En Madagascar una tarde hace ya tiempo

En Madagascar una tarde hace ya tiempo
no, no soy yo

domingo, 31 de marzo de 2013

Andamos Limando. Primera entrega: La batalla de Angamos


Benjamin de Newark a Lima / Febrero 18
 
Asi es, comenzamos a Limar hace unas semanas y seguiremos Limando por unos meses, hasta junio o julio tal vez.  Estaremos de regreso en Manhattan cuando vuelva la neblina al malecón de Miraflores, cuando se encapote el cielo de Lima; para ese momento los locales ya habrán cerrado sus casas en los balnearios de Asia, Poseidón, Santa María y Pulpos para mudarse, persiguiendo el sol, a los Cóndores, a otros pequeños valles más calientes.  Mientras tanto, y hasta que llegue el frío, estaremos Limando los tres (Vanessa, Benjamín y yo) en un lindo apartamento que alquilamos en un tercer piso con vista a las copas de los árboles del parque Roosevelt en San Isidro.   Los tres disfrutando de la ciudad, haciendo la cartografía culinaria de nuestro vecindario (escudriñando concienzudamente cada esquina y cuchitril), recorriendo la costa los fines de semana aprovechando las últimas semanas del corto verano limeño, explorando curiosos, viviendo (y tratando de entender) el “boom” peruano, compartiendo con amigos, comiendo mango y chirimoya.    “Andamos Limando” es la bitácora de nuestros meses en el Perú, ficción y realidad, nuestras modestas e íntimas “Tradiciones Peruanas” (ojalá  hubiera tenido un blog el talentoso Ricardo Palma ); son las notas desordenadas de nuestra estadía en Lima para futuro entretenimiento –valga la redundancia- de nuestro pequeño Benjamín.
Con mami en Pescados Capitales

Instalarnos en Lima no fue sencillo, la aclimatación tomó un mes.  Aterrizamos tarde una noche de febrero con muchas maletas (el coche del bebé cojo de una rueda, amputado por un verdugo de United Airlines), entregamos el formulario de aduanas y nos alumbra la simpática luz roja del semáforo (tuvimos que colocar cada una de las maletas bajo los rayos X), descargar y cargarlas todas de nuevo, en la puerta  felices de encontrarnos con nuestro amigo Nicanor (Kato, el habilidoso chofer del avispón verde, palidece comparado con el versátil “Nic”).  Manejamos del aeropuerto a la casa –el tráfico de Lima insomne como siempre- , llegamos a medianoche al que sería nuestro primer apartamento justo en la esquina de la avenida Angamos y Blas Cerdeña en la frontera entre San Isidro y Miraflores. 

Angamos fue una batalla naval en la que murió el almirante peruano Miguel Grau sellando la victoria de los chilenos sobre los peruanos y el fin de la campaña naval de la guerra del Pacífico.  Me llama la atención no sólo el elogio a la derrota (curioso el gesto de ensalzar el fracaso) sino también cómo se banaliza la historia cuando bautizamos calles y avenidas.  Angamos pierde su solemnidad al verla escrita con mala caligrafía en las ventanas de los ómnibus (destartalados la mayoría) que la recorren de oeste a este y viceversa, una avenida más abarrotada de tráfico, estridente, una dirección más en una inmensa ciudad.  Blas Cerdeña, la calle lateral, más pequeña y más calmada, honra la memoria de un general canario patriota de patillas frondosas y mal peinado, Gran Mariscal al servicio de la Confederación Perú-Boliviana bajo las órdenes de Andrés de Santa Cruz (antepasado remoto, tal vez, de mi buen amigo Alberto).  Blas Cerdeña está enterrado en la basílica de nuestra Señora de la Merced, hago una nota para recordar visitarlo en nuestro próximo paseo por el centro histórico de Lima.

 Muy temprano a la mañana siguiente, a las 7.31 para ser exactos, estalla de repente la batalla de Angamos.  Los buques peruanos Huáscar y Unión disparando cañonazos contra la flota chilena.  Obuses y metrallas en nuestras orejas, pandemónium matutino.  Un ruido infernal nos despierta, un taladro en la propia sien, decenas de obreros a centímetros de nuestro apartamento demoliendo lo que queda de una antigua casa, tenemos al lado –justo al lado, al ladísimo- una odiosa construcción. En el terreno de atras están construyendo un edificio!!   El pobre Benjamín se despierta por el movimiento más que por el ruido, nosotros despeinados y sorprendidos,  nos mudamos al corazón de Kandahar (ni siquiera Kabul) cuando pensábamos que veníamos a Lima.    “Si señor, ya pues, la construcción tiene meses y el ruido sólo se pone peor” nos dice resignado el amable portero del edificio.  Nosotros incrédulos nos acercamos a la obra a hablar con Victor, el ingeniero residente, quien nos confirma el aterrador pronóstico: “Si señor, ya pues, va a haber mucho ruido por los próximos meses” y agrega al despedirse “no se olvide que los sábados también”.   Los tres; Benjamín, Vanessa  y yo, nos miramos incrédulos, atónitos, estamos atrapados en la línea de fuego del boom inmobiliario de Lima (el mismo en el que, paradójicamente, vine a participar).  Inmediatamente y por un mes entero nos dedicamos a buscar un nuevo apartamento, tarea complicada.  Muy pronto descubrimos, al son del taladro, que la oferta de apartamentos amueblados no es el fuerte de la ciudad.  Nos toma poco tiempo aprender que cualquier cosa que diga “estilo colonial peruano” significa los peores muebles de la abuela y olor a viejo, que “buenos acabados” significa quien sabe qué y que si no muestras el pasaporte americano ni siquiera te quieren mostrar los apartamentos.  “Señora”  le dijo cariñosamente la dueña de un apartamento a Vanessa  “usted me dijo que su esposo es venezolano y los venezolanos son muy flojos.  Usted cree que él pueda pagar la renta?”.    Para complicar aún más la búsqueda no hay una base de datos centralizada, cada corredora corre por su cuenta, nosotros con dolor de cuello viendo todo el tiempo hacia arriba hacia las ventanas de los edificios para descubrir las pancartas de “Se Alquila” que cuelgan de los balcones.  Una mañana decidimos ir a ver apartamentos en el malecón, una fila de edificios altos en Miraflores con vista al Pacífico, los preferidos de los gringos y los surfistas.  Haydeé, una amable corredora de unos 65 años especializada en el malecón, nos lleva al primer edificio: “es en el piso 10, los veo arriba porque a mí me dan miedo los ascensores” nos dice.  Subimos y al rato entra ella en el apartamento jadeando, con la respiración entrecortada, a punto de insuficiencia cardíaca: “es negociable el precio” es lo primero que nos dice Haydeé cuando nos muestra los baños oxidados y los muebles de colores muy primarios.  Dos edificios más tarde, uno en un piso 15 y otro en un piso 10, estamos desilusionados pensando en el taladro mientras que Haydeé, la atlética Haydeé, insiste, todavía jadeando, en llevarnos a ver otros dos apartamentos.  En esos días descubrimos también que toma un mes conseguir las placas de un carro nuevo, que nuestra camioneta no cabe en el estacionamiento del edificio, que toma 15 días para que la compañía de telefono nos dé nuestros celulares, que llamar a un taxi de línea es un acto de fé, que devolver una compra en Ripley y pedir el dinero de vuelta es como pedirles que lancen un transbordador espacial.  Descubrimos también que los gringos y gringas –por más cubanos y venezolanos que sean- deben prestar atención a lo que comen cuando llegan a Lima.  Así es, a las 24 horas de nuestra mudanza me cuenta Vanessa que algo le ha caído mal, que no para de vomitar.  Esa misma noche estamos sentados en la sala de emergencias de la clínica Angloamericana conversando con un médico simpático, Vanessa atada a una botella de suero, “ya pues, eso le pasa a muchos extranjeros” nos dice el doctor con la misma resignación y fatalismo con la que el portero del edificio nos contó del taladro esa misma mañana. 
Finalmente, por obra de alguna providencia divina y los oficios de una buena corredora, conseguimos un apartamento que nos gusta.  Está en la calle Alberto Ulloa (no sé si bautizada así por el hijo o el padre, ambos diplomáticos reconocidos), da a un parque calmado y muy verde, está bien amueblado (con la excepción de una mesa que tiene como base un inmenso caracol de tierra, un escargot asustado con las antenas firmes) y, lo más importante, queda cerca de un café Havana donde venden los mismísimos alfajores, los originales.  Ya tenemos celular y casi tenemos carro. 

Poco a poco nos recuperamos del síndrome post-traumático de las primeras semanas, con el pasar de los dias es mas distante el recuerdo de la batalla de Angamos.  Todos, y sobre todo Benjamín, dormimos ahora en paz hasta las ocho de la mañana los sábados.  Nos despertamos sin sobresaltos, sonrientes, leemos el Comercio con calma, bajamos a pasear al parque, nuestra única preocupación es escoger donde almorzar, decidir cuál de los maravillosos comederos de Lima vamos a probar esa tarde.
Con su ninera Nancy!!
 

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