Benjamin de Newark a Lima / Febrero 18 |
Asi es, comenzamos
a Limar hace unas semanas y seguiremos Limando por unos meses, hasta junio o
julio tal vez. Estaremos de regreso en
Manhattan cuando vuelva la neblina al malecón de Miraflores, cuando se encapote
el cielo de Lima; para ese momento los locales ya habrán cerrado sus casas en
los balnearios de Asia, Poseidón, Santa María y Pulpos para mudarse,
persiguiendo el sol, a los Cóndores, a otros pequeños valles más calientes. Mientras tanto, y hasta que llegue el frío,
estaremos Limando los tres (Vanessa, Benjamín y yo) en un lindo apartamento que
alquilamos en un tercer piso con vista a las copas de los árboles del parque
Roosevelt en San Isidro. Los tres disfrutando de la ciudad, haciendo la
cartografía culinaria de nuestro vecindario (escudriñando concienzudamente cada
esquina y cuchitril), recorriendo la costa los fines de semana aprovechando las
últimas semanas del corto verano limeño, explorando curiosos, viviendo (y
tratando de entender) el “boom” peruano, compartiendo con amigos, comiendo
mango y chirimoya. “Andamos Limando” es la bitácora de nuestros
meses en el Perú, ficción y realidad, nuestras modestas e íntimas “Tradiciones
Peruanas” (ojalá hubiera tenido un blog
el talentoso Ricardo Palma ); son las notas desordenadas de nuestra estadía en
Lima para futuro entretenimiento –valga la redundancia- de nuestro pequeño
Benjamín.
Con mami en Pescados Capitales |
Instalarnos
en Lima no fue sencillo, la aclimatación tomó un mes. Aterrizamos tarde una noche de febrero con
muchas maletas (el coche del bebé cojo de una rueda, amputado por un verdugo de
United Airlines), entregamos el formulario de aduanas y nos alumbra la
simpática luz roja del semáforo (tuvimos que colocar cada una de las maletas
bajo los rayos X), descargar y cargarlas todas de nuevo, en la puerta felices de encontrarnos con nuestro amigo
Nicanor (Kato, el habilidoso chofer del avispón verde, palidece comparado con
el versátil “Nic”). Manejamos del
aeropuerto a la casa –el tráfico de Lima insomne como siempre- , llegamos a
medianoche al que sería nuestro primer apartamento justo en la esquina de la
avenida Angamos y Blas Cerdeña en la frontera entre San Isidro y Miraflores.
Angamos fue
una batalla naval en la que murió el almirante peruano Miguel Grau sellando la
victoria de los chilenos sobre los peruanos y el fin de la campaña naval de la
guerra del Pacífico. Me llama la
atención no sólo el elogio a la derrota (curioso el gesto de ensalzar el
fracaso) sino también cómo se banaliza la historia cuando bautizamos calles y
avenidas. Angamos pierde su solemnidad
al verla escrita con mala caligrafía en las ventanas de los ómnibus
(destartalados la mayoría) que la recorren de oeste a este y viceversa, una
avenida más abarrotada de tráfico, estridente, una dirección más en una inmensa
ciudad. Blas Cerdeña, la calle lateral,
más pequeña y más calmada, honra la memoria de un general canario patriota de
patillas frondosas y mal peinado, Gran Mariscal al servicio de la Confederación
Perú-Boliviana bajo las órdenes de Andrés de Santa Cruz (antepasado remoto, tal
vez, de mi buen amigo Alberto). Blas
Cerdeña está enterrado en la basílica de nuestra Señora de la Merced, hago una
nota para recordar visitarlo en nuestro próximo paseo por el centro histórico
de Lima.
Muy temprano a la mañana siguiente, a las 7.31
para ser exactos, estalla de repente la batalla de Angamos. Los buques peruanos Huáscar y Unión
disparando cañonazos contra la flota chilena.
Obuses y metrallas en nuestras orejas, pandemónium matutino. Un ruido infernal nos despierta, un taladro
en la propia sien, decenas de obreros a centímetros de nuestro apartamento
demoliendo lo que queda de una antigua casa, tenemos al lado –justo al lado, al
ladísimo- una odiosa construcción. En el terreno de atras están construyendo
un edificio!! El pobre Benjamín se
despierta por el movimiento más que por el ruido, nosotros despeinados y
sorprendidos, nos mudamos al corazón de Kandahar
(ni siquiera Kabul) cuando pensábamos que veníamos a Lima. “Si señor, ya pues, la construcción tiene
meses y el ruido sólo se pone peor” nos dice resignado el amable portero del
edificio. Nosotros incrédulos nos
acercamos a la obra a hablar con Victor, el ingeniero residente, quien nos
confirma el aterrador pronóstico: “Si señor, ya pues, va a haber mucho ruido
por los próximos meses” y agrega al despedirse “no se olvide que los sábados
también”. Los tres; Benjamín, Vanessa y yo, nos miramos incrédulos, atónitos,
estamos atrapados en la línea de fuego del boom inmobiliario de Lima (el mismo
en el que, paradójicamente, vine a participar).
Inmediatamente y por un mes entero nos dedicamos a buscar un nuevo
apartamento, tarea complicada. Muy
pronto descubrimos, al son del taladro, que la oferta de apartamentos
amueblados no es el fuerte de la ciudad.
Nos toma poco tiempo aprender que cualquier cosa que diga “estilo
colonial peruano” significa los peores muebles de la abuela y olor a viejo, que
“buenos acabados” significa quien sabe qué y que si no muestras el pasaporte
americano ni siquiera te quieren mostrar los apartamentos. “Señora”
le dijo cariñosamente la dueña de un apartamento a Vanessa “usted me dijo que su esposo es venezolano y
los venezolanos son muy flojos. Usted
cree que él pueda pagar la renta?”.
Para complicar aún más la búsqueda no hay una base de datos
centralizada, cada corredora corre por su cuenta, nosotros con dolor de cuello
viendo todo el tiempo hacia arriba hacia las ventanas de los edificios para
descubrir las pancartas de “Se Alquila” que cuelgan de los balcones. Una mañana decidimos ir a ver apartamentos en
el malecón, una fila de edificios altos en Miraflores con vista al Pacífico,
los preferidos de los gringos y los surfistas.
Haydeé, una amable corredora de unos 65 años especializada en el
malecón, nos lleva al primer edificio: “es en el piso 10, los veo arriba
porque a mí me dan miedo los ascensores” nos dice. Subimos y al rato entra ella en el apartamento
jadeando, con la respiración entrecortada, a punto de insuficiencia cardíaca:
“es negociable el precio” es lo primero que nos dice Haydeé cuando nos muestra
los baños oxidados y los muebles de colores muy primarios. Dos edificios más tarde, uno en un piso 15 y
otro en un piso 10, estamos desilusionados pensando en el taladro mientras que
Haydeé, la atlética Haydeé, insiste, todavía jadeando, en llevarnos a ver otros
dos apartamentos. En esos días
descubrimos también que toma un mes conseguir las placas de un carro nuevo, que
nuestra camioneta no cabe en el estacionamiento del edificio, que toma 15 días
para que la compañía de telefono nos dé nuestros celulares, que llamar a un
taxi de línea es un acto de fé, que devolver una compra en Ripley y pedir el
dinero de vuelta es como pedirles que lancen un transbordador espacial. Descubrimos también que los gringos y gringas
–por más cubanos y venezolanos que sean- deben prestar atención a lo que comen
cuando llegan a Lima. Así es, a las 24
horas de nuestra mudanza me cuenta Vanessa que algo le ha caído mal, que no
para de vomitar. Esa misma noche estamos
sentados en la sala de emergencias de la clínica Angloamericana conversando con
un médico simpático, Vanessa atada a una botella de suero, “ya pues, eso le
pasa a muchos extranjeros” nos dice el doctor con la misma resignación y
fatalismo con la que el portero del edificio nos contó del taladro esa misma
mañana.
Finalmente,
por obra de alguna providencia divina y los oficios de una buena corredora,
conseguimos un apartamento que nos gusta. Está en la calle Alberto Ulloa (no sé si
bautizada así por el hijo o el padre, ambos diplomáticos reconocidos), da a un
parque calmado y muy verde, está bien amueblado (con la excepción de una mesa
que tiene como base un inmenso caracol de tierra, un escargot asustado con las
antenas firmes) y, lo más importante, queda cerca de un café Havana donde
venden los mismísimos alfajores, los originales. Ya tenemos celular y casi tenemos carro.
Poco a poco
nos recuperamos del síndrome post-traumático de las primeras semanas, con el pasar de los dias es mas distante el recuerdo de la batalla de Angamos. Todos, y sobre todo Benjamín, dormimos ahora
en paz hasta las ocho de la mañana los sábados.
Nos despertamos sin sobresaltos, sonrientes, leemos el Comercio con
calma, bajamos a pasear al parque, nuestra única preocupación es escoger donde
almorzar, decidir cuál de los maravillosos comederos de Lima vamos a probar esa
tarde.
Con su ninera Nancy!! |
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