho














Fueron cinco días mágicos.  No puedo dejar de pensar que me hubiera gustado haber conocido a mi abuelo, a mi abuelo Hartog, el de la foto en la mesa de noche de mi mamá; a mi abuelo holandés de quien sólo conozco unas cuantas anécdotas (mi mama que quedó huérfana a los 12 años).  Estoy seguro de que hubiéramos podido haber convencido a mi abuelo para que nos acompanara, con la salvedad de que hoy tendría 113 años.  Jose, Hartog y yo contentos de naranja en el estadio,   no hubiera sido problema comprar una camiseta mas en Macaracuay.  Hubiéramos paseado los tres por el malecón de Salvador tomando coco juntos, le hubiera contado que casi toda la familia vive en USA adonde él siempre quiso emigrar, que mi hermano se llama Henry por él, que tengo dos hijas hermosas y un hijo espectacular ademas de la mejor esposa del mundo, que he leído y releído las pocas cartas de él que sobreviven,  que cuando tenía 4 años le pregunté a Beppie y Michel Pels –sus amigos holandeses-  si podían ser mis abuelos y que me dijeron que sí y que lo cumplieron a cabalidad, que sobrevivió una película de esas viejas de super 8 en la que aparece con la abuela en el parque de las palomas en Macuto,  que hace años que quiero escribir un cuento donde él es el protegonista.   Me hubiera encantado poder contarle cuánto quiero a mi primo José y sus hermanas (los hijos de mi tía Leni, su hija pequeña), que  la familia creció, que mis hermanos tienen hijos y mis sobrinos también.   Le hubiera dicho a mi abuelo Hartog, me doy cuenta ahora, que cuando nos pusimos las camisas naranjas y gritamos hasta quedarnos afónicos el otro viernes en Salvador, lo hicimos no por el equipo – que ni siquiera conocemos los nombres de los jugadores - que
gritamos fué por él. 



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